Cuando Jacobo atravesó a nado el Estrecho de Gibraltar, en verano de
2013, él no era experto en ultra distancias. De hecho, nunca había nadado en
aguas abiertas. Este fue su primer reto, “el reto más importante de mi vida”.
La idea era ayudar a los chicos y chicas con síndrome de Down que comparten con
él piscina y amistad durante sus largas horas de entrenamiento, en un centro
deportivo de Madrid. Recaudar fondos para su causa y regalarles una ilusión.
Pero la afición de Jacobo por la natación llegó unos años antes, y por una
causa diferente. El nombre técnico es espondilitis
anquilosante, la realidad se resume en una sola palabra: dolor. Una enfermedad que te afecta a
lo más básico de tu día a día, que convierte el gesto más sencillo en una
hazaña, que te obliga a prepararte mentalmente ante el simple hecho de salir de
la cama o atarte los zapatos. No digamos lanzarte a una piscina y nadar durante
dos horas y media cada día. Y sin embargo, en contra de la opinión de los
médicos, que le pronosticaron una vida resignada y pasiva (“incompatible con la práctica
deportiva”), Jacobo decidió que a él lo que le iba era la actividad, el
deporte, la vida plena. Y esa decisión le salvó.
“¿Dónde mueren los sueños?
En un lugar llamado miedo”.
Cuatro años después de serle diagnosticada la enfermedad, cuatro años
después de vivir cada minuto de su vida pendiente del dolor (mitigado
únicamente a base de pastillas, y no del todo), Jacobo decidió quitarse sus
miedos de golpe e ir en busca de sus sueños (“No me quería morir sin cumplir
mis sueños, y la espondilitis no me iba a detener”). Llenó una mochila con un
cargamento de antiinflamatorios y se
lanzó a dar la vuelta al mundo. Como suena. ¿El plan? Ninguno. “Siguiendo
el sol”, esto es, partiendo de Tahití ir saltando de país en país siempre hacia
poniente: Nueva Zelanda, Australia, Papúa, Tailandia, Vietnam, Laos, Camboya, Filipinas,
China, Tíbet, Nepal, India, Pakistán, Irán, Turquía, Grecia y luego África…
“Fue una experiencia como 7 masters”. Las pastillas se acabaron, pero la fuerza
mental no. La experiencia le llenaba de tal manera que desconectó de su
enfermedad. “Cada día era un regalo”, incluyendo aquellas tres semanas que
permaneció en cama, aislados —él, su compañero de viaje y la novia de éste— por
una riada salvaje, en una aldea perdida al norte de Pakistán. Tres semanas de dolor insoportable, aunque sí superable.
“Como casi todos los días desde los 28 años”.
El viaje, el sueño, duró 15 meses. Pero el dolor no se fue. Su día a
día era un continuo martirio. “Tardaba diez minutos en poder salir de la cama;
abrocharme la camisa era casi imposible”. Convenció a su médico de que probara
con él un nuevo tratamiento, experimental, con inyecciones que eliminan el
nivel de inflamación del cuerpo… ¡que eliminan el dolor! “A las dos semanas
estaba haciendo el pino. Mi vida cambió radicalmente”. Jacobo aprendió a
patinar, volvió a nadar, a montar en bici. Se planteó un reto cada año, y el
del año 2013 fue cruzar el Estrecho a nado. Entrenó duramente durante veintiún
meses, diariamente, con mucho esfuerzo y dedicación plena (en sus horas
libres). “Pero pensé: lo absurdo es hacerlo para mí y busqué una razón de peso.
Ahí entró la Federación Síndrome de Down
de Madrid (una causa a la que siempre ha estado muy unido, por amistades y
familiares). Qué mejor que regalárselo a ellos, y compartirlo también con todos
los afectados de espondilitis”. La idea, concienciar, a los afectados y a la
sociedad, de que se pueden hacer cosas a pesar de las supuestas incapacidades.
De que el dolor o la enfermedad no deben hundir una vida, y de que simplemente flotar tampoco es vivir. Hay
que luchar contra la corriente, contra el dolor, contra la apatía, contra el
miedo. El reto se logrará o no, pero el solo hecho de luchar supone haber
vencido a la enfermedad.
Ilusión compartida
Fue una travesía de 18,8 kilómetros, 3 horas 46 minutos que cambiaron
su vida para siempre. Y la de mucha gente. Empezando por su compañero de
piscina, Pablo, un joven con síndrome de Down que acompañó
a Jacobo durante los primeros 400 metros, haciendo el reto un poco más suyo y
elevando su ánimo un poco más por las nubes. También la de muchos otros niños y
mayores Down, y la de miles de afectados
de espondilitis, algunos de los cuales contactaron con Jacobo para darle
las gracias por la ilusión compartida, por el ejemplo y por el nuevo estado de
ánimo con el que afrontan ahora su drama. Una madre con un hijo de 18 años,
jugador de baloncesto, con las dos rodillas destrozadas y condenado a una silla
de ruedas de por vida si no cambiaba la mentalidad; un atleta de Granada,
especialista en triatlón; otro de Pamplona, interesado por el tratamiento; un
afectado que llevaba 15 años sufriendo la enfermedad, el dolor, y que acabó en
su mismo médico… “Lo único que pretendo es intentar darles un poco de luz,
demostrarles que ellos también pueden superar la enfermedad. Que es una
decisión que ellos deben tomar”.
A su llegada a Punta el Vaar, en Tánger, nada más pisar tierra, Jacobo
dedicó un emotivo recuerdo a “todos los hombres, mujeres y niños que, en busca
de una vida mejor, han perdido la vida en el Estrecho. Para todos ellos, una
oración”.
Una misión, una vida, una
sobrina
Una oración, un homenaje que salió del corazón de Jacobo con plena
intención y profunda sinceridad. Por su relación con el propio Estrecho (que
conoció con apenas dos meses de vida y con el que ha tenido siempre una
sensibilidad especial), y por su relación con el continente africano.
Especialmente Malawi. Una estrecha
franja de desierto, pobreza y sobrepoblación al sureste de África que marcó su
vida hace ya 18 años. Jacobo acudió a la misión
de María Mediadora como voluntario durante tres meses, para ayudar a las
misioneras en su proyecto de construir un internado para que las chicas
pudieran prepararse para la universidad y tener una oportunidad de escapar de
la miseria. Allí estaban, también como voluntarios, su hermano Beltrán y su cuñada Carmen. Y allí también conoció a Cecilia. Un frágil bebé de dos meses
metido en una incubadora de plástico, que le conmovió profundamente. Su padre la
había entregado a la misión, en un intento desesperado por salvar su vida
porque no podía alimentarla. “Esta niña se muere”, le dijo la hermana Teresa,
con lágrimas en los ojos y en el alma. Un par de días más tarde Jacobo debía
regresar a España. “Me fui pensando que ese bebé indefenso se moría”. Pero
recibió una carta de Beltrán y Carmen: “Hemos decidido adoptarla”. Hoy Ceci tiene una familia (bastante
abundante, por cierto), tiene amigas, educación, oportunidades, futuro. Tiene
una vida feliz porque un día dos occidentales de buen corazón decidieron que
esa niña merecía vivir.
La fuerza más poderosa del
mundo
Eso es lo que realmente importa, la bondad. A Beltrán y a Carmen, lo
mismo que a Jacobo, les define perfectamente la frase final con la que Somerset Maugham se refiere a Larry Darrel, en esa maravillosa
película que es El filo de la navaja (1946): “Creo
que quien le haya conocido no podrá sustraerse a su bondad y nobleza. La bondad
es, al fin y al cabo, la fuerza más poderosa del mundo”.
El
siguiente reto de Jacobo fue también duro, y gratificante: nadar los 40
kilómetros que separan Mallorca y Menorca a favor de la lucha contra el cáncer
infantil (3 Hombres contra el mar, flanqueado por Peio y Félix). Y ha habido otros desafíos estos años (entre ellos, escribir un libro), más los que vendrán. Y todos han tenido
la mejor de las causas: proporcionar un poco de esperanza, de ilusión, de fe en
sí mismos a todos aquellos que creen que no pueden sino resignarse a una vida
de dolor e impotencia. Jacobo estará allí, con ellos. Como siempre. La bondad
es lo que tiene.
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