Hace más de medio siglo, en marzo de 1962, comenzó oficialmente una de las leyendas más relevantes,
longevas y prolíficas del rock. Aunque entonces sólo se vendieron 2.500 copias,
ese vinilo de trece canciones marcó un antes y un después en la historia musical
del siglo XX. Y el joven de mirada burlona, gorra contestataria y chaquetón de
granjero de Minnesota que aparecía en la carátula, se convertiría en el más revolucionario
trovador que haya dado la música popular. El tipo que cambió las reglas del
juego. El tipo que ayer, 54 años después de aquella revolución musical y literaria, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.
Robert odiaba Hibbing. Su agobiante calor en verano, su frío extremo en invierno (“hacía tanto frío que no podías ni ser rebelde”), sus aburridos comercios a lo largo de la aburrida avenida, la tienda de electricidad de su padre, los vecinos de corta conversación, los trenes que pasaban de largo; por no haber, no había ni ideología a la que enfrentarse. Su único escape era la radio, las canciones melancólicas de Hank Williams, los lamentos de Webb Pierce (“ahí está el vaso que va a borrar mi pena…”), los ritmos desenfrenados de Muddy Waters o el rock desenfadado de Gene Vincent.
Pero Hibbing no estaba hecho para el
country, el rhythm & blues o el rock ‘n’ roll. Aunque a Robert le servía
para ensayar con algún grupo y conquistar a las chicas, el futuro trovador
sabía que tenía que escapar de allí cuanto antes. Lo hizo al día siguiente de
acabar el instituto. En 1959 marchó a Minneapolis y se matriculó en la Universidad estatal. Pero
no solía acudir a clase. Tocaban y ensayaban toda la noche, dormían de día. No
había tiempo para estudiar. Comenzó a leer a Kerouak y a escuchar música folk,
a sentir su mensaje, a compartir su ideología. Descubrió al poeta Dylan Thomas
(“la piedad canta, la inocencia endulza mi último, negro aliento”) y decidió
adoptar su nombre. Acababa de nacer Bob Dylan.
Por aquella época, hambriento de
experiencias, se empapaba de todo lo que llegaba a sus oídos: música negra,
baladas irlandesas, jazz, folk contestatario… y Woody Guthrie. Su maestro, su
pope, su líder espiritual y musical. Lo leyó todo, lo escuchó todo, lo absorbió
todo de Guthrie; y cuando enfermó gravemente, se trasladó a Nueva York para
velarle. Era 1961, y JFK preguntaba a los americanos qué podían hacer por su
país, mientras la oscura amenaza nuclear sobrevolaba por encima de sus cabezas.
Dylan aterrizó en el mítico
Greenwich Village con 20 años y una mente abierta de par en par. Desde luego,
estaba en el lugar adecuado. El Village era un revoltijo de bohemios, artistas,
excéntricos, poetas, iluminados y toda suerte de rebeldes con y sin causa.
Pero, sobre todo, había música. Dylan tocaba y componía sin descanso; fue
telonero de John Lee Hooker y una elogiosa crítica en el New York Times
(“Brillante nueva cara del folk”), lo llevó directamente a Columbia Records.
Los días 20 y 22 de noviembre de 1961, en los míticos estudios del 799 de la Séptima Avenida, Bob Dylan
grabó su primer disco. Trece canciones, de las que sólo dos eran composiciones
propias (Talkin’ New York y Song to Woody). El resultado no fue el
esperado, ni siquiera para él. Su primera reacción al escucharlo fue grabar
otro inmediatamente, esta vez con composiciones propias, The Freewheelin' Bob Dylan.
Eran tiempos de disturbios raciales,
miedo y violencia en las calles. Vietnam. Cuba. El mundo dolía, y Dylan lo
sufría especialmente. De este sentimiento nació uno de los himnos universales
de la música popular, Blowin’ In The Wind
(“¿Cuanto tiempo tienen que volar las balas de cañón / Antes de que sean
prohibidas para siempre?”); y otras canciones míticas como A Hard Rain’s Gonna Fall o Masters
of War. El sentido antibelicista de sus letras encandiló a las fuerzas
izquierdistas del país, Pete Seeger a la cabeza, que trataron de atraer al
joven Dylan a su causa. Pero la influencia del poeta llegó sobre todo a los
otros artistas consagrados, que comenzaron a versionar sus canciones y, de
paso, a llevarlo en volandas hacia el olimpo del folk. Los tiempos empezaron a
cambiar para el trovador.
A Dylan no le interesaba la política
(“Para mí no hay blanco y negro, izquierda y derecha. Sólo hay arriba y abajo;
y abajo está muy cerca del suelo”), pero sí los derechos humanos y la segregación
racial, como transmitió maravillosamente en su tercer álbum, The Times They Are A-Changin’ (1963). Su
obsesión era escribir letras intensas, llenas de poesía y mensaje, y explorar nuevos
caminos musicales. Aunque ello significara romper con su trayectoria, con su
público, con sus supuestos camaradas. Fue en el Newport Folk Festival de 1965
cuando Dylan apareció por primera vez con una guitarra eléctrica y acompañado
por una banda que, además, era bastante cañera. Los puristas del folk y la
ideología se rasgaron las vestiduras, pero el público (en su mayoría) estaba
entusiasmado. Ese mismo verano, en julio, Dylan publicó Like a Rolling Stone (para los expertos la mejor canción de todos
los tiempos), un tema de seis minutos que narra una caída en desgracia (“cuando
no tienes nada, nada tienes que perder”) y que revolucionó el rock, hasta
entonces destinado a llenar las pistas de baile al grito de “tú eres mi chica”, y
ahora dotado de una infinita capacidad para transmitir mensajes tan profundos
como el folk o la mismísima poesía. El resto, es Historia.
El día que cambiaron las reglas
del juego
“¡Hipócrita!”
“¡Traidor! ¿Por qué no te escuchas a ti mismo?” “¡Farsante!” “Escuchar esta
basura te hace enfermar.” “¡Bastardo!” son algunas de las lindezas que los fans
dedicaron a Bob Dylan durante su gira europea de 1966, alcanzando el punto
álgido en aquel concierto del Free Trade
Hall de Manchester, el 17 de mayo (aquel “¡Judas!” que le dolió en el alma).
No admitían que hubiera traicionado su esencia folk, de guitarra acústica y
armónica, “prostituyéndola” con una banda eléctrica.
Dos meses
después de su regreso de Europa, el 29 de julio, sufrió un grave accidente de
moto que Dylan aprovechó para descansar de giras, periodistas, contestatarios y
folkers exaltados… durante ocho años. Aprovechó bien su tiempo, componiendo
decenas de canciones que siguieron marcando el camino a viejos y nuevos
rockeros. Y hasta hoy.
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