miércoles, 8 de mayo de 2019

IRENE VILLA. Lo que de verdad importa es saber que se puede. Y sonreír.



Irene y su sonrisa. Irene y su naturalidad. Irene y su cercana simpatía.  Irene y su historia: «Es cierto que las desgracias no se eligen; pero lo que sí se elige es cómo afrontar esas desgracias y cómo afrontar la vida». Irene lo sabe bien, cuando solo tenía doce años una bomba le voló las piernas y parte de las manos. Ella eligió vivir, eligió sonreír, eligió ser feliz. Eligió, sobre todo, no ser víctima; y afrontar su tragedia con entereza y optimismo, como una oportunidad de hacer muchas otras cosas. Y de ver la vida de un color bien distinto al rojo sangre con que se la habían pintado los terroristas.

«Hay una frase que me encanta: si no te gusta lo que ves, cambia la forma de verlo. Se dice fácil, y me gustaría que lo llevaseis a la práctica porque realmente ayuda». Irene, siguiendo esta máxima, ha optado por ver felicidad donde otros ven desgracia. Por ver compasión y perdón donde otros solo ven odio y resentimiento. Hasta el punto de unirle una sincera amistad con alguien que fue terrorista y hoy vive arrepentido (Shane O’Doherty). Tal vez sea porque Irene, en griego, significa ‘Paz’ y, como ella reconoce, es precisamente la paz («la paz interior, que es la fundamental»), los derechos humanos y el entendimiento lo que han marcado su vida.

Aunque la verdadera fuerza de Irene, la clave esencial de su vida, es su voluntad. «Hay dos premisas: saber que no hay nada imposible y que eres tú quien tiene que ser capaz de superar la realidad. Es cierto que tienes personas a tu alrededor que te ayudan y te apoyan, pero hasta que tú no reaccionas toda ayuda es en vano». Irene es de esas personas que piensa que el optimista no nace, se hace. «El optimismo hay que trabajarlo. Uno necesita entrenarlo, practicarlo y creérselo. Por eso para mí han sido clave la constancia y la voluntad; si tienes esas cualidades no hay nada que te pueda parar, te pase lo que te pase». Y no sólo para estudiar tres carreras (Comunicación, Humanidades y Psicología), también para superar un hecho tan dramático y doloroso como el que ocurrió hace ya 28 años…



El atentado que conmovió a España entera


Madrid, octubre de 1991. La escena es dantesca, sangrienta, de una dureza casi insoportable. El escenario que queda tras una explosión es siempre impactante, pero esta vez lo es mucho más. Se ve dolor. Horror. Rostros ensangrentados. Un amasijo de hierros retorcidos y humeantes que sólo unos minutos antes era el coche en el que María Jesús González llevaba a su hija Irene al colegio. Una bomba de ETA paró en seco su camino. Y casi —casi— sus vidas. Tendida sobre el asfalto, Irene no sabe qué ha ocurrido; tampoco sabe, aún, que sus dos piernas han volado con el coche; ni que su madre, a unos metros de insalvable distancia, ha perdido una pierna y un brazo y se encuentra en estado grave. Irene tenía solo 12 años y descubrió en carne propia cómo, en un instante, puede cambiar tu vida de la forma más dramática.
Aquella mañana ETA hizo explotar tres bombas. Una dejó a un comandante sin las dos piernas. Otra, que fue la que escucharon las hermanas Villa y su madre mientras desayunaban en casa, dejó cuatro hijos huérfanos sin haber cumplido el mayor los seis años. La tercera, a los pocos minutos, hizo saltar el coche de María Jesús e Irene por los aires. «La verdad es que fue horrible. Estas imágenes —la niña tendida en el suelo, con heridas en el rostro y las piernas amputadas de cuajo; su madre intentando levantarse, sobre un charco de sangre, sin brazo ni pierna— dieron la vuelta al mundo. Son imágenes muy duras, pero a mí no me importa que se vean porque esta es la mejor forma de denunciar la violencia».

Las ambulancias volaron hacia la calle donde estaban Irene y su madre. «¡A por la madre, a por la madre, que la niña está muerta!, gritaban. Se llevaron a mi madre, que intentaba levantarse buscándome, y la ingresaron en el 12 de Octubre. Y a mí, bueno, me cogieron a ver qué pasaba. En la UVI móvil no respondía al electroshock y me llevaron al hospital Gómez Ulla. Allí llegó corriendo mi padre y, mientras me veía hecha un amasijo de huesos y carne, el médico le dijo: ‘lo siento, su hija ha perdido las piernas, tiene las manos destrozadas, sin dedos; tiene también la cara magullada. Necesitamos su permiso para sacarla adelante’. ¿Y sabéis lo que respondió mi padre? ‘Déjenla morir. No quiero una vida así para mi hija, una vida desgraciada; no quiero que se lamente de estar viva’. Mi padre prefirió para mí esa paz eterna donde nunca me lamentaría por no poder jugar el partido de baloncesto que iba a jugar aquel jueves de octubre».
El médico, afortunadamente, no hizo caso. Dos equipos de cirujanos se volcaron con todas sus fuerzas para salvar la vida de Irene, lo mismo que multitud de ciudadanos anónimos de toda España, que donaron su sangre para que esa niña a la que no conocían tuviera la oportunidad de vivir.


Tu vida empieza hoy


Su madre había perdido el brazo y la pierna del lado derecho. Pero estaba consciente en el hospital. Su única preocupación —su desesperación— era saber dónde se encontraba su hija, si estaba bien… si estaba viva. A ambas las unía un vínculo muy especial, muy fuerte («Éramos una piña»). Por fin, al tercer día, madre e hija supieron que las dos estaban vivas, cada una en un hospital. Gracias a unas cámaras de televisión en sendas habitaciones pudieron verse y darse la energía y el amor que necesitaban. La escena, que vio toda España, fue tan sobrecogedora como emocionante. La madre de Irene, con una cara de felicidad absoluta, desbordante. Tapando con la sábana su brazo derecho amputado; tratando de aparentar la tranquilidad que su hija necesitaba. Y la niña intentando animar a su madre quitando importancia a sus heridas, ocultando igualmente sus manos vendadas.


«Y con esa fuerza increíble que traspasa la pantalla, a mí me llegaron esas alas que le crecieron a mi madre para volar hasta la cama de mi hospital y decirme que íbamos a salir adelante. Fue clave. El apoyo de la familia, pero sobre todo el cariño de mi madre, que no perdió la sonrisa». A María Jesús le dijeron que hasta que no caminara no podía ir a ver a Irene. Bastó el deseo de poder abrazar a su niña para batir el récord de recuperación de una persona amputada. En menos de un mes ya estaba andando con su pierna y sin muletas (no tenía un brazo) y fue al hospital. «Ahí, sentada sobre mi cama, me dijo ‘Irene, tenemos dos opciones: vivir amargadas sufriendo y maldiciendo a los terroristas —a lo que tenemos todo el derecho del mundo— o decidir que tu vida empieza hoy, que vas a luchar por ella con alegría y con optimismo’. Yo lo tenía clarísimo. Le dije: ‘Mamá, ya me lo he pensado. He nacido sin piernas. A partir de ahora, si me caigo me levanto, no tengo que lamentarme por la situación que me han creado, sino que voy a salir adelante y que soy yo la única responsable de mi vida, no hay culpables’. Si te pasas la vida buscando culpables estás condenado a la tristeza, a la autocompasión.» Irene Villa tenía solo 12 años cuando sufrió un atentado que la dejó sin piernas; solo 12 años cuando decidió, en una muestra de valiente madurez, que eso no iba a afectar a su vida.


El poder de la sonrisa

Esa niña aprendió a vivir sin piernas a base de tesón, perseverancia y cariño. El cariño y la dedicación de los médicos y terapeutas; y el cariño sin fisuras de sus profesores y compañeras: «lo más importante para mí fue un colegio maravilloso y unos campamentos donde aprendimos convivencia, independencia y unos valores que han sido clave en mi vida, como el deporte». Irene y el deporte. El gusto por el riesgo, por la aventura, ese espíritu inquieto que la empuja constantemente a aprender, a mejorar, a progresar ha sido otra de sus claves para superar cualquier obstáculo.
Durante aquellos días la acompañaba su padre, cuya visión de la realidad era bastante más negativa que la de Irene y su madre. Ella, a veces, se dejaba contagiar y asaltaba a su padre con preguntas de niña, en las que asomaban sus miedos: “Papá, ¿y ahora quién va a querer casarse conmigo?” Decidió centrarse en aprobar el curso y no preocuparse por algo que no tenía marcha atrás. La sociedad entera se volcó con ella y con su madre. Se vio desbordada por un torbellino de premios y homenajes que no comprendía (“¿Pero por qué me dan un premio? ¡Si yo no he hecho nada!”). Pronto entendió que, en realidad, lo que premiaban no era su heroísmo, sino su luminosa sonrisa. «El hecho de sonreír es algo clave en la vida y digno de premios. Sonreír en los peores momentos es importantísimo, para ti y para los demás. Hay que sonreír. La sonrisa es algo que está en tu mano y nadie te lo puede arrebatar. ¿Os habéis dado cuenta de cómo cambia vuestra vida el día que sonreís y el que estáis serios? Conocéis a más gente, os suceden más cosas buenas y vuestro día se hace más fácil». Y lo mejor de todo es que esa alegría es contagiosa, se transmite con gran facilidad. «Y además sonreír es gratis. Es el mejor regalo que se puede hacer. Yo siempre prefiero menos regalos y más sonrisas».



Sin embargo, la fuerza de Irene seguía naciendo en su interior. Lo descubrió cuando abandonó el hospital («allí estuve muy mimada») y regresó a su casa. Ese día entró de lleno en la cruda realidad. Las escaleras, la primera visión ante el espejo de su cuerpo amputado (“¡Esta no puedo ser yo! ¿Voy a estar así toda mi vida?”), la certeza de que ya nunca volvería a ser la misma y de que, sin médicos ni enfermeras, su vida ahora dependía exclusivamente de sí misma. «El día que aceptas que eres lo que eres y empiezas a quererte, con tus virtudes y defectos, con tu discapacidad y tu potencial, es cuando empiezas a florecer y a conseguir las cosas, las que puedas. Hay una frase clave que he tenido que utilizar muchas veces, ante muchas barreras, a lo largo de mi vida: mira al frente, ten valor y jamás te rindas. ¡Y funciona!».
            También funciona saber que se puede ser feliz en cualquier circunstancia. Que la felicidad no depende de lo que tengas, sino de tu actitud, de la energía que pongas, de tu voluntad. Y una vez más, sin perder la sonrisa; se hace todo más fácil. Para Irene, lamentarte por lo que has perdido no tiene sentido, porque no va a volver. El mundo es como cada cual lo quiera ver; puedes ver terrorismo, violencia, dolor, inseguridad… o puedes ver lo bueno que tienes a tu alrededor. Puedes elegir quejarte de tu mala suerte o decidir que tu discapacidad no te impide pensar que este mundo puede ser maravilloso. «La queja es una discapacidad mayor que no tener piernas».


Saber que se puede


Tal vez Irene no tuviera piernas de carne y hueso. Pero tenía algo más importante: tenía amor, tenía esperanza, tenía optimismo. Y, además, tenía coraje. Mucho coraje. La rehabilitación fue larga y dolorosa. Ponerse en pie y caminar con las prótesis fue un logro épico, después de un intenso entrenamiento. Paso a paso, hora tras hora, primero con dos muletas, luego con una y finalmente sin. Siempre con el inconmensurable ánimo de su madre, su mejor muleta. Una lucha de autoexigencia que no ha cesado en casi tres décadas años, buscando nuevos retos, nuevos logros, nuevas experiencias más allá de sus supuestas limitaciones.

Irene Villa sabe que se puede. Lo ha hecho, lo sigue haciendo. Pero no todo el mundo confía tanto en sí mismo. Por eso escribió el libro Saber que se puede, «para que la gente que se queda en su casa, lamentándose, sepa que se puede». Y, de paso, para que la gente que vive de ponerte límites se dé cuenta de que los únicos límites son los que cada uno tiene en su cabeza. Esos, en la cabeza de Irene, escasean bastante. «Lo que no te mata, te fortalece. Gracias a esos ‘noes’ y ‘prohibidos’ he conseguido hacer cosas que no había imaginado, que ni siquiera me había propuesto hacer». Parapente, por ejemplo. O buceo. O piragüismo por el Sella. O motonieve en Laponia. O un viaje en rompehielos por el Mar Báltico, baño gélido incluido (sólo tuvieron que insinuar que ella no...).
La solución es ver más posibilidades que limitaciones (propias o impuestas). “La única barrera es el ‘no puedo’».


Yo no soy «víctima de ETA»

Para llegar donde ha llegado, para hacer todo lo que ha hecho, Irene no piensa en el pasado ni se pone excusas. Y siempre trata de sacar una lección de cada situación: «Todo sucede por algo. El dolor y el sufrimiento sirven incluso más que la victoria y el éxito. Tras una dificultad siempre hay algo que aprender». Al final, se trata de alcanzar la felicidad duradera. «Hay claves para conseguirla, lo que yo llamo las 3A: Amistad, Amor y Actividad. Mantener la ilusión. Y mantener siempre el pensamiento positivo. A mí siempre me han definido como víctima de ETA, pero yo no me considero así. Prefiero que me vean como comunicadora, o esquiadora, o deportista, o humanista, o escritora». O luchadora. Cualquiera de ellas es más Irene, desde luego.
El deporte, su pasión desde antes del atentado, ha sido clave en su vida; no sólo por su permanente espíritu de superación, también por la felicidad que le ha supuesto y por las personas que ha conocido. Buceo, ciclismo, parapente, piragüismo, esgrima en silla de ruedas y, sobre todo, esquí adaptado, deporte en el que ha competido por el mundo entero con la Selección Española (entrena con la Fundación También), y con el que ha conseguido no pocos oros. Aunque, para Irene, más que el triunfo lo que de verdad importa son las horas de entrenamiento, de trabajo. El esfuerzo.


Hoy, además, Irene es madre de tres hijos, Carlos, Pablo y Eric. Tres momentos mágicos. Ha sido, desde luego, un triunfo de la vida y de la alegría frente al dolor, frente al terror, frente a la dificultad extrema. Una demostración ejemplar de que se puede cambiar la realidad impuesta, desde fuera (deporte, dedicación, estudios) pero sobre todo desde dentro, con un interior fuerte, «porque las preocupaciones, las barreras, la adversidad, el miedo se combate con amor, con esperanza y con optimismo».

Han pasado 28 años desde aquel lejano y siniestro octubre del 91, pero la lucha no ha terminado; en realidad, no acaba nunca. Ahora, con su familia  numerosa, llegarán nuevos retos y dificultades. Pero Irene los superará con nota, y con esa sonrisa perenne y contagiosa que es su mayor fuente de energía. «Lo que de verdad importa no está en el exterior, ni en lo material, sino dentro de cada uno de nosotros”. Lo que hay en su interior, desde luego, es oro puro.







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