Como los grandes acontecimientos de la
Historia, las grandes películas no están adscritas a su tiempo, sino que están
en permanente vigencia. Porque no se limitan a contar extraordinariamente una
historia, también nos invitan a reflexionar sobre la esencia misma del hombre y
de sus porqués. Hace ya 75 años que comenzaron los juicios de Nuremberg, y hace 60 una obra maestra nos invitaba a
reflexionar sobre la conveniencia de que hubiera o no vencedores y vencidos
tras la caída del nazismo. Un planteamiento que se ha venido repitiendo a lo
largo de estas décadas en diversos entornos y con muy variadas excusas
(políticas, económicas, religiosas, raciales…).
A casi de 60 años del estreno de esa gran obra del cine -aunque nació para la
televisión- que es ¿Vencedores o vencidos?
(Judgement at Nuremberg, 1961), no viene mal recordar la lección que
nos mostró la magistral película de Stanley Kramer. Una
lección tan actual y tan necesaria hoy como en la época en que aconteció. ¿Vencedores o vencidos? nos describe con precisión
y perspectiva, con detalle y objetividad, el proceso en 1948 a cuatro
dirigentes nazis acusados de apoyar, amparar y servir al Tercer Reich y sus
políticas de esterilización y eugenesia desde su privilegiada posición de
jueces. La defensa que argumenta su abogado, Hans Rolfe (Maximillian Schell), es en primera instancia que los
acusados cumplieron la ley, mala o buena, pero la ley; luego intenta darle la
vuelta a la causa colocando a los verdugos como víctimas de ese régimen que
ellos no eligieron pero se vieron forzados a obedecer; y finalmente trata de
compartir su culpa con todo el pueblo alemán, corresponsable del omnímodo poder
de Hitler por acción, omisión o silencio.
Los
acusados se defienden y justifican con cobardía: «No somos verdugos, somos
jueces», «Los demás lo sabían, nosotros no». O alegan que hicieron «lo que fue
necesario para la protección de su país» frente a sus enemigos (gitanos,
judíos, comunistas, liberales…). La excepción es Ernst Janning (Burt Lancaster), ex Ministro de Justicia y una
eminencia jurídica desde los tiempos de Weymar, que aún mantiene su dignidad,
ajeno al proceso: él ya se ha juzgado a sí mismo y se ha declarado culpable,
junto a todo el pueblo alemán («Si tiene que haber alguna salvación para
Alemania, los que sabemos que somos culpables debemos admitirlo, sea cual fuere
la pena y la humillación que nos cause»).
Frente
a los acusados, el implacable fiscal, el coronel Dawson (Richard Widmark), que acusa a los jueces de connivencia
con el Holocausto; ellos no dirigían personalmente los campos de concentración,
ni tuvieron que accionar el mecanismo que llevaba el gas a las cámaras, pero
impusieron y ejecutaron leyes que enviaron a millones de víctimas a su destino;
aplicaron leyes que sabían injustas y condenaron a miles de personas que sabían
inocentes. Algunas de ellas declaran como testigos en el juicio, aún atormentadas
por su pasado reciente: una mujer (Judy Garland) que
fue acusada de corrupción racial, esto es, mantener relaciones sexuales con una
persona no aria (delito castigado con la muerte); y el hijo de un comunista
que, tras ser declarado débil mental, fue esterilizado para preservar la
raza (Montgomery Clift).
Pero
quizá el personaje más significativo de todo el proceso sea el juez Haywood (Spencer Tracy), no sólo por estar en sus manos el
destino de esos cuatro criminales –y de toda Alemania-, sino sobre todo por su
dimensión humana, que coloca la historia en su justa medida. Haywood es un
modesto juez de distrito retirado, que ha llegado a Nuremberg desde sus lejanos
bosques de Maine con una responsabilidad que no ha buscado, pero tampoco
rechaza. Trata de juzgar con objetividad, y para eso necesita comprender,
entender a esos hombres, a esa sociedad, a esa nación antaño ejemplar. Pasea
por las calles en ruinas, conoce a sus gentes, bebe su vino, escucha sus
canciones; entabla amistad con la señora Bertholt (Marlene Dietrich),
aristocrática viuda de un general nazi acusado y ajusticiado tras la guerra,
que trata de convencerlo de que no todos los alemanes son monstruos, y que es
necesario olvidar y perdonar. No es la única que presiona al juez Haywood: el
senador Burkette le insinúa la conveniencia de un juicio laxo, porque «nos hará
falta el apoyo del pueblo alemán» frente a los comunistas; el general al mando
se lo deja más claro aún: «No esperes conseguir la ayuda de los alemanes
aplicando rigurosas condenas»; incluso uno de los magistrados de su equipo, que
no comparte su interpretación de la ley; o el propio pueblo alemán, que trata
desesperadamente de olvidar que hace sólo tres años era cómplice de aquellos
crímenes y ahora necesita mirar “hacia delante”. Un juicio sin vencedores ni
vencidos.
Pero
el viejo y sensato juez de Maine antepone el pleno sentido de la Justicia, con
mayúsculas, a cualquier conveniencia política o relativismo moral. Lo que se juzga
va mucho más allá de esos cuatro criminales nazis, pues «quien realmente pide
justicia es la Civilización»; lo más grave no es que se cometan atrocidades,
sino que parezcan bien a unos, inevitables a otros e inexistentes a todo un
país. Finalmente, los cuatro acusados son declarados culpables y condenados a
reclusión perpetua; pero el proceso aún no ha terminado. Queda la demoledora
conclusión de la película: «Los juicios de Nuremberg finalizaron el 14 de julio
de 1949. Noventa y nueve acusados fueron condenados a penas de prisión. Ninguno
de ellos cumple condena en la actualidad». Al final, los vencidos se convierten
en vencedores y los vencedores en vencidos. Y los millones de víctimas que
reclamaban –y merecían- justicia, sólo obtuvieron “conveniencia política” a
cambio de su sacrificio.
¿Vencedores
o Vencidos? no se puede etiquetar como una simple película
histórica, bélica o judicial; es una obra profunda y llena de matices, es
también objetiva y honesta en su planteamiento (justa con las razones de ambos
bandos), bien documentada, emotiva (hay imágenes y testimonios sobrecogedores),
magníficamente interpretada (todos están soberbios: el contenido pero imponente
Burt Lancaster, el enérgico Maximillian Schell, la orgullosa Marlene Dietrich, el torturado Montgomery Clift, la angustiada Judy Garland, el equilibrado Spencer Tracy) y magistralmente
dirigida por Stanley Kramer. Pero por encima de
todo es una película necesaria, porque nos enseña que nunca debemos olvidar a
las víctimas ni perdonar a sus verdugos, y que nada justifica sacrificar
valores como la vida, la justicia y la libertad en pro de ningún fanático
nacionalismo (o fundamentalismo). «La estructura moral de una sociedad se rompe
tan pronto como se dice ‘sí’ a la injusticia, al atropello, a la violación de
la ley, a la privación del derecho justo» nos recuerda Julián Marías precisamente en un artículo sobre ¿Vencedores o Vencidos?; una reflexión que, como la
película, está vigente en cualquier época. Especialmente hoy.
Hecho en falta lo básico. Esos juicios se basaron en ¿qué legalidad? ¿Qué legitimidad tenían esos jueces para dicho proceso? Para mi es lo básico. Los enjuiciados me parecen basura humana, pero las preguntas fueron y son pertinentes.
ResponderEliminar