Fue mi descubrimiento de Poe. El primer
relato suyo que leí –devoré- con apenas 15 o 16 años. El que me enganchó desde
la primera lectura y convirtió a Edgar Allan Poe, el maldito, el
apasionado, en mi referente literario, en mi maestro, en mi mayor influencia
desde entonces y para siempre. For evermore. Luego llegaron los
demás relatos, los de terror, los de misterio, las fantasías humorísticas; y
sus poemas, de amor, desamor y muerte; y sus ensayos y críticas; y su única
novela. Y su vida, contada por otros; inventada, contrastada o exagerada por
otros. Una relación –de devoción, respeto y lectura continuada- a la que me he
mantenido fiel desde aquella primera vez. Desde el instante en que mis manos
abrieron la gruesa y magnífica antología de Cuentos de Terror –selección
y traducción de Rafael Llopis Paret, editada por Taurus en 1963- y
mis ojos se posaron en la página 169 y leyeron: SILENCIO. «Las
cumbres de las montañas dormitan; los valles, los riscos y las cavernas están
mudos».
Muchos años han pasado desde entonces.
Y Silencio sigue siendo mi relato favorito de Poe, que
releo con asiduidad. Y estos días de encierro obligado, de miedo e
incertidumbre, de pesada monotonía, de ruido amortiguado y de furia contenida
lo he vuelto a leer. Y de esa lectura ha nacido una nueva reflexión, que antes
nunca había tenido en cuenta. Porque antes, para mí, el «silencio» era
una bendición, un oasis momentáneo, una necesidad física y mental. Y
hoy, como en el breve relato de Poe, es una maldición.
«Entonces me encolericé y maldije, con
la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y
el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se
callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo
no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su
nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares
ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor
sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de
la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.
Y mis ojos cayeron sobre el rostro de
aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que
apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía
ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca
decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda
carrera, al punto que cesé de verlo.»
La maldición del silencio
En la inquietante fábula de Poe, el
hombre que se encuentra, pensativo, sentado en la roca gris a los pies de
melancólico río Zaire no se estremece cuando el juguetón Demonio le
maldice con la maldición del tumulto, el rayo o la violenta tempestad;
apenas tiembla cuando escucha el terrible rugido de los hipopótamos y los behemot o
el inquietante suspirar de los nenúfares; y ni siquiera se inmuta ante la
niebla espectral, la desolación o la
lluvia, que al caer era lluvia, pero después de caída era sangre.
No, en el cuento de Poe
el hombre sentado en la roca solo se estremece –y de qué manera- ante la
maldición del SILENCIO. Y no puedo evitar pensar que algo muy parecido le está
sucediendo al mundo en estos días aciagos y malditos. Y lo que le sucede es que
el ruido, la furia y la destrucción de volcanes y terremotos, de inundaciones y
tsunamis, apenas nos inquietan un instante fugaz. Que la desolación y la
miseria que causan las guerras, el fanatismo o la ambición desalmada nos
estremecen lo justo. Y que la enfermedad, la hambruna, la esclavitud y
la muerte de millones de personas cada año ni nos inmuta. Nos pilla lejos,
debe ser.
Y, sin embargo, el
silencio que anida estos días en nuestras calles vacías, en nuestros parques
precintados de risas y juegos; el silencio que se ha apoderado de nuestros
estadios, de nuestros bares, de nuestras playas y nuestros gimnasios; e incluso
de nuestras casas, a estas alturas (el ánimo decae, con el paso de los días);
el silencio de morgues improvisadas, de funerales y entierros en obligada
soledad; el silencio que todo lo invade, que todo lo abarca, que todo
lo envuelve –salvo el aplauso de las ocho-, ese maldito silencio sí
que nos estremece. Y de qué manera.
Con lógica razón,
porque la que nos ha caído encima, al mundo y a cada uno de nosotros, es una
maldición de las memorables. No por grave (compárese con el terremoto
de Haití, el huracán Katrina o el tsunami de Indonesia) sino por global.
Pero lo que no lograron esas otras maldiciones cargadas de tormenta y
desolación, de angustia y miseria, de tumulto y violencia desatada, lo ha
conseguido el silencio provocado por ese maldito bicho invisible: estremecernos
hasta tal punto que hemos paralizado el mundo. Ahí sí.
Será que había que
hacerlo. El miedo del primer mundo. Vale. Porque yo sí creo que la vida
de cualquier ser humano debería ser sagrada. Aquí y en Siria, o en Haití o en
Somalia. Y la de un anciano, la de un discapacitado o la de un mendigo,
incluso la de un no nacido. Todas y cada una deberían tener el mismo valor, la
misma dignidad, la misma consideración. Siempre y en todo lugar. Pero no
siempre es así. ¿Verdad?
La esperanza
Sólo espero que cuando todo esto acabe, porque acabará, además del homenaje
y recuerdo a nuestros fallecidos y el reconocimiento universal a nuestros
héroes (que no somos, precisamente, los que nos quedamos en casa),
sólo espero, digo, que aprendamos la lección magistral. Y que dejemos de mirar
nuestros ombligos y nuestros espejos, que es lo que más nos gusta mirar, y
empecemos a mirar hacia los lados, y hacia abajo; sobre todo, hacia abajo. Y
que en lugar de fijarnos en lo que tenemos arriba, con envidia o ambición,
fijemos la mirada en lo que tenemos delante, que es la mejor forma de avanzar.
Y que miremos también más hacia nuestra propia casa, a nuestra familia,
a nuestros hijos. Y que atendamos mejor a nuestros mayores, y les
cuidemos y les visitemos y les agradezcamos y les dediquemos nuestro tiempo en
vida, más que nuestro lamento (¿culpable?) cuando ya no están.
Y que cuando escuchemos
el tumulto y la furia de la tempestad en un lugar lejano, o cercano, también
nos estremezcamos y apelemos a la solidaridad y a la justicia y tendamos la
mano y abracemos y acojamos y entendamos… pero también nos remanguemos
y nos ensuciemos y nos convirtamos en pequeños héroes nosotros, con
mascarilla o sin mascarilla, en lugar de quedarnos en casa aplaudiendo a otros.
O maldiciendo, que también los hay.
Sólo espero, sí, que
tras este estremecedor silencio afloren las conciencias en lugar de los odios.
Y que se abran las mentes a las ideas del otro. Y que se admitan los errores,
con humildad y sinceridad, y las críticas no sean destructivas, para
variar. Sólo espero que aprendamos a valorar lo bueno que tenemos, que
es mucho, en lugar de alardear de lo malo, que además de perjudicial es
estúpido. Sólo espero que nuestra bandera común, nuestro ideario sean
la generosidad, la bondad, la tolerancia, el sentido común, la mirada limpia.
Sé que es mucho esperar, siendo como somos, y teniendo lo que tenemos
dirigiendo el cotarro, pero la esperanza es hoy un valor en alza, y
hay que aprovechar el momento.
Volviendo a Poe, por
terminar, el maestro también definió –a su particular modo- la esperanza: «En
el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo… hasta la muerte, hasta la
misma tumba, no todo se pierde». Y os aseguro que el prisionero
de El pozo y el péndulo –relato angustioso y sobrecogedor- lo
tenía bastante más crudo que nosotros, prisioneros de sofá y tele panorámica. Así
que, mantengamos viva y firme la esperanza. De que salimos de esta, primero, y de que
todo -lo bueno, lo malo y lo peor- habrá servido para algo. Aunque
solo sea para escuchar más allá del silencio.
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