La historia de Lucía es una hermosa historia de amor. La historia de amor entre una joven cántabra que vivía una vida normal y confortable, recién licenciada en Ciencias Gastronómicas, y unos niños haitianos que vivían un infierno de miseria, esclavitud y prostitución; de madres que se ven obligadas a regalar a sus hijos. De cólera. De huracanes. De HAMBRE. Lucía Lantero llegó a la región más pobre del país más pobre del continente americano para hacer voluntariado durante tres meses. Pero después de lo que allí vio y vivió ya no se pudo marchar. Decidió montar un orfanato para sacar a esos niños de su infierno y ofrecerles una mínima seguridad, que ellos a su vez han transformado en infinita felicidad.
Hace 6 años, por una de esas casualidades de la vida, Lucía
fue a parar a Haití; concretamente al punto fronterizo más pobre y alejado del
mundo que llamamos civilizado. Haití, olvidado por ese mismo mundo civilizado
durante décadas, salió a los medios de comunicación en 2010 a raíz del
terremoto que asoló el país. Pero antes ya era uno de los países más pobres del
planeta, un territorio asolado por la miseria, la deforestación y el
hambre.
El hambre.
Lucía viajó hasta aquel rincón perdido y olvidado porque
creía que podía aportar algo, ayudar a mitigar ese hambre atroz con sus
conocimientos de agricultura y conservación de alimentos (allí, para tratar de
engañar a sus estómagos, los haitianos comen galletas de barro). Tres meses de
voluntariado, pensó, serían suficientes. Pero a su llegada, la vida le dio un
giro de 180º. Porque lo que allí encontró fue un país completamente derruido,
asolado por el terremoto, cuyas casas (por llamarlas de alguna forma)
fabricadas con adobe, barro, paja y excrementos de burro, duraron lo que un
castillo de naipes frente a una galerna. Dos millones de personas lo perdieron
todo (casa, vida, familia, esperanza). Para la mayoría, la única salida era —y
es— atravesar la frontera y llegar a la próspera República Dominicana donde,
con suerte, podrían trabajar en régimen de semi esclavitud en los cañaverales o
en cualquier otro boyante negocio del país vecino.
Alexis, un amigo francés al que Lucía conoció en su época de
estudiante, la convenció para ir a Haití, a colaborar en un proyecto sobre
semillas y deforestación. Lucía aceptó. Planificó su estancia y comenzó su
periodo de voluntariado con la idea de regresar a España a los tres meses. Sin
embrago, el destino le tenía reservados otros planes.
Tras el terremoto, la situación aún podía empeorar en Haití.
A la cólera, el hambre y el pillaje se sumó una tormenta tropical que terminó
de arrasar el país. A Lucía y sus compañeros les aconsejaron refugiarse en
República Dominicana, que se encontraba a sólo unos minutos. Y es precisamente
allí donde Lucía encontró la nueva razón de su vida: niños haitianos perdidos
por las calles, tirados por las calles, hambrientos y desamparados. Sucios,
descalzos y harapientos. Alexis y ella les acogieron y les dieron de comer pan
y zumos; los niños les contaron su historia, cómo sus madres tienen tanta
hambre que se ven obligadas a regalarlos para al menos intentar sobrevivir por
separado, ellas y sus hijos. Niños abandonados a su suerte que probablemente
sepan que van a acabar víctimas de la esclavitud, de la prostitución, del
tráfico de órganos. En cualquier caso, son dinero. La ley de la supervivencia.
No me puedo volver
En medio de aquella miseria, Lucía se dice: “No me puedo volver”. No, no puede dejar abandonado a “Chiquitín”; o a ese otro niño que le confiesa cómo le viola un hombre todas las noches; o al que le cuenta cómo transcurren sus días buscando comida donde no existe, expuesto a las enfermedades, sin hogar, sin familia, viviendo una infancia sin vida, ni presente ni futura.
En medio de aquella miseria, Lucía se dice: “No me puedo volver”. No, no puede dejar abandonado a “Chiquitín”; o a ese otro niño que le confiesa cómo le viola un hombre todas las noches; o al que le cuenta cómo transcurren sus días buscando comida donde no existe, expuesto a las enfermedades, sin hogar, sin familia, viviendo una infancia sin vida, ni presente ni futura.
Resuelta a encontrar una solución, Lucía empieza a remover
Roma con Santiago para proporcionar un hogar a esos niños. Gracias a las
gestiones del padre Antonio se reúne con las administraciones y ong’s. Tiene
unos ahorros, que pone a su disposición. “Les dije: tomad mi dinero y hacéis lo
que podáis”. Hay lugares en los que, en efecto, las cosas suceden así. Pero no
allí. Allí, o lo haces tú o nadie lo va a hacer por ti. No existía un orfanato,
ni un centro de acogida ni nada semejante. “¿Cómo puede ser?”, se pregunta
Lucía. Pero tampoco existe respuesta. Decide quedarse y ayudar a esos niños
desamparados. “No puedo conseguir que sean felices, pero sí que esta noche no
les violen, que esta noche no les peguen”. Ahora es ella la que convence a Alexis
para que se quede a ayudarla.
Regresan los dos a Haití, al otro lado de la frontera, en busca de una casa que haga las veces de hogar y encuentran una que estaba en construcción, sin ventanas ni puertas, sin suelo; pero hay un techo, al menos. Y paredes. Piensan Alexis y Lucía que han cruzado la frontera solos, pero a sus espaldas escuchan una voz que les llama a gritos: “¡¡Lucíaaa, Lucíaaa!!”. Son los niños, que han atravesado la frontera ante el temor de que no volvieran sus recién encontrados ángeles.
El comienzo no fue fácil en absoluto. Los niños estaban
asilvestrados. No habían recibido educación, ni cariño. Para la sociedad eran
ratas. Además, Lucía y Alexis no sabían nada de ong’s, ni de leyes, ni de
permisos… Compran material de construcción y tienen que dormir en tiendas de
campaña junto a ese material para que no se lo roben por la noche. Pero esa
noche, por primera vez en su vida, los niños duermen tranquilos. El padre
Antonio consigue cinco colchones y, también por primera vez, duermen en blando;
no saben qué hacer con las sábanas, es algo extraño para ellos; juegan con
ellas, se pelean con ellas, se pierden entre tanta blanca suavidad, pero
duermen felices.
Lo peor, sin embargo, llegó de donde menos lo esperaban.
Desde organizaciones supuestamente amigas surgen voces críticas hacia su labor:
“¿Qué hacen, si no saben nada de estos niños? No tienen conocimientos de
psicología, no pueden quitarles sus armas naturales, ni crearles falsas
esperanzas”. Lucía y Alexis hacen caso omiso. Tiran para adelante como
buenamente pueden. No es fácil, ni mucho menos. Otro problema añadido era la
propia agresividad de los niños. La miseria hace asomar lo peor del ser humano.
Se pelean con machetes, cuchillos, botellas. Es lo que han visto en sus
mayores. Es lo que han aprendido para defenderse. Y allí todos son potenciales
enemigos. Son miles de niños huérfanos por todo el país, víctimas del terremoto,
de la cólera… y de sus propias familias: “allí las parejas no duran mucho
tiempo, y cuando la madre se vuelve a casar, el nuevo padre no quiere a esos
niños, los vende, los maltrata”.
Son momentos muy duros. Pero su decisión de quedarse y
continuar luchando es inalterable. Llega al orfanato la tía de Lucía, Marta,
que resulta ser un bálsamo de moral, de tranquilidad y de disciplina: “¡Hasta
que no estén todos sentados no se come!” Fue el primer día que comieron
sentados, ¡y con tenedores! La tía Marta trae también dinero, experiencia y, lo
más importante, esperanza. Una ayuda extra que a Lucía le da la vida. Pero no
pueden con todo; el dinero se acaba pronto, los recursos escasean, las fuerzas
menguan. Se sienten solos, diminutos ante una empresa tan inabarcable.
Buscan ayuda en otras ong’s y en la administración, pero
incomprensiblemente se estrellan contra un muro de insolidaridad. Les llegan a
acusar de no ser legales, de aprovecharse de los niños. “Dudaban de nosotros;
pensaban que estábamos haciendo dinero con ellos… ¡incluso violándolos!” Tienen
que profesionalizarse si quieren recibir apoyo y ayudas. “En España,
Quatrecasas nos adoptó, nos ayudó a tener marco legal y a regularizar nuestra
situación”. Finalmente se convierten de forma oficial en Ayitimoun Yo (“Niños de Haití”), una Asociación Sin Ánimo de
Lucro.
Cuando todo cobra sentido
Los niños están felices, porque tienen protección, porque comen todos los días. “Cuando comen son felices. Mil veces más que nosotros. Porque se preocupan del hoy, no del mañana. Mientras tengan comida y no tengan ninguna enfermedad, son felices”. Esa es la clave, vivir el presente. Lucía lo sabe también: “si yo hubiera pensado en el mañana no habría hecho nada. Cuando piensas en el mañana dejas de pensar en lo que es importante hoy”. Empiezan a organizarse, a establecer horarios; los niños comienzan a ir al colegio, que para ellos es un auténtico lujo: se visten de punta en blanco, devoran los libros. Saben lo importante que es la educación. Saben que es la única salida.
Por fin, todo parece cobrar sentido. La lucha, el esfuerzo, la esperanza. Pero la tragedia se cierne de nuevo sobre el país. Es su sino. A la isla llegan casi seguidos dos huracanes de nivel 2. Gracias a la inestimable ayuda de los Cascos Azules y los voluntarios, los niños permanecen a salvo en el interior de un container. Afuera, los destrozos son brutales. No queda nada. Ni un saco de arroz, ni una cabra, ni agua, ni carreteras, ni un gramo de esperanza.
Pero la vida ha de seguir. La suya y la de los pequeños.
Pasan los meses, un año, dos años. Lucía y Alexis,
flanqueados por su pequeño ejército de voluntarios, llevan ya 2 años y tres
meses en la isla. Ahora tienen más confianza y experiencia, pero ello no impide
que la vida se haga más dura a cada instante. La madre de Lucía les visita por
primera vez, pero no elige el mejor momento: la dueña de la casa les ha subido
el precio del alquiler hasta una cifra que ellos no pueden pagar… y tienen que
abandonar el que ha sido su hogar durante tanto tiempo. Se quedan en la calle.
Y, lo que es peor, saben que nadie les va a alquilar una casa. No son muy
populares por allí. La salvación llega a través de una monja a la que conocen,
que les deja un terreno y los Cascos Azules les prestan tiendas de campaña. Las
autoridades —corruptas— les amenazan con quitarles a los niños. Y lo hacen
delante de los propios niños. La cara de terror se refleja en sus rostros:
saben demasiado bien cuál es su destino si Lucía no se ocupa de ellos (algunos
han encontrado bidones llenos de huesos… los restos inservibles del tráfico de
órganos que son quemados tras extraer la parte valiosa).
Pero lo peor no es el miedo, es la angustia constante por
conseguir fondos, por recaudar dinero suficiente para aguantar un día más, una
semana más. La solución llega a través de un primo de Lucía, que graba un vídeo
sobre Ayitimoun Yo y lo cuelga en internet, a la búsqueda desesperada de
ángeles anónimos. A través de una web de crowdfunding recaudan 72.000 dólares
en sólo dos meses. Gentes de Tokio, Nueva York, de Chile, de Perú, de todas
partes, hacen pequeñas donaciones por el simple hecho de que creen en Lucía, en
su historia, en su sinceridad. “Ahí volví a confiar en que la gente, cuando
sabe lo que sucede, colabora en lo que puede”. Ese dinero les permite
continuar, comprar un trozo de tierra y empezar a construir su propio hogar. Tienen
un proyecto agrícola, pequeñas cosechas que les van a ayudar a ser
autosuficientes: tomates, patatas. Han aprendido a plantar semillas, y eso les
va a dar la vida en un lugar donde no existe apenas comida. También han
proporcionado trabajo a los padres, construyendo canales para el agua o
edificando la casa, que está ya casi terminada del todo.
Lo que cuenta es el día a día.
“Hay un proceso emotivo que nadie nos ha enseñado. No te
enseñan a lidiar con las emociones de la empatía. Pero esa es la verdadera
humanidad. Hay que dar un paso más: querer conocer, poder sentir lo que siente
la otra persona. Hay que saber más,
qué pasa con todos y cada uno. Tenemos esa responsabilidad. Debemos mirar más
hacia abajo; no hacia arriba, a los que tienen, sino a los que no tienen nada.
La suerte que tenemos de haber nacido aquí es una responsabilidad para los que
no han tenido tanta suerte”. Lo más importante, nos recuerda Lucía, es la
empatía. Pero una empatía que se transforme en acción.
Lucía Lantero renunció a su vida, “pero ha merecido la pena
cada segundo. Estaba convencida de que no iba a ser feliz, pero cuando renuncias a tu zona de
confort y superas el miedo te das cuenta de que la felicidad no es un objetivo,
sino una consecuencia de vivir con valores. Cuando vives haciendo lo que crees
que es justo, la felicidad llega sola; porque la felicidad es una consecuencia
de tus actos”.
La consecuencia de la entrega de Lucía es que estos niños
han dormido tranquilos, sanos y a salvo durante todos estos años. “Para ellos
es el día a día lo que cuenta. Y yo me siento afortunada porque me han dado la
oportunidad de ser instrumento para los demás. Tienes que dejar de pensar en
ti, ni siquiera para mirarte en el espejo. Olvidarte totalmente de ti, porque no hay nadie más
ahí”. Y, porque si ella no está, esos niños lo pierden todo. Otra vez.
La otra gran lección de Lucía es que no hay nada que sea imposible. “Si yo (una inepta en casi todo y desde luego nada preparada) he podido llegar hasta aquí, no hay nada que no pueda hacer cualquiera”. Aunque, reconoce, en más de una ocasión ha pensado que ahí ha habido algo más: “Yo lo llamo milagro. Sí, estoy convencida de que Dios ha tenido mucho que ver en esto”.
Para Lucía volver a España no es una opción, salvo que sea
para recaudar fondos. “Ellos están ahí porque yo estoy con ellos.
Sencillamente, no puedo volver”. Ella no se siente una heroína, ni una víctima,
ni mucho menos una fracasada. Sino una persona inmensamente feliz, porque está
donde quiere estar, con aquellos a los que quiere. “El éxito es obtener lo que
se desea, la felicidad es disfrutar lo que se consigue”, cita a Emerson. Una
frase que define plenamente el estado actual de Lucía, y que justifica su
sonrisa (“Si sonríes a la vida, la vida te sonríe”, dice). Sobre todo teniendo
en cuenta que su único miedo (“¿Qué pasará con mi vida si me caso y tengo
hijos?”) ya no tiene cabida: Lucía se casó hace dos años con Yago, y hace unos
meses nació su primer hijo. La decisión, por supuesto, es vivir en el que ya es
su hogar, en Haití. Allí, la familia seguirá creciendo. En número, en
felicidad, en valores. Eso es lo que de verdad importa.
Ayitimoun
yo (AYMY) no tiene
subvenciones ni ayuda oficial de ningún tipo, sobrevive únicamente por la
generosidad de donantes particulares. Así que si
quieres colaborar, es tan fácil como entrar en su web y hacerte socio o realizar
el donativo que quieras. Tu recompensa serán unas cuantas sonrisas de
infinito agradecimiento.
También es importante que sepas que cada céntimo recaudado
está destinado íntegramente a los niños; tanto Lucía y Alexis como los
voluntarios y colaboradores se pagan su manutención, sus gastos y sus viajes.
Aquí no hay dietas, ni sueldos, ni comisiones… ni euros que se van quedando por
el camino.
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