Irene y su sonrisa.
Irene y su naturalidad. Irene y su cercana simpatía. Irene y su historia: «Es cierto que las
desgracias no se eligen; pero lo que sí se elige es cómo afrontar esas
desgracias y cómo afrontar la vida». Irene lo sabe bien, cuando solo tenía doce
años una bomba le voló las piernas y parte de las manos. Ella eligió vivir,
eligió sonreír, eligió ser feliz. Eligió, sobre todo, no ser víctima; y
afrontar su tragedia con entereza y optimismo, como una oportunidad de hacer muchas
otras cosas. Y de ver la vida de un color bien distinto al rojo sangre con que
se la habían pintado los terroristas.
«Hay una frase que me encanta: si no te gusta lo que ves,
cambia la forma de verlo. Se dice fácil, y me gustaría que lo llevaseis a la
práctica porque realmente ayuda». Irene, siguiendo esta máxima, ha optado por ver felicidad donde otros ven desgracia. Por
ver compasión y perdón donde otros solo ven odio y resentimiento. Hasta el
punto de unirle una sincera amistad con alguien que fue terrorista y hoy vive
arrepentido (Shane O’Doherty). Tal vez sea porque Irene, en griego, significa
‘Paz’ y, como ella reconoce, es precisamente la paz («la paz interior, que es
la fundamental»), los derechos humanos y el entendimiento lo que han marcado su
vida.
Aunque la verdadera fuerza de Irene, la clave esencial de su
vida, es su voluntad. «Hay dos premisas: saber que no hay nada imposible y que
eres tú quien tiene que ser capaz de superar la realidad. Es cierto que tienes
personas a tu alrededor que te ayudan y te apoyan, pero hasta que tú no
reaccionas toda ayuda es en vano». Irene es de esas personas que piensa que el
optimista no nace, se hace. «El optimismo hay que trabajarlo. Uno necesita
entrenarlo, practicarlo y creérselo. Por eso para mí han sido clave la constancia
y la voluntad; si tienes esas cualidades no hay nada que te pueda parar, te
pase lo que te pase». Y no sólo para estudiar tres carreras (Comunicación,
Humanidades y Psicología), también para superar un hecho tan dramático y
doloroso como el que ocurrió hace ya 28 años…
El atentado que conmovió a España entera
Madrid, octubre de 1991. La escena es dantesca, sangrienta, de
una dureza casi insoportable. El escenario que queda tras una explosión es
siempre impactante, pero esta vez lo es mucho más. Se ve dolor. Horror. Rostros
ensangrentados. Un amasijo de hierros retorcidos y humeantes que sólo unos
minutos antes era el coche en el que María Jesús González llevaba a su hija
Irene al colegio. Una bomba de ETA paró en seco su camino. Y casi —casi— sus
vidas. Tendida sobre el asfalto, Irene no sabe qué ha ocurrido; tampoco sabe,
aún, que sus dos piernas han volado con
el coche; ni que su madre, a unos metros de insalvable distancia, ha
perdido una pierna y un brazo y se encuentra en estado grave. Irene tenía solo
12 años y descubrió en carne propia cómo,
en un instante, puede cambiar tu vida de la forma más dramática.
Aquella mañana ETA hizo
explotar tres bombas. Una dejó a un comandante sin las dos piernas. Otra, que
fue la que escucharon las hermanas Villa y su madre mientras desayunaban en
casa, dejó cuatro hijos huérfanos sin haber cumplido el mayor los seis años. La
tercera, a los pocos minutos, hizo saltar el coche de María Jesús e Irene por
los aires. «La verdad es que fue horrible. Estas imágenes —la niña tendida en
el suelo, con heridas en el rostro y las piernas amputadas de cuajo; su madre
intentando levantarse, sobre un charco de sangre, sin brazo ni pierna— dieron
la vuelta al mundo. Son imágenes muy duras, pero a mí no me importa que se vean
porque esta es la mejor forma de denunciar la violencia».
Las ambulancias volaron hacia la calle donde estaban Irene y
su madre. «¡A por la madre, a por la madre, que la niña está muerta!, gritaban.
Se llevaron a mi madre, que intentaba levantarse buscándome, y la ingresaron en
el 12 de Octubre. Y a mí, bueno, me cogieron a ver qué pasaba. En la UVI móvil
no respondía al electroshock y me llevaron al hospital Gómez Ulla. Allí llegó
corriendo mi padre y, mientras me veía hecha un amasijo de huesos y carne, el
médico le dijo: ‘lo siento, su hija ha perdido las piernas, tiene las manos
destrozadas, sin dedos; tiene también la cara magullada. Necesitamos su permiso
para sacarla adelante’. ¿Y sabéis lo que respondió mi padre? ‘Déjenla morir. No quiero una vida así para
mi hija, una vida desgraciada; no quiero que se lamente de estar viva’. Mi
padre prefirió para mí esa paz eterna donde nunca me lamentaría por no poder
jugar el partido de baloncesto que iba a jugar aquel jueves de octubre».
El médico, afortunadamente,
no hizo caso. Dos equipos de cirujanos se volcaron con todas sus fuerzas para
salvar la vida de Irene, lo mismo que multitud de ciudadanos anónimos de toda
España, que donaron su sangre para que esa niña a la que no conocían tuviera la
oportunidad de vivir.
Tu vida empieza hoy
Su madre había perdido el brazo y la pierna del lado derecho.
Pero estaba consciente en el hospital. Su única preocupación —su desesperación—
era saber dónde se encontraba su hija, si estaba bien… si estaba viva. A ambas
las unía un vínculo muy especial, muy fuerte («Éramos una piña»). Por fin, al
tercer día, madre e hija supieron que las dos estaban vivas, cada una en un
hospital. Gracias a unas cámaras de televisión en sendas habitaciones pudieron
verse y darse la energía y el amor que necesitaban. La escena, que vio toda
España, fue tan sobrecogedora como emocionante. La madre de Irene, con una cara
de felicidad absoluta, desbordante. Tapando con la sábana su brazo derecho amputado;
tratando de aparentar la tranquilidad que su hija necesitaba. Y la niña intentando
animar a su madre quitando importancia a sus heridas, ocultando igualmente sus
manos vendadas.
«Y con esa fuerza increíble que traspasa la pantalla, a mí
me llegaron esas alas que le crecieron a mi madre para volar hasta la cama de
mi hospital y decirme que íbamos a salir adelante. Fue clave. El apoyo de la
familia, pero sobre todo el cariño de mi madre, que no perdió la sonrisa». A
María Jesús le dijeron que hasta que no caminara no podía ir a ver a Irene. Bastó
el deseo de poder abrazar a su niña para batir el récord de recuperación de una
persona amputada. En menos de un mes ya estaba andando con su pierna y sin
muletas (no tenía un brazo) y fue al hospital. «Ahí, sentada sobre mi cama, me
dijo ‘Irene, tenemos dos opciones: vivir
amargadas sufriendo y maldiciendo a los terroristas —a lo que tenemos todo
el derecho del mundo— o decidir que tu vida empieza hoy, que vas a
luchar por ella con alegría y con optimismo’. Yo lo tenía clarísimo. Le
dije: ‘Mamá, ya me lo he pensado. He nacido sin piernas. A partir de ahora, si
me caigo me levanto, no tengo que lamentarme por la situación que me han
creado, sino que voy a salir adelante y que soy yo la única responsable de mi
vida, no hay culpables’. Si te pasas la vida buscando culpables estás condenado
a la tristeza, a la autocompasión.» Irene Villa tenía solo 12 años cuando
sufrió un atentado que la dejó sin piernas; solo 12 años cuando decidió, en una
muestra de valiente madurez, que eso no iba a afectar a su vida.
El
poder de la sonrisa
Esa niña aprendió a vivir sin piernas a base de tesón,
perseverancia y cariño. El cariño y la dedicación de los médicos y terapeutas;
y el cariño sin fisuras de sus profesores y compañeras: «lo más importante para
mí fue un colegio maravilloso y unos campamentos donde aprendimos convivencia,
independencia y unos valores que han sido clave en mi vida, como el deporte».
Irene y el deporte. El gusto por el riesgo, por la aventura, ese espíritu
inquieto que la empuja constantemente a aprender, a mejorar, a progresar ha
sido otra de sus claves para superar cualquier obstáculo.
Durante aquellos días la
acompañaba su padre, cuya visión de la realidad era bastante más negativa que
la de Irene y su madre. Ella, a veces, se dejaba contagiar y asaltaba a su
padre con preguntas de niña, en las que asomaban sus miedos: “Papá, ¿y ahora quién va a querer casarse
conmigo?” Decidió centrarse en aprobar el curso y no preocuparse por algo
que no tenía marcha atrás. La sociedad entera se volcó con ella y con su madre.
Se vio desbordada por un torbellino de premios y homenajes que no comprendía
(“¿Pero por qué me dan un premio? ¡Si yo no he hecho nada!”). Pronto entendió
que, en realidad, lo que premiaban no era su heroísmo, sino su luminosa sonrisa.
«El hecho de sonreír es algo clave en la vida y digno de premios. Sonreír en los peores momentos es
importantísimo, para ti y para los demás. Hay que sonreír. La sonrisa es algo
que está en tu mano y nadie te lo puede arrebatar. ¿Os habéis dado cuenta
de cómo cambia vuestra vida el día que sonreís y el que estáis serios? Conocéis
a más gente, os suceden más cosas buenas y vuestro día se hace más fácil». Y lo
mejor de todo es que esa alegría es contagiosa, se transmite con gran
facilidad. «Y además sonreír es gratis. Es el mejor regalo que se puede hacer.
Yo siempre prefiero menos regalos y más sonrisas».
Sin embargo, la fuerza de Irene seguía naciendo en su
interior. Lo descubrió cuando abandonó el hospital («allí estuve muy mimada») y
regresó a su casa. Ese día entró de lleno en la cruda realidad. Las escaleras,
la primera visión ante el espejo de su cuerpo amputado (“¡Esta no puedo ser yo!
¿Voy a estar así toda mi vida?”), la certeza de que ya nunca volvería a ser la
misma y de que, sin médicos ni enfermeras, su
vida ahora dependía exclusivamente de sí misma. «El día que aceptas que
eres lo que eres y empiezas a quererte, con tus virtudes y defectos, con tu
discapacidad y tu potencial, es cuando empiezas a florecer y a conseguir las
cosas, las que puedas. Hay una frase clave que he tenido que utilizar muchas
veces, ante muchas barreras, a lo largo de mi vida: mira al frente, ten valor y jamás te rindas. ¡Y funciona!».
También
funciona saber que se puede ser feliz en cualquier circunstancia. Que la
felicidad no depende de lo que tengas, sino de tu actitud, de la energía que
pongas, de tu voluntad. Y una vez más, sin perder la sonrisa; se hace todo más
fácil. Para Irene, lamentarte por lo que
has perdido no tiene sentido, porque no va a volver. El mundo es como cada
cual lo quiera ver; puedes ver terrorismo, violencia, dolor, inseguridad… o
puedes ver lo bueno que tienes a tu alrededor. Puedes elegir quejarte de tu
mala suerte o decidir que tu discapacidad no te impide pensar que este mundo puede
ser maravilloso. «La queja es una
discapacidad mayor que no tener piernas».
Saber que se puede
Tal vez Irene no tuviera piernas de carne y hueso. Pero
tenía algo más importante: tenía amor, tenía esperanza, tenía optimismo. Y,
además, tenía coraje. Mucho coraje. La rehabilitación fue larga y dolorosa.
Ponerse en pie y caminar con las prótesis fue un logro épico, después de un
intenso entrenamiento. Paso a paso, hora tras hora, primero con dos muletas,
luego con una y finalmente sin. Siempre con el inconmensurable ánimo de su
madre, su mejor muleta. Una lucha de
autoexigencia que no ha cesado en casi tres décadas años, buscando nuevos
retos, nuevos logros, nuevas experiencias más allá de sus supuestas
limitaciones.
Irene Villa sabe que se
puede. Lo ha hecho, lo sigue haciendo. Pero no todo el mundo confía tanto en sí
mismo. Por eso escribió el libro Saber que se puede, «para
que la gente que se queda en su casa, lamentándose, sepa que se puede». Y, de
paso, para que la gente que vive de ponerte límites se dé cuenta de que los
únicos límites son los que cada uno tiene en su cabeza. Esos, en la cabeza de
Irene, escasean bastante. «Lo que no te mata, te fortalece. Gracias a esos
‘noes’ y ‘prohibidos’ he conseguido hacer cosas que no había imaginado, que ni
siquiera me había propuesto hacer». Parapente, por ejemplo. O buceo. O
piragüismo por el Sella. O motonieve en Laponia. O un viaje en rompehielos por
el Mar Báltico, baño gélido incluido (sólo tuvieron que insinuar que ella
no...).
La solución es ver más
posibilidades que limitaciones (propias o impuestas). “La única barrera es el ‘no puedo’».
Yo no
soy «víctima de ETA»
Para llegar donde ha llegado, para hacer todo lo que ha
hecho, Irene no piensa en el pasado ni se pone excusas. Y siempre trata de
sacar una lección de cada situación: «Todo
sucede por algo. El dolor y el sufrimiento sirven incluso más que la victoria y
el éxito. Tras una dificultad siempre hay algo que aprender». Al final, se
trata de alcanzar la felicidad duradera. «Hay claves para conseguirla, lo que
yo llamo las 3A: Amistad, Amor y
Actividad. Mantener la ilusión. Y mantener siempre el pensamiento positivo.
A mí siempre me han definido como víctima de ETA, pero yo no me considero así.
Prefiero que me vean como comunicadora, o esquiadora, o deportista, o humanista,
o escritora». O luchadora. Cualquiera de ellas es más Irene, desde luego.
El deporte, su pasión desde
antes del atentado, ha sido clave en su vida; no sólo por su permanente
espíritu de superación, también por la felicidad que le ha supuesto y por las
personas que ha conocido. Buceo, ciclismo, parapente, piragüismo, esgrima en
silla de ruedas y, sobre todo, esquí
adaptado, deporte en el que ha competido por el mundo entero con la Selección Española
(entrena con la Fundación También), y
con el que ha conseguido no pocos oros. Aunque, para Irene, más que el triunfo lo
que de verdad importa son las horas de entrenamiento, de trabajo. El esfuerzo.
Hoy, además, Irene es madre
de tres hijos, Carlos, Pablo y Eric. Tres momentos mágicos. Ha sido, desde luego,
un triunfo de la vida y de la alegría frente al dolor, frente al terror, frente
a la dificultad extrema. Una demostración ejemplar de que se puede cambiar la
realidad impuesta, desde fuera (deporte, dedicación, estudios) pero sobre todo
desde dentro, con un interior fuerte, «porque las preocupaciones, las barreras,
la adversidad, el miedo se combate con amor, con esperanza y con optimismo».
Han pasado 28 años desde aquel lejano y siniestro octubre
del 91, pero la lucha no ha terminado; en realidad, no acaba nunca. Ahora, con
su familia numerosa, llegarán nuevos
retos y dificultades. Pero Irene los superará con nota, y con esa sonrisa perenne
y contagiosa que es su mayor fuente de energía. «Lo que de
verdad importa no está en el exterior, ni en lo material, sino dentro de cada
uno de nosotros”. Lo que hay en su interior, desde luego, es oro puro.
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