«You can stand me up at the gates of hell / But I won't back down / And
I'll keep this world from draggin' me down / Gonna stand my ground and I won't
back down». 23 de noviembre de 2019, Wizink Center. Fin de gira La
Maravillosa Orquesta del Alcohol. Lleno hasta el último centímetro del
recinto. Sold Out total. 15.000
espectadores esperan ansiosos la salida al escenario de siete chavales de
Burgos (bueno, hay un palentino y un gallego). La expectación –la emoción, la
ilusión- se palpa en el ambiente. Se ve, se siente, se respira. Por megafonía
suena la vieja canción de Tom Petty, en la voz solemne y poderosa
de su amigo Johnny Cash. Es el
último tema antes de la aparición de la banda. Pero no es una canción más. Ese
«no retrocederé / voy a mantenerme firme / no me daré la vuelta / y evitaré que
este mundo me arrastre» es una reivindicación en toda regla, una declaración de
principios, una afirmación contundente y
desafiante tras nueve años de largo caminar: «Aquí estamos, hasta aquí
hemos llegado; ha sido duro, ha sido difícil, pero nos lo hemos currado, y de
aquí ya no nos baja nadie».
Hijos de Johnny Cash
Y es,
también, una reivindicación de su héroe, su guía, su inspirador musical y vital.
Del culpable de que todos ellos -Alvar,
Caleb, David, Jacobo, Jorge, Joselito y Nacho- se entreguen a esto de la
música de la forma en que lo hacen. Con pasión, con honestidad y carretera.
Muchos kilómetros de carretera.
No te olvides de dónde vienes
Cash fue un currante de la música, y de la vida; lo fue desde su infancia en los campos de algodón de Dyess, Arkansas, hasta su muerte, mientras grababa ese superlativo tributo a la música y a los músicos (viejos y nuevos) que conforman sus American Recordings. Otro de los valores que han heredado sus “hijos”. Lo del uniforme de los conciertos (camiseta blanca de tirantes) no es capricho ni casualidad. Me lo cuenta Nacho Mur, guitarra y mandolina de La M.O.D.A, entre cerveza y cerveza. Por un lado, la camiseta es un símbolo inequívoco de currante (como lo fueron sus abuelos cuando iban al tajo de sol a sol, homenajeados en el tema “1932”), icono de su origen rural y de clase trabajadora; también es una manera de reivindicar el grupo como un bloque, sin individualismos, todos igual sobre el escenario; y, además, es la reivindicación de la música por encima de disfraces, postureos o artificios; nada que distraiga de lo esencial, de lo básico. Como el mismísimo man in black.
Nacho Mur es el miembro más reciente de la Maravillosa Orquesta. Se unió a la banda por una afortunada casualidad, hace unos tres años. Su único contacto hasta entonces había sido el vídeo, precisamente, de “Hijos de Johnny Cash”, con el que literalmente alucinó; más aún cuando les vio en directo («Vi una banda de amigos que tocaban algo diferente, con mucha energía, con mucha fuerza; y esas letras, la voz de David… Había algo muy de verdad ahí»). Nacho vivía ya en Madrid y andaba con su proyecto Faz (junto a Itziar Baitza); en una sesión de grabación conoció a Jacobo, batería de La M.O.D.A., quien le recomendó al resto del grupo («Un chaval que toca la guitarra y la mandolina y puede encajar muy bien»). Justo se les había ido el guitarrista, Adán, así que le propusieron unirse al equipo y, sin pensárselo, Nacho dijo que sí. No sabía aún el cambio radical que iba a suponer en su vida.
Él ya vivía de la música, desde los 16 años, cuando dejó su Palencia natal (un pueblo de 30 habitantes) y se estableció en Madrid. Una vida de nómada que le llevó por todos los recovecos del mundillo musical, armado únicamente con su guitarra, su talento innato y sus insaciables ganas de aprender. Se metió de lleno en el ambiente más rockero de Madrid, la Escuela de Música Creativa, las revistas especializadas, los pequeños locales («Libertad 8 era mi segunda casa. Ahí toqué todas las noches de los 20 a los 28 años»), curtiéndose como músico de sesión o girando con artistas consagrados (Cómplices, Manolo Tena), compartiendo talento y amistad con cantautores como Txetxu Altube y Dani Flaco, grabando, escuchando, aprendiendo (es un obsesivo estudioso de la música), produciendo a grandes nombres o a bandas emergentes (Nebraska)… Feliz de poder elegir su camino, de dedicarse a lo que más ama («Amar la música, eso es lo que significa ser músico»). Viviendo con pasión, inconformismo y curiosidad inagotable todo ese mundo ecléctico y enriquecedor, desde el folk al heavy, desde el rock clásico a los cantautores latinoamericanos, desde Paco de Lucía a Los Violadores del Verso. O desde Dylan a La M.O.D.A., con Kerouak en el bolsillo (solo que en lugar de la Ruta 66, aquí el camino fue la A-1, Burgos-Madrid. «La distancia nos acerca»).
En las tierras castellanas
Pero, a pesar de su impresionante trayectoria musical,
de su habilidad con la guitarra o la mandolina, fue su origen rural, la Castilla profunda, lo que más unió a Nacho con
su nuevo grupo. No te olvides de dónde vienes. «Formar parte de una banda
es algo más personal, tiene que ver con la afinidad, con haber vivido una
experiencia similar, con tener unos valores comunes, una misma visión de la
vida…». Porque las canciones de La M.O.D.A. hablan de lo que conocen, de lo que piensan y
sienten, o les preocupa, de su entorno, su gente; no se inventan
historias, son de primera mano, de verdad. Y eso, para Nacho y los demás, es
más importante que tocar bien la guitarra. De hecho, ni le llegaron a hacer una
prueba. En su primer ensayo ya formaba parte del grupo.
Fueron aquellos los
momentos previos al comienzo éxito. No habían llegado aún los festivales, las
grandes salas, pero empezaban a llenar pequeños y medianos locales. Y, lo más
importante, empezaban a congregar a un creciente grupo de fieles que conectaban
con sus letras, con sus mensajes, con su visión de la música y de lo que debe
ser un directo. El camino estaba claramente marcado, y ya nada les iba a
desviar de él.
Himno generacional
Y parte fundamental de ese camino, de esa carretera de
tan largo recorrido (el que llevan y el que les queda), son esa letras que salen del corazón y las
tripas de David y que luego hacen suyas el resto de la banda. Versos nada
fáciles para una generación acostumbrada a lugares comunes, a letras vacías o
simplonas, a mensajes “fast food”. Las
letras de La M.O.D.A.
van a contracorriente, como su música. Son profundas y complicadas, reflejan
inquietud y un cierto pesimismo, invitan a reflexionar, golpean conciencias
dormidas, a veces con verdaderos mazazos. Justo lo que no espera un veinteañero
al uso. Pero que, una vez le llega el mensaje, le empapa de arriba abajo. Y es
que esas también son sus voces. «Vuelven
a sonar las voces de la gente».
Por eso son
tantas las canciones de La M.O.D.A. que se han convertido en verdaderos himnos, coreados como una sola
voz y un solo corazón por cientos, miles de jóvenes en cada concierto, sus
héroes del sábado («Dónde están los que
pueden parar el mundo solo con mirar»). Un espectáculo que hay que vivir en
directo; un ritual puro, mágico, que crea una conexión brutal con el público,
venga de donde venga. Hay, cierto, mucha nube negra en sus letras («Píntalo todo de negro cuando busques una luz»),
mucho frío invernal, mucho desasosiego, incluso astillas en los dedos, pero
también hay lucha y esperanza («perdedores y perdidos, no vencidos»), redención y liberación, horizonte y mar…
y, sí, optimismo. «Se puede perder la vista, pero nunca la mirada». No habría
espacio aquí para resaltar tantos versos resaltables, basta con echar un
vistazo a dos o tres temas esenciales para desear descubrir mucho más (Himno
Nacional, La inmensidad, 1932, Héroes del sábado, Miles Davis…). O
basta con asistir a uno de sus conciertos para comprender el increíble poder
redentor, unificador e incluso terapéutico que tienen sus canciones. «Perder la voz cantando una canción es la
mejor medicación».
En lo alto de la montaña rusa
Después de 9
años de carretera, de miles de kilómetros y de horas de ensayo, de cientos de
conciertos (140 bolos seguidos en la última gira, Salvavida), de una carrera coherente y honesta como pocas,
y autogestionada para poder mantener su libertad creativa intacta, estos
marineros del destierro no han dejado ni un segundo de navegar. Ni de soñar. Y
ahora que están ahí, donde querían, «en ese instante en que la montaña rusa llega
arriba y no antes ni después», toca disfrutar el sueño. Porque se lo
merecen, porque esa subida en la montaña rusa no ha sido fácil, porque han
llegado ahí arriba sin ayuda, ignorados por los medios y por la industria,
currándose cada concierto, en España y más allá (Méjico, Colombia, Estados Unidos),
dándolo todo ante cuarenta personas o diez mil, sudando esas camisetas blancas
día tras día tras día.
El momento
es dulce, pero no hay lugar para la autocomplacencia. Quedan muchos sueños por
cumplir. Ahora hay que coger aire, me
dice Nacho, para seguir trabajando. Un pie delante del otro. Toca girar por
Méjico, Chile, Argentina; y preparar nuevas canciones (muchas horas de ensayo
en el local, en equipo; y luego cada uno por su cuenta, en casa). Nacho,
además, acompaña a Quique González
–uno de sus ídolos- en su nueva gira. Todo por la música. Como siempre, con
pasión, honestidad y carretera. Sin
olvidar, siquiera por un instante, de dónde vienen.
La gran
diferencia, mirando nueve años atrás, es que ahora no están solos en este
mundo. Ya no.
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