Los músicos callejeros son habitualmente despreciados por los
insensibles viandantes de las grandes ciudades o, en el mejor de los casos,
simplemente ignorados. Algunos de ellos son molestos, es cierto; pero muchos
otros poseen enorme talento, cuando no auténtica genialidad. Sólo nos piden que
nos detengamos un minuto, que escuchemos su música y que, si acaso, echemos una
moneda. Muy poco para lo mucho que ellos dan.
Son muchos los músicos que
deleitan con su talento nuestro acelerado ir y venir en metros, parques, calles
y plazas de las grandes ciudades. No cuentan, claro, los moscones desesperantes
del acordeón y el organillo; hablamos de música, no de zumbidos. Sin embargo,
el arte de estos músicos –a menudo inmenso- no siempre es apreciado en su justa
medida; tal vez sea por ignorancia o falta de sensibilidad; o quizá por esta
vida a contrarreloj que sufrimos y nos impide detenernos simplemente un par de
minutos, escuchar y disfrutar de la belleza. La respuesta a esta pregunta es lo
que pretendió averiguar el Washington
Post a través de un curioso experimento: colocó a Joshua Bell, uno de los violinistas más prestigiosos del mundo, en
el vestíbulo de una transitada estación del metro de Washington, en plena hora
punta; el músico callejero (por un día) estuvo haciendo gala de su virtuosismo
durante casi una hora ante los indiferentes transeúntes. Más de mil personas
pasaron frente a Bell y apenas una decena se detuvieron a escuchar las
maravillosas piezas de Bach y Schubert interpretadas por el maestro
con un Stradivarius "Gibson ex
Huberman", único en el mundo y valorado en tres millones de dólares. Solo
una mujer, que reconoció a Bell, se detuvo a escuchar durante varios minutos y
luego charló con él unos instantes. Los otros mil y pico pasaron de largo a
toda velocidad –la velocidad habitual- sin girar la mirada siquiera.
Probablemente sin oír la magia siquiera.
Idéntico
experimento se realizó en el metro de Madrid, de la mano del violinista libanés
afincado en España Ara Malikian, y tampoco
en esta ocasión apenas se detuvo nadie, salvo un par de transeúntes con poca
prisa y quizá algo más de sensibilidad; ni siquiera los más caritativos, que
lanzaban a la carrera unos céntimos en la funda del violín, cuya recaudación
final sumó 5,35 euros. Ara Malikian,
sin embargo, agradece la experiencia y reivindica el talento de sus colegas de
la calle: “Tocar en lugares como estos es una verdadera vocación y hay
intérpretes muy buenos”. Y tiene razón. Los metros, plazas, callejuelas y
parques del mundo están repletos de grandísimos músicos, ya sean jóvenes en busca
de una oportunidad, exmúsicos profesionales caídos en desgracia o, simplemente,
homeless de portentoso talento
natural.
Tal es el caso de Damián Salazar, un
joven virtuoso de la guitarra eléctrica que toca en la calle Florida de Buenos
Aires y que a sus 19 años de puro talento se ha convertido en una verdadera
celebridad, interpretando con su peculiar estilo los más famosos punteos de
artistas como Guns and Roses, Dire Straits, Scorpions o Pink Floyd. Lo mismo que Tim, maestro
del punteo bluesero, y ya una leyenda
callejera en su desnudo escenario de piedra, a los pies de la Ópera de la
Bastilla en París. Algunos años más tiene el simpático abuelo que interpreta Johnny
Be Goode en una calle de Bruselas, acompañado únicamente de su guitarra
acústica, su barba de Papá Noel y una inquebrantable pasión por los clásicos del
rock&roll. John William Windham,
también abuelo, tocaba el blues con el corazón en las aceras de San Francisco,
entre el parque junto al estadio de los Giants y la tercera parada de autobús
de la 22; vivía en la calle desde hacía años y allí fue robado y asesinado en
2007; pero los que le escucharon tocar aún recuerdan su sempiterno cigarrillo
colgado de los labios, su mirada pícara y su blues de alma negra al más puro
estilo Mississippi, donde había nacido 70 años atrás.
Otra vieja gloria de las
estaciones de metro y autobuses de Nueva York es conocido y reconocido como Danny Small. Una voz portentosa
que interpreta con maestría clásicos del soul (Jackie Wilson, My Girl, Sitting
On The Dock Of The Bay, Without You In
My Life…), y que encandila a cualquier mortal que pase por ahí y tenga
un mínimo gusto por la buena música. “Nunca aprendí a cantar; simplemente
escucho una canción y la interpreto. ¡Canto sin cantar!” dice, y se ríe. Danny
llegó a tener una banda, pero ahora vive en el metro, en algún punto entre
Harlem y el Midtown. Y es feliz, porque ama cantar y en cada “concierto” reúne
a su alrededor unas decenas de agradecidos admiradores de ese talento inmenso y
generoso.
Lo mismo que el mítico Grandpa Elliott, un icono de las calles
de Nueva Orleans durante décadas; su voz, su armónica y su reconfortante
presencia han tocado incontables corazones a lo largo de los años, y
especialmente tras el devastador paso del Huracán Katrina. Hoy, el anciano y
jovial Grandpa ha dejado la calle para ser el alma de una peculiar banda
formada por músicos callejeros de todo el mundo, unidos en un movimiento cuya
misión es tratar de cambiar la sociedad a través de la música. Su nombre, Playing for Change Fundation.
La
idea nació hace una década, cuando la abogada, coreógrafa y actriz Whitney Kroenke conoció al productor
musical y director Mark Johnson en
Los Angeles y juntos dieron forma a este proyecto. Mark había perfeccionado un
estudio móvil con el que grababa a músicos callejeros de todo el mundo
interpretando una misma canción, cada uno con su instrumento o su voz, para
luego combinar sonido e imagen en un original, multiétnico y maravilloso vídeo.
El primer capítulo se empezó a grabar y filmar en octubre de 2001 con el mítico
soul Stand By Me, de Ben E. King.
El estudio de grabación móvil empezó
a recorrer el mundo localizando músicos que ‘tocaran’ el corazón. Los primeros
fueron Grandpa Elliott, en Nueva
Orleans, y Roger Didley, conocido en
las calles de Santa Mónica como “la voz de Dios”; todo talento, alma y
dedicación, y cuya interpretación de Stand By Me
sobrecogió el corazón de Mark y le convenció de que el proyecto debía seguir
adelante (“esta canción dice: no importa quién seas, no importa dónde vayas, lo
único importante es que tengas alguien a tu lado” introduce Didley al comenzar su
canción). A ellos se fueron uniendo la tabla de lavar de ‘Washboard’ Chaz (Nueva Orleans), la voz de Clarence Bekker (Amsterdam), la percusión tribal de Twin Eagle Drum Group (Nuevo México),
la pandereta de François Vigué
(Toulouse), la mandolina de Cesar Pope
(Río de Janeiro), el chelo de Dimitri
Doganov (Moscú) el coro africano de Sinamuva
(Congo), el saxo de Stefano (Pisa),
la batería de Kissangwa (Congo), las
guitarras de Geraldo & Dionisio
(Caracas), el contrabajo de Pokei Klaas
(Sudáfrica) y los bongos de Django Degen
(Barcelona).
Hoy
son ya 76 los episodios grabados por Playing for Change en las calles de
todo el planeta, cada uno de ellos una auténtica e inspiradora joya musical. Fieles
a su lema “conectando al mundo a través de la música”, han creado una banda
liderada por Grandpa Elliott y formada
por músicos africanos, europeos y americanos que recorre el mundo alegrando los
corazones e iluminando las almas de cientos de miles de personas, y recaudando
fondos para ayudar a músicos sin recursos y otros proyectos solidarios. Cuando
regresen a España no se lo pierdan, les tocará de lleno.
“La música nos rodea. Lo único
que tenemos que hacer es escucharla” sentencia el portentoso y precoz August Rush en esa maravillosa oda a la
música como forma de vida —en la calle, en un club o en un auditorio— que es El triunfo de un sueño. Una película
imprescindible para todos aquellos que nos detenemos unos minutos a escuchar el
talento callejero, sólo por el placer de escuchar buena música.
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