Vivimos tiempos
de desconcierto. La trágica muerte de George Floyd, asesinado por un policía en el momento
de su detención, ha encendido una llama de protesta y violencia que está
asolando las calles de EEUU y recorriendo ciudades de medio mundo. La
indignación contra el racismo policial -justificada- ha mutado en odio fanático
contra todo lo que huela a yanqui, y a republicano, que al final es de lo que
se trata (convenientemente manipuladas las masas). El asesinato de una persona
por otra persona en una ciudad a miles de kilómetros ha provocado un tsunami
que se ha extendido por todo el mundo en días. Incluida España. ¿Contra el
racismo? ¿Contra la policía? ¿Contra los supremacistas? ¿Contra EEUU?
¿Contra no se sabe qué pero hay que estar? Hay quien propone incluso
quitarle los Oscars a "Lo que el viento de llevó" y hasta prohibir la
proyección de la película por siempre jamás, acusándola de racista y
esclavista. Y digo yo, ¿prohibimos también la novela de Margaret Mitchell? ¿Y
después qué? ¿Quemamos La
cabaña del Tío Tom? ¿Y las cintas de Tarzán, o El nacimiento de una nación?
¿Repudiamos a Morgan Freeman por prestarse a participar en Paseando a Miss Daisy? ¿O a Ian Flemming por no pensar en un Bond de raza negra
en los años 50? Pues no. Dejemos que el cine y la literatura cuenten la
Historia como la vivieron quienes la protagonizaron. O como les dé la gana
contarla. Y tengamos la suficiente madurez, inteligencia y sentido común como
para aprender de cada una de esas obras, muchas de ellas inmortales. El racismo
siempre ha estado ahí, enquistado en la sociedad norteamericana desde la
llegada de los colonos al nuevo mundo, pasando por la conquista del Oeste, la
guerra civil, el nacimiento del Ku Klus Klan, o la segregación racial de los
años 60. Y la literatura y el cine también han estado ahí, para contarlo a su
manera. Casi siempre de forma magistral. Dejemos que sea así. Y en lugar de
dedicarnos a censurar, prohibir y quemar la Historia (o las calles), creo que esta es una magnífica ocasión para reflexionar sobre
el racismo en el cine norteamericano y su relación más o menos directa con la
sociedad de cada época.
En efecto, desde los albores de
la industria, tanto actores como personajes de raza negra han sido
sistemáticamente marginados, encasillados y discriminados. Pero ¿era el cine
quien los marginaba, o era la sociedad de su tiempo? En 1903 ni siquiera se
contemplaba la posibilidad de un actor negro, y si el argumento requería
personajes de color, estos eran interpretados por actores blancos con la cara
tiznada, como en la adaptación cinematográfica de La cabaña del tío Tom, de
Edwin S. Porter, basada en la famosa novela de Harriet Beecher Stowe.
Cuando pocos años después los
negros alcanzaron esa minúscula conquista social, el asunto no mejoró en
exceso, precisamente. Los papeles reservados a los actores negros serían
invariablemente de criados, bufones, bestias incivilizadas o simplemente
retrasados, a las órdenes del paternalista hombre blanco, que era quien tenía
potestad sobre su vida y su muerte. Una de las más grandes obras del cine
universal, El nacimiento de una nación
(1915), de D. W. Griffith, es un claro paradigma de este racismo radical: el
negro es aquí un ser depravado, violento y lascivo, que sólo puede ser feliz
sometido, esto es, en estado de esclavitud; la Guerra Civil y la llegada de
esclavos liberados del Norte corromperá esa felicidad, dando salida a toda la
bestialidad inherente a su raza, que sólo puede ser restaurada y controlada con
la llegada del “imperio invisible” (el Ku Klux Klan), defensores de la virtud,
el honor y el glorioso pasado de la raza blanca. Hasta aquí la película de
Griffith. Pero, ¿y la sociedad? Cuentan las crónicas de la época cómo los
espectadores aplaudían frenéticamente a los caballeros blancos cuando aparecían
en pantalla y abucheaban con rabia a los negros. Y aunque un año después
Griffith se desmarcó de su presunta xenofobia con su siguiente obra maestra, Intolerancia, la sociedad
norteamericana, y por ende su cine, tardaron unas décadas más.
Como demuestran, una detrás de
otra, las míticas películas de Tarzán
protagonizadas por Johnny Weissmuller, en las que la vida de un porteador negro
valía menos que la bala que lo mataba por no querer avanzar (“con unos
latigazos hubiera bastado”) o que la carga que se despeñaba con él por el
vertiginoso desfiladero. Algo empezó a cambiar con otra película inmortal, Lo que el viento se llevó (1939), a
pesar de sus supuestos tintes racistas. Aquí los negros sólo eran esclavos y,
como tales, vivían agradecidos a sus amos y más felices incluso que algunos
blancos menesterosos; tal como sucedía en la época que retrata magistralmente
la novela de Margaret Mitchell. Sin embargo, la obra magna de Selznick logró
dar un paso de gigante en aras de la no discriminación racial: la oronda actriz
Hattie McDaniel (Mammy) obtuvo el primer (y merecidísimo) Oscar otorgado a una
actriz de raza negra. Un logro que no se repetiría hasta 1963 (año del mítico
discurso de Martin Luther King), en que Sidney Poitier lo ganó por su papel
protagonista en Los lirios del valle.
Ni siquiera el mismísimo Walt
Disney se libró de ser acusado de racista empedernido con su aparentemente
inocente musical Canción del Sur
(1946), que los Defensores de los Derechos para la Gente de Color (NAACP)
llamaron a boicotear por considerar que contribuía a mantener el tópico del
idílico Sur preguerra y del negro feliz en estado de esclavitud. Algo
comprensible en aquellos tiempos en que las personas de raza negra carecían de
los más elementales derechos civiles en los Estados Unidos: al propio actor
protagonista, James Baskett, no le fue permitido asistir a la premier de la
película en Atlanta, por ser negro: la ley del Estado le prohibía incluso
alojarse en un hotel.
Y es que hasta bien entrados los
años 60, la sociedad blanca estadounidense no estaba preparada para convivir
con sus compatriotas de otras razas, muchos años después del heroico viaje en
autobús de la estudiante Rose Parks, en 1955. Es esta década profusa en
películas concienciadoras y, de alguna manera, reparadoras. Hollywood entona un
‘mea culpa’ a la par que lo hace la sociedad americana. Matar un ruiseñor (1962) nos
muestra a un hombre blanco nada heroico –a priori- que está dispuesto a jugarse
la vida por un hombre negro, acusado injustamente; al igual que en La jauría humana (1966),
donde es el sheriff (Marlon Brando) quien casi pierde la vida por tratar de
poner fin a la caza de un hombre negro que, simplemente, pasaba por ahí en el
momento equivocado. Pero es la llegada del actor Sidney Poitier el hito que
empieza a marcar la diferencia real entre el estatus del eterno papel
secundario y marginal reservado a los actores de color y los primeros
personajes protagonistas en los que, además, el hombre negro puede ser elegante,
educado, inteligente e incluso atractivo. Poitier se convirtió en paradigma del
cine reivindicativo, con películas decisivas como Fugitivos, En el calor de la noche, Rebelión
en las aulas o la inolvidable Adivina
quién viene esta noche (que osa plantear incluso el matrimonio
interracial).
A partir de ahí, la cosa se animó
y en la década de los 70 actores, directores y productores afroamericanos
crearon su propia industria cinematográfica (y musical), realizando películas
de negros para negros; un fenómeno social que fue bautizado como Blaxploitation
(Cotton Comes to Harlem, Shaft, Black Caesar,
Blacula, Foxy Brown…). Esta estela de color fue seguida en los
80 y 90 por una generación de directores encabezada por Spike Lee y John
Singleton, primer director negro en la historia en ser nominado para el Oscar (Los chicos del barrio, 1991).
Y aunque en los últimos tiempos Hollywood ha producido infinidad de películas
contra el racismo (Arde
Mississippi, El color púrpura, Amistad, American History X, Invictus, Criadas y
Señoras, Django desencadenado…), y los actores de color han
ganado en prestigio y dólares, lo cierto es que en 80 años sólo ocho de ellos
han sido merecedores del Oscar (los últimos, Lupita Nyong'o, mejor actriz de
reparto por 12 años de esclavitud, y Mahershala Ali, mejor actor de reparto por Green Book ); y
eso, hoy por hoy, no tiene trazas de cambiar.
Al final, la evolución de las
minorías raciales en el cine norteamericano no es sino reflejo directo de la
propia evolución de su sociedad y de las leyes que han promovido o evitado la
integración. Pero ello no significa que no se realicen buenas películas,
incluso grandes películas, con o sin polémica inherente. Luego, que cada cual
extraiga sus propias conclusiones. ¿O es que acaso seríamos mejores personas si
no hubiéramos visto Paseando a
Miss Daisy?
Este trabajo presentado nos permite visualizar como ha sido difícil que los norteamericanos de raza blanca aceptar convivir pacíficamente con sus hermanos de las otras razas, especialmente con los de raza negro. Aunque el mestizaje racial, lingüístico y cultural ha sido muy lento estamos siendo testigos que poco a poco la nación norteamericana va adquiriendo los sabores, colores, gustos, tradiciones, costumbres de estas razas que han contribuido a lograr maravillosas fusiones en la música, en el arte, en el cine, en la formas de gobernar, allí tenemos el ejemplo de Presidente Obama. Lo que nos toca ahora a cada habitante de este planeta mirar con respeto a todos hombres y mujeres sin importarnos de qué raza sean sino mirando la sabiduría y generosidad de su corazón,
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