Hace cincuenta años llegó a las librerías de todo el mundo la novela que marcó un antes y un después en la literatura de terror contemporánea. Dos años más tarde se estrenó en Nueva York la película que marcó un antes y un después en
el cine de terror moderno. Su título, El Exorcista. Lo curioso es que su autor, William Peter
Blatty, siempre la consideró una “novela de fe” vestida de thriller policiaco.
Pero ambas, novela y película, fueron mucho más.
El Exorcista comienza con tres sugerentes
citas, que son una verdadera declaración de intenciones de lo que Blatty quiso
transmitir con su novela: la primera es un pasaje del Nuevo Testamento (Lucas
VIII, 27-30) que nos describe un encuentro de Jesús con un hombre poseído («¿Cuál es tu nombre? Contestó él: Legión»); la
segunda es un fragmento de una conversación telefónica de la
Cosa Nostra , captada por
el FBI, en la que dos asesinos comentan entre risas cómo colgaron a William
Jackson de un gancho de carnicero; la tercera, una exposición del psiquiatra
Dr. Tom Dooley acerca de las atrocidades cometidas en Laos por los comunistas
contra sacerdotes, maestros y niños («¿Cómo
se tratan los casos como estos?», se pregunta). Las tres citas hablan del Mal,
en estado más o menos puro; y la novela nos habla de ese Mal, y de su
enfrentamiento con el Bien, desde el punto de vista espiritual (primera cita), policiaco
(segunda) y psiquiátrico (tercera), tomando como inspiración un hecho real de
posesión ocurrido en 1949 en Mount Rainier, Washington.
Pero lo que en realidad pretende contarnos W. P. Blatty no es una novela de terror, sino, según sus propias palabras, «una parábola del cristianismo, de la eterna lucha entre el bien y el mal; una historia de amor y sacrificio por salvar un alma (…) Una novela de fe en el ropaje popular de una historia de detectives, lleno de suspense; en otras palabras, un sermón en el que nadie se durmiese». E insiste: «Es una novela de fe; no quería dar miedo».
A pesar de su
intención espiritual, no cabe duda de que El
Exorcista sí da miedo —un miedo especialmente
aterrador, por lo real de su causa— y que probablemente nadie se haya dormido
leyendo el misterioso caso de esta candorosa niña poseída por el Mal absoluto, magníficamente
envuelto en una apasionante trama policíaca y aderezado con el drama personal y
espiritual de un sacerdote con una fe titubeante. Ingredientes que convirtieron
la novela en un best seller mundial desde
que viera la luz en el otoño de 1971 (57 semanas seguidas en la lista del New
York Times, 17 de ellas como número uno), y que ha aterrorizado a millones
de lectores a lo largo de más de 40 años. Curiosamente, hasta El Exorcista, Blatty sólo había escrito
novelas y guiones en tono más humorístico que terrorífico; de hecho, comenzó a
escribirla tras ganar un premio de 10.000 dólares en un show televisivo de su
amigo Groucho Marx, y después de haber colaborado en varias comedias de su
también amigo Blake Edwards. Algo que ya nunca volvería a hacer, a su pesar,
como confesó más tarde: «La triste realidad es que ya nadie me quiere para
escribir comedia. El Exorcista no
sólo acabó con esa carrera, también fulminó cualquier recuerdo de su existencia.»
Pero si la novela se convirtió en un mito del terror y precursora
de la literatura de exorcismos, la película que se estrenó dos años después no
hizo sino acrecentar su leyenda. Y con la plena complicidad de William Peter
Blatty, que escribió un oscarizado guión más centrado en lo
aterrador que en lo policiaco. El hecho es que, cuatro décadas después de su
estreno, El Exorcista sigue siendo
considerada la imbatible número uno en el ranking
de películas de terror de todos los tiempos, y un verdadero fenómeno
sociológico. Las razones que la han convertido en un mito, aparte la magnífica
novela de la que nace, son algunas convenientes casualidades y no pocas
genialidades cinematográficas. Por ejemplo, siempre se pensó que el rodaje estaba
envuelto en una suerte de maldición: se incendió uno de los sets de producción
en las primeras semanas, se velaron rollos sin razón aparente, tuvieron lugar
una serie de accidentes laborales inexplicables y nueve personas relacionadas
con la película fallecieron poco después de su estreno, incluyendo el actor
Jack MacGrowan (quien también muere misteriosamente en la ficción). Por si
acaso, el director William Friedkin llamó a un sacerdote para bendecir a todo
el equipo; y la gran actriz Mercedes McCambridge, que dobló la voz del diablo,
acudía a confesarse cada día después del rodaje.
Para lograr el máximo realismo, la habitación de Regan se refrigeró hasta alcanzar una temperatura de 40 grados bajo cero; la actriz Linda Blair, vestida únicamente con un camisón, no podía dejar de moverse ni un minuto para no quedarse congelada. Con el objeto de mantener a sus actores en permanente estado de nerviosismo, William Friedkin les lanzaba petardos sin aviso, los mantenía agotados e incluso llegó a abofetear al sacerdote (no actor) que interpreta al padre Dyer en la escena de la extremaunción del padre Karras (el temblor de sus manos es absolutamente real). Y para acrecentar aún más la sensación de agobio y turbación, entre otros escalofriantes efectos de sonido se utilizaron potentes zumbidos de abejas y gruñidos de cerdos al filo de la matanza. Mención aparte la inquietante e imperecedera banda sonora de Mike Olfield y su Tubular Bells.
Sin embargo, los efectos visuales
más espeluznantes de la película, paradójicamente, son los que no se ven. Se
trata de imágenes subliminales que duran un instante y apenas captan los ojos
pero sí, nítidamente, el cerebro. En concreto, un primer plano del rostro del
demonio (sobre fondo negro y sobre fondo blanco), que aparece en dos escenas
muy significativas: cuando el padre Karras, en sueños, se cruza con su madre a
la salida del metro (al despertar el sacerdote, ella ya ha muerto); y en un
momento en que la niña Regan vuelve su mirada hacia el padre Merrin y el padre
Karras, justo antes de su célebre giro de cabeza de 360 grados. Si ven la
película en casa, un consejo: eviten la tentación de detener la imagen en esos
dos instantes. Dormirán mejor.
El conjunto funcionó, ciertamente, porque la película provocó en
su estreno abundantes escenas de histeria en muchas salas de cine, incluyendo gritos,
desmayos y crisis de ansiedad. Un efecto que tal vez no persiguiera William
Peter Blatty al escribir su novela (y el guión), pero que ha convertido El Exorcista en un mito del terror. Un fenómeno
cinematográfico y sociológico que aún hoy, cuatro décadas después, continúa
generando secuelas, imitaciones, estudios y tratados de lo más diverso. Y, de
paso, mantiene vigente la eterna cuestión de la existencia o no del demonio. O,
dicho de otro modo, en palabras de su autor: «Si hay demonios, ¿por qué no
ángeles? ¿Por qué no Dios?». Así sea.
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