Uno, a veces (cada vez más a menudo, me temo), llega jodido a casa.
No fastidiado, no enfadado, no apesadumbrado. Jodido. Tal cual. Se le van
juntando cosas, problemillas, tonterías, desilusiones, frustraciones, hartazgos
varios, preguntas sin respuesta (tipo ¿qué estoy haciendo con mi vida? y por el
estilo). Son cuestiones más o menos pequeñas, más o menos graves; colinas, no
cordilleras. Lo malo es que las malditas colinas no están colocadas una detrás
de otra —eso sería estupendo, asequible—. No, lo malo es que se acumulan una sobre
otra. Las muy puñeteras. Y forman una gigantesca cordillera ab-so-lu-ta-men-te insalvable.
O eso piensas. Y cuando crees que has encontrado una salida, un camino, un
recodo, un desvío que te salve de toda esa tormenta mental y anímica, ¡zas!, se
baja la barrera, se cierran las compuertas, y tú te quedas ahí, paralizado,
atontado, preguntándote qué narices ha pasado esta vez. Y por qué ha tenido que
pasar otra vez. Y sigues tu camino de frustraciones y preguntas sin respuesta,
hacia ninguna parte. Con la mirada fija en el suelo. Total, para ver la insalvable
cordillera, mejor ni levantar la vista.
Y entonces vas a la presentación de un libro. No un libro
cualquiera. “Lo que aprendí del dolor”, se titula. Y tampoco lo ha escrito un
tipo cualquiera. Lo ha escrito, y lo ha vivido, un tipo —Jacobo Parages— que desde hace más de
20 años conoce muy bien el dolor. El real. El auténtico. El doloroso. Un dolor
con nombre y apellido —espondilitis anquilosante; acojona ¿eh?— que se te mete en todas y
cada una de las articulaciones del cuerpo y las ‘anquilosa’. Una enfermedad que te afecta a lo más básico
de tu día a día, que convierte el gesto más sencillo en una hazaña, que te
obliga a prepararte mentalmente ante el simple hecho de salir de la cama o
atarte los zapatos. No digamos recorrer medio mundo con una mochila al hombro
—cargada de antiinflamatorios— durante 15 meses; o lanzarte a una piscina y entrenar
durante dos horas y media cada día para luego atravesar el Estrecho de
Gibraltar por los niños con síndrome de Down; o nadar los 40 kilómetros que
separan Mallorca y Menorca a favor de la lucha contra el cáncer infantil. En
contra de la opinión de los médicos, que le pronosticaron una vida resignada y
pasiva, Jacobo decidió que a él lo que le iba era la actividad, el deporte, la
vida plena. Y esa decisión le salvó. “¿Dónde mueren los sueños? En un lugar
llamado miedo”, nos recuerda. O en una cordillera llamada “excusas”.
Es lo que él aprendió del dolor. “Ahora
la enfermedad es mi amiga”, dice. Y no sé si amiga-amiga, pero sí compañera
inseparable en cada minuto, bueno o malo, de su vida; y la gran impulsora de
todos y cada uno de sus retos, los del día a día también. Y de eso nos habló
ayer Jacobo (muy bien flanqueado por la periodista Teresa Olazábal y el grande
Fernando Romay). De superarse, de afrontar desafíos, de quitarse los miedos y
las excusas de un manotazo. Y de algo más importante aún: de ilusionarse. Sin
ilusión no hacemos nada, no somos nada. Con ilusión somos capaces de
enfrentarnos a cualquier gigante, sea océano, cordillera, enfermedad o
frustración. Nada es insalvable. Nada es imposible.
No sé cuál será el próximo reto de
Jacobo, pero sí sé que será también duro, y gratificante. Y tendrá también la
mejor de las causas, lo mismo que su libro: proporcionar un poco de esperanza,
de ilusión, de fe en sí mismos a todos aquellos que creen que no pueden sino
resignarse a una vida de dolor e impotencia. Y, de paso, a todos los que somos
expertos en levantar cordilleras con granitos de arena.
Gracias de corazón, amigo. Por todo.
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