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jueves, 30 de mayo de 2019

Gino Bartali. El héroe del Duce que salvó a 800 judíos de los nazis

Gino Bartali, Il Ginettaccio,  fue un grande entre los grandes del ciclismo, un deportista extraordinario y un mito para el pueblo italiano, que lo adoraba como a un verdadero héroe; especialmente Mussolini, quien lo convirtió en símbolo viviente del Partido Nacional Fascista. Vencedor del Giro de Italia en siete ocasiones y del Tour de Francia en otras dos, ganador de cinco campeonatos nacionales y de unas cuantas clásicas, Bartali era un magnífico escalador, un corredor duro y tenaz, un líder generoso con su equipo… y un ser humano excepcionalmente valiente que se jugó la vida durante los años más duros del fascismo para salvar a ochocientos judíos del exterminio. Una hazaña, por cierto, que mantuvo en secreto hasta su muerte, y que fue descubierta por casualidad.


Esta acción generosa, de entrega total a una causa aun a riesgo de su propia vida, entraba ya en el adn de Bartali desde muy tempana edad. Nacido en el seno de una familia humilde y religiosa de la Toscana, “Gino el pío” (como era conocido entre sus compañeros) era un hombre de profunda fe, un cristiano devoto que no ocultaba sus convicciones y el deportista preferido del Vaticano (bendecido personalmente por tres papas y orgulloso de que el mismísimo Juan XXIII le pidiera que le enseñara a montar en bicicleta).
     Y, paradójicamente, fue también el favorito de Mussolini, cuyo sueño de vencer —humillar— a Francia en su propio terreno se vio cumplido en el Tour de 1938. Bartali aventajó al segundo clasificado en más de veinte minutos.

La afición a las dos ruedas le vino a Bartali también desde temprana edad, cuando el dueño del taller de bicicletas en el que trabajaba le regaló una de carreras y le animó a entrenar más en serio. A partir de ese momento, cada hora libre que le quedaba al joven Bartali la dedicaba a pedalear por las carreteras de toda la región. Pronto comenzó a ganar carreras y a ganarse también el fervor popular. En 1936 se hizo con el Giro y con todo el pueblo italiano. Era tal la adoración de sus admiradores, y el bullicio que organizaban a las puertas de su hotel, que Gino tenía que ponerse tapones de cera en los oídos para poder descansar por las noches (aunque, en verdad, el griterío —¡Gi-no, Gi-no!— era música para sus oídos).


La Gran Guerra llegó cuando Bartali estaba en la cima de su carrera deportiva. Y lo detuvo todo. Cesaron las competiciones oficiales, los Giros, los Tours, las medallas y los méritos. Aunque no su prestigio entre las élites fascistas (a pesar de que dedicaba sus victorias a la Virgen, no al Duce), lo que le permitió continuar sus entrenamientos por las sinuosas carreteras de la Toscana y Umbría. Y, de paso, ayudar a la resistencia anti fascista, participando en la red organizada por Giorgio Nissim, que elaboraba pasaportes falsos y otros documentos que luego eran entregados a cientos de refugiados judíos cuyo destino eran los campos de exterminio nazis. Ocultos en el cuadro de su bicicleta o bajo el sillín, Bartali aprovechaba los entrenamientos para llevar mensajes, pasaportes y salvoconductos desde Florencia a los monasterios y conventos de diferentes ciudades que la red de Nissim, en connivencia con los obispos, utilizaba como tapadera para ocultar a los fugitivos. En más de 40 ocasiones recorrió la ruta que unía Florencia con Asís; trayectos de 200 kilómetros por carreteras minadas de explosivos… y de patrullas nazis.

Pero no siempre eran papeles lo que transportaba. A veces también personas. En 1943 fue él mismo quien dejó a salvo a un grupo de judíos al otro lado de los Alpes, en la neutral Suiza. Pedaleó durante largos kilómetros empujando sin desmayo un vagón repleto de personas, ocultas en un compartimento secreto. A las patrullas que se cruzaban en su camino simplemente les decía que era parte de su entrenamiento. A su hijo Andrea tampoco le daba mayores explicaciones: “Uno hace estas cosas y ya está”. En efecto, el verdadero heroísmo no entiende de vanidades. Se hace lo que se debe, cuando se debe hacer. Punto.


En su arriesgada misión, a lo largo de dos años (1943-1944), Bartali ayudó a salvar de una muerte segura a más de ochocientas personas. Y, aunque al principio no despertó las sospechas de la policía fascista ni de las tropas alemanas por entrenar en una época en la que las competiciones estaban prohibidas en Italia, con el tiempo entró en la lista negra de la policía de Mussolini, si bien no se atrevían a tocarle debido a su condición de ídolo nacional. Los propios soldados italianos le saludaban efusivamente cuando se cruzaban en su camino. Y para que no hubiera dudas acerca de quién se trataba, llevaba escrito su nombre bien visible a su espalda. 

Al finalizar la guerra, muerto Mussolini y rescatado el país de los alemanes, Bartali continuó con su carrera deportiva como si nada hubiera sucedido. A nadie desveló su condición de correo secreto de la resistencia, a nadie mencionó su gesta salvadora, a nadie reveló su acto de heroica generosidad más allá del valor. Él seguía hablando con las piernas, que era lo suyo: en 1946 ganó el Giro y dos años después el Tour, a la edad de 34 años. Los miles de kilómetros recorridos en su falso entrenamiento resultaron ser el mejor entrenamiento real para mantener en pleno auge su poderío sobre las dos ruedas, especialmente en las etapas de montaña, en las que era invencible.

Cuando Bartali abandonó definitivamente la competición se retiró a Florencia, su tierra, su hogar. Y allí, rodeado de su familia (su esposa Adriana, sus dos hijos y su hija), de sus amigos y de sus admiradores mantuvo su secreto durante décadas. No le importó que pesara sobre su cabeza la etiqueta de favorito de los fascistas; en el fondo, lo que el pueblo italiano admiraba de él no era su afiliación política durante la guerra, sino sus míticas batallas sobre a bicicleta.




Murió en el año 2000, a los 86 años, de un ataque al corazón. Y su secreto murió con él. El Comité Olímpico Italiano estableció dos días de duelo y en todos los eventos deportivos se mantuvieron minutos de silencio en su honor. Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea, lo definió como “un símbolo del más noble espíritu deportivo”. Tres años después, su leyenda se acrecentó aún más cuando su doble vida durante la Guerra salió a la luz. Y lo hizo por pura casualidad. Fueron los hijos de Giorgio Nissim, el jefe de la resistencia (que había fallecido en 1976), quienes hurgando entre los papeles de su padre descubrieron un viejo diario en el que Nissim detallaba, minuciosamente, el funcionamiento de la red clandestina que salvó a tantos judíos italianos de la barbarie nazi. Y especialmente destacada la labor, abnegada y valiente, de Gino Bartali. Ese día, el pueblo italiano descubrió que su mito deportivo fue, además, un héroe; y que el gran ciclista fue, por encima de todo, un gran hombre.



Esta historia está incluida en mi libro La muerte del egoísmo (Palabra)


viernes, 15 de marzo de 2019

Team Hoyt. Mi padre es mi héroe.




El Ironman es la prueba más dura y exigente del Triatlón: 3.800 metros nadando en mar abierto, 180 km en bicicleta y 42,2 km de carrera a pie. Sólo los atletas más resistentes y preparados tienen el valor de participar, después de años de entrenamiento. Si a esa dureza extrema le añadimos remolcar una pesada barca mientras nadas, cargar con un sidecar acoplado a tu bicicleta y correr empujando una silla de ruedas con un individuo de 70 kilos encima, ya no eres un atleta, eres un héroe. Y hace falta mucho más que el más exigente de los entrenamientos para llegar a la meta. Hace falta sentir mucho amor por ése a quien llevas. Tanto, que verle sonreír mientras tú resoplas por el esfuerzo sea tu mayor recompensa.

Los héroes están en boga. Desde el cine, el cómic, la televisión y los kioscos nos invade una legión de seres extraordinarios provenientes de la tierra, el mar o un planeta lejano, que combaten el mal con poderes prodigiosos y espíritu abnegado y salvan a los humildes mortales de los villanos más crueles, abyectos y retorcidos. No es una moda puntual; en realidad, siempre ha sido así. Desde los héroes clásicos hasta los modernos superhéroes, de Ulises a Spiderman miles de generaciones a lo largo de la historia hemos admirado las hazañas increíbles de esos semidioses invencibles y nos hemos rendido ante sus valores de entrega, honor y justicia. Y eso está bien. Todos necesitamos héroes.

Pero existe una raza de héroes que va más allá de estas superhazañas, que supera a los ídolos de ficción en generosidad, esfuerzo, tesón, sacrifico, valentía. Son los héroes de la vida real; los que entregan su vida por otro, minuto a minuto, veinticuatro horas al día, empujados por un poder muy superior a cualquier superpoder: el amor.

Uno de estos héroes es Dick Hoyt. “Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia” escribió Scott Fitzgerald. Si hubiera conocido a los Hoyt habría escrito una historia de amor. Una historia que comenzó en 1962. Y comenzó mal. Cuando Rick nació, el cordón umbilical se enrolló alrededor de su cuello provocándole una parálisis cerebral. Los médicos cercenaron cualquier esperanza, condenando a Rick al estado vegetal de por vida; incluso llegaron a aconsejar a sus padres que lo sacrificaran. “Bueno, esos doctores ya no están vivos; pero me hubiera gustado que vieran a Rick ahora”, reprocha Dick, con cierta tristeza, tal vez pensando cómo habría sido su vida sin la otra mitad del equipo Hoyt. Más vacía, probablemente. Y mucho menos emocionante, con toda seguridad.


Desde muy pequeño, Judy y Dick Hoyt decidieron criar a su hijo de la manera más “normal” posible, junto a sus hermanos menores y en la escuela pública. Intentar convencer a las autoridades de que Rick era capaz de entender aunque no pudiera hablar fue su primera batalla. Y su primera victoria. La segunda fue cuando un grupo de ingenieros se interesaron por su caso, al descubrir sus habilidades de comprensión (“Le contaron un chiste y Rick se partió de risa” cuenta Dick), y desarrollaron un ordenador que le permitía escribir sus pensamientos a través de pequeños movimientos de cabeza.

Pero la historia interesante comienza en 1977. Rick, gran aficionado al deporte, quería participar en una carrera benéfica a favor de un deportista local que se había quedado paralítico. Convenció a su padre, que empujó a Rick durante cinco millas en su silla de ruedas. Terminaron los últimos, pero ese día, por primera vez, Rick no se había sentido como un discapacitado. Éste fue el pistoletazo de salida para una vida dedicada a la competición de maratones primero y triatlones después. “Cuando decidimos participar en un triatlón, papá entrenó hasta 5 horas al día, 5 veces a la semana, incluso cuando estaba trabajando”, recuerda Rick. Y lo que es más, tuvo que aprender a nadar.

Desde entonces, el Equipo Hoyt ha participado oficialmente en mil carreras, incluyendo más de 200 triatlones, 6 competiciones Ironman, más de 60 maratones y un recorrido de 3,735 millas en bicicleta por Estados Unidos. En 2011, a los 70 años, Dick tomó la decisión de retirarse oficialmente de la competición; la edad, un pequeño infarto sufrido en una carrera y el descubrimiento de una arteria obstruida en un 95% aceleraron su decisión. Aunque, según comentó uno de los médicos: “Si no hubieras estado en tan excelente forma, probablemente hubieras muerto hace 15 años.”
Hoy, Rick vive en su propio apartamento, y trabaja en Boston (otro de sus logros: se graduó en la Universidad); Dick, por su parte, vive retirado en Holland, Massachusetts. Pero el Equipo Hoyt siempre encuentra la manera de encontrarse y volver a ‘trabajar’ juntos, dando charlas y conferencias por todo el país o compitiendo en una que otra carrera los fines de semana.


Cierta vez le preguntaron a Rick qué era lo que más desearía darle a su padre; “que él se siente en la silla y que yo pueda empujarlo”, respondió. Este mensaje de entrega, amor y superación que transmite el Equipo Hoyt, ha llegado a miles de personas a lo largo de todos estos años y ha inspirado a muchísimas familias con hijos discapacitados, que han transformado su tragedia en esperanza. “Zachary irá al colegio; mira a Rick Hoyt, si él lo hizo, Zach también puede”, Danya, madre de un niño con parálisis cerebral. “Me dijeron que nunca andaría y después de 40 intervenciones en mi cuerpo, estoy entrenando para mi primer maratón”, Mike, veterano de guerra. “Lloré de emoción al verles correr. Dick me miró y me dijo ‘muchísimas gracias’” Bob, entrenador de atletismo. “Tú y tu hijo sois la inspiración para más gente de la que podáis imaginar”, Kevin, corredor de maratón. “Nancy y yo os enviamos nuestra más calurosa felicitación por vuestra labor humanitaria y ejemplar. Que Dios os bendiga”, Ronald Reagan, presidente de los Estados Unidos.


 “Un héroe lo es en todos los sentidos y maneras, y ante todo, en el corazón y en el alma” escribió Thomas Carlyle. Ése es sin duda el tipo de heroísmo que define a Dick Hoyt. Y a Danya, la madre de Zachary. Y a Begoña y su hijo Luis. Y a Juani y Pedro, su marido. Y a Santiago. Y a Laura. Y a miles y miles de héroes callados cuyo día a día es una hazaña inconmensurable, demostrando que la generosidad absoluta, la entrega total a otro es posible; que el verdadero héroe no necesita más que un poder: el amor, que todo lo puede, que todo lo da sin pedir nada a cambio, salvo, tal vez, una sonrisa, un ‘gracias’, un ‘te quiero’.


viernes, 19 de junio de 2015

Jaime Caballero. El héroe de los enfermos de ELA.



Jaime Caballero es nadador de ultra larga distancia en aguas abiertas. Eso significa que está hecho de una pasta especial, física y psicológicamente. Eso significa que tiene una capacidad de aguante —del dolor, del miedo, del agotamiento, del agobio, del frío extremo— que va mucho más allá que la de cualquier ser humano normal. Su última hazaña, que ha dado la vuelta al mundo, ha sido cruzar el Canal de la Mancha… ida y vuelta. Sin parar. Sin protección. (“Una salvajada que sólo han logrado 17 nadadores en la historia.  Es el Everest de la natación”). Un trayecto de 100 kilómetros de agua gélida, corrientes traicioneras, lacerantes olas y veneno de medusas que Jaime estuvo a punto de abandonar en varias ocasiones durante la segunda mitad del reto, pero que finalmente completó, en estado casi inconsciente (“las últimas 8 horas no recuerdo nada, iba con el piloto automático”). La razón, su razón, los enfermos de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), “la enfermedad más cruel que existe”. Ellos son los que empujan a Jaime en los momentos de flaqueza, ellos son los que le dan fuerza para seguir adelante, ellos son los que le dan motivo para luchar, una causa a la que Jaime dedica, desde hace años, cada pensamiento y cada minuto de su tiempo libre.

No siempre fue así. Jaime nadaba ya de pequeño, incluso protagonizó alguna que otra hazaña con 14 años. Pero luego tuvo un prolongado standby de diez años provocado a partes iguales por la indolente adolescencia y los malos hábitos (juergas, droga, alcohol). Fueron años peligrosos, nadando en el filo de la navaja, que casi le cuestan la vida; afortunadamente el precio final fue sólo el ojo derecho. Pero ni eso cambió su forma de ver la vida. “Cuando estaba en el hospital, tras el accidente, lo único que pensaba era en recuperarme para seguir de farra”. Fue la familia (¿quién, si no?) la que finalmente impuso el sentido común, a base de altas dosis de amor y comprensión, y tras pasar por Proyecto Hombre (“a los que estaré eternamente agradecido, y con los que colaboro siempre que puedo”), Jaime salió limpio y lleno de vida.


Volvió a la vida, y volvió al mar (“Es básico tener aficiones, practicar algún deporte; eso te da ilusiones, motivación, objetivos, a cualquier nivel”). Comenzó a nadar de nuevo, no como profesional, pero sí realizando retos cada vez mayores, más importantes, y más duros. En 2005 atravesó el Estrecho de Gibraltar en 2 horas 58 minutos, su primera travesía reseñable. Tras un intento fallido el año siguiente, en 2007 decidió el desafío de referencia en aguas abiertas, el Canal de la Mancha; allí conoció la verdadera fuerza de las corrientes y descubrió en carne propia lo que es el frío en el agua. En 2008 el reto impuesto fue atravesar el Estrecho ida y vuelta, algo que a priori parecía sencillo pero que las fuertes corrientes complicaron hasta el punto de pensar seriamente en el abandono. No solo no abandonó sino que además logró registrar un record mundial.

Pero la travesía que marcó un antes y un después en la vida de Jaime, un giro radical a nivel profesional y, sobre todo, a nivel personal, fue la que llevó a cabo el 10 de junio de 2009: Bilbao-San Sebastián (su tierra). Su travesía más larga y dura hasta el momento, sí (perdió 8 kilos en 27 horas). Pero lo realmente importante es que fue su primera travesía con causa. En 2008, su querido tío José Mari Echeverría falleció de ELA, en apenas 6 meses de dolorosísima enfermedad. Jaime se vio profundamente afectado y decidió que, a partir de ese momento, todas sus fuerzas, todos sus retos, todos sus pensamientos los dedicaría a quienes sufren esa cruel enfermedad que le quitó a su tío. La travesía Bilbao-San Sebastián duró 27 horas, que, según reconoce el propio Jaime “logré terminar acordándome de mi tío en los momentos de flaqueza”.

Hubo otros logros espectaculares: el Lago Ness, Manhattan, Santa Catalina, la Triple Corona… Pero lo importante es que Jaime se involucró de lleno en la tragedia del ELA; conoció a personas afectadas, incluso amigos cercanos que habían perdido a seres queridos por su causa. Decidió hacer algo más por estos enfermos, ayudarles a mitigar de alguna forma su dolor, animarles, dignificarles, darles voz y presencia en la sociedad. Junto a un grupo de amigos fundó la Asociación Siempre AdELAnte y, desde entonces, sus travesías se transformaron en instrumento “para ayudar a quienes sufren la enfermedad más cruel del mundo”. Jaime nada por y para ellos. Porque ellos no pueden. Sus retos tienen ahora una causa mayor: “servir de micrófono a los afectados y conseguir recursos para investigación y cuidados paliativos”, a lo que se destinan el 100% de  los ingresos que se obtienen en cada travesía (principalmente donaciones particulares). Aparte lo económico, el objetivo es doble: animar e ilusionar a los afectados; y concienciar a la sociedad, recordarnos a todos que la ELA existe.




Jaime tiene clara cuál es su misión: “Mi verdadera fortuna ha sido emprender esta andadura con la Asociación Siempre AdELAnte y desde el primer momento he conocido a algunos afectados por ELA y familiares que han ido reforzando este compromiso y ganas de hacer más y más cosas por ellos”. Ellos son su motor y su motivación, y su fuerza en los momentos de flaqueza: “Jaime, lo que te está pasando (frío, cansancio, agobio psicológico por pensar que no avanzas lo suficiente...) es algo pasajero, lo que no es pasajero es tener ELA. Así que, ¡sigueeee y hazlo por ellos!”. Él lo dice siempre: recibo mucho más de lo que doy.

Levantarse a las 6 de la mañana para entrenar cada día entre 2 y 3 horas antes o después del trabajo y fines de semana en mar abierto (verano o invierno) es duro, piensa Jaime. Nadar durante 24 horas seguidas en aguas gélidas sufriendo picaduras de medusa por todo el cuerpo es más duro aún. Pero permanecer completamente inmovilizado durante años, soportando dolor, impotencia, desesperanza, depresión e incluso sentimiento de culpa (la familia también se lleva su parte), no es comparable a ningún sufrimiento pasajero. “Por muy mal que lo haya pasado, a mí se me va en dos días; pero lo suyo es todos los días, para toda la vida”. La enfermedad más cruel del mundo.


Son muchos los enfermos de ELA a los que Jaime ha conocido a lo largo de estos años. Algunos, familiares cercanos. Otros, nuevos amigos para toda la vida. Fran Otero es alguien muy especial para él. Y su mujer, Damaris. Fran padece la enfermedad desde hace 19 años. Su cuerpo está completamente paralizado, pero conserva intactas las ganas de vivir, la ilusión, el humor. Damaris es farmacéutica y se pide todos los turnos de noche para poder estar durante el día con su marido. Ella es su sostén, su ángel. Y la hija de ambos, la llama que mantiene viva sus vidas (la enfermedad llegó cuando apenas tenía 3 meses, hace 19 años). Fran es uno de los incondicionales de Jaime. Vive cada travesía como propia (porque lo es, en realidad) y es quien más anima a Jaime en las horas de bajón. La última vez, en aquellas durísimas millas finales en el Canal de la Mancha, soportando el frío (su temperatura corporal bajó de los 32 grados), el dolor intenso de las picaduras de medusa, las corrientes, la desorientación, la sensación de no avanzar, la desesperación…  “lo que hizo que no abandonara fueron los mensajes de ánimo que me iba lanzando Fran y que me transmitían desde el barco de apoyo. Yo pensaba: para escribir esa frase ha tenido que estar horas, dictando letra a letra con un dispositivo especial que tiene en el ojo; y yo aquí quejándome del frío. ¡Ale, p’alante! Esto pasará, pensé, el frío, las medusas, el cansancio… y me acordaba de mi tío, del padre de mi amigo Gonzalo Artiach, de Fran y de todos los demás enfermos de ELA… ellos son los que consiguieron que terminara la travesía. Ellos son los que consiguen que termine todas las travesías”. Fran lo dice con sus propias palabras: “Llevamos unos cuantos años nadando juntos, y tengo que reconocer que sigo sintiendo la misma emoción, o más grande aún, si es posible, cada vez que nos embarcas en un nuevo reto. A tu lado lo inalcanzable se vuelve esperanzador. Mientras nades, nadaremos a tu lado, poco importa si son unas horas de entreno o 24 horas cruzando el durísimo Canal de la Mancha. ¡Gracias por decir bien alto que el ELA existe!”

Jaime aún no sabe cuál será su próximo desafío. Quiere que sea algo grande, impactante, que genere repercusión y notoriedad. No sabe tampoco si logrará terminarlo con éxito. Aunque eso no importa. “Cada uno debe considerarse admirable no por el reto conseguido, sino por el solo hecho de haberlo intentado”. Sobre todo, cuando la causa es tan admirable como la suya.


 Nota: Esta historia está incluida en mi libro "La muerte del egoísmo" (Ed. Palabra)