sábado, 9 de noviembre de 2024

TIRARSE LOS MUERTOS PARA GANAR LA PARTIDA




Estos días resuena en mi cabeza -insistentemente, inevitablemente- Spanish Train. La vieja canción del irlandés Chris de Burgh en la que el Señor y el Diablo se juegan las almas de los muertos en una dramática partida de póker al caer la noche, en un tren español rumbo a la Vieja Sevilla. El maquinista reparte las cartas. Jesús va a por la escalera, sólo necesita un ocho; el Diablo tiene tres ases y un rey, y una sonrisa sibilina en el rostro. Hay diez mil almas sobre la mesa. El Hijo de Dios pide una carta y le entra el ocho. Las apuestas suben, sesenta mil, cien mil… Pero el Diablo, sin que el confiado Jesús se dé cuenta, se ha sacado un as de la manga. Poker de ases. “¡Mi mano gana!”, exclama eufórico. Y las almas de los cien mil muertos caen en su poder.


Estos días, terribles y caóticos, heroicos y vergonzosos, vemos con estupor cómo los #políticos y los #medios se tiran los muertos a la cabeza, sin el menor pudor, sin un mínimo gramo de ética o de decencia. Corazones de piedra, duros y fríos, y mentes calculadoras con un #plan preciso y desgarrador: aprovechar el momento, apropiarse del #relato, aniquilar al contrario, mantenerse en el poder. Ganar la partida. Al precio que sea.


Lo triste, lo cruel, lo vergonzoso es que estamos hablando de vidas humanas (muchas, demasiadas), no de fichas. Lo triste, lo cruel, lo vergonzoso es que se han perdido miles y miles de hogares, de comercios, de empresas, de futuros, de esperanzas. Lo triste, lo cruel, lo vergonzoso es que las #consignas han pasado como un tsunami por encima de la #solidaridad, de las soluciones, de las voluntades altruistas, de las responsabilidades de unos y otros. Lo triste, lo cruel, lo vergonzoso es que la falta de escrúpulos y el tacticismo político han arrasado la decencia y la ética como una segunda riada, más feroz e implacable si cabe.


No han aprendido nada. No han entendido nada. No se han contagiado ni un ápice del ejemplo descomunal que están ofreciendo al mundo los miles de #voluntarios que llegan desde todas partes de España con sus palas, sus cepillos, sus botas, sus coches llenos de esperanza; con su desinteresada y maravillosa voluntad de, simplemente, echar una mano, ayudar en lo que puedan, sentirse parte de la tragedia pero también de la solución. Jóvenes y mayores, vecinos y profesionales de paisano, agricultores, taxistas, camioneros, inmigrantes, fundaciones… mis hijos. Todos a una. Amunt Valencia!!


 Y yo sólo espero que después de tantos días tirándose los #muertos unos a otros –en una partida absurda e indecente en la que nadie puede ganar- la #Justicia se imponga y cada cual acabe donde le corresponda; que todos y cada uno paguen por sus pecados (de acción u omisión), sean castigados por sus errores, respondan por sus irresponsabilidades. Y, por Dios, que quien les releve en los correspondientes cargos (deberían dimitir todos, TODOS) se pongan a trabajar desde el minuto uno en prever y prevenir la siguiente tragedia, antes de que tengamos que lamentar más vidas perdidas, más futuros enterrados en el lodo. Hacer todo –TODO- lo que haga falta para que una #catástrofe de estas dimensiones no se vuelva a repetir. Porque, en gran parte, pudo haberse evitado.


Si después de todo los políticos y los burócratas siguen enfrentados en su particular partida de póker, jugándose nuestras vidas alegremente como si fuéramos meras fichas (o votos), tratando de ganar el relato enterrando en su fango la verdad y la ética, no habremos aprendido nada. Y entonces la #responsabilidad también será nuestra por habérselo permitido.


No es algo nuevo en esta España nuestra (sólo hay que ver la premonitoria viñeta de Mingote, de 1982), pero sí evitable. En nuestras manos y en nuestros votos está.


jueves, 24 de octubre de 2024

Don't Let the Old Man In. Una reflexión sobre la vejez




Hace unos años, Clint Eastwood compartía torneo de golf benéfico con su amigo el compositor y cantante de country Toby Keith. Clint le comentó que en unos días cumplía 88 años y estaba trabajando en su nueva película, The Mule, que iba a dirigir y protagonizar. Toby, admirado de la vitalidad y la energía de Clint, le preguntó qué le impulsaba a seguir trabajando. “No dejo entrar al viejo”, respondió. A Toby Keith le enamoró esta frase y le dedicó una maravillosa canción, Don't Let the Old Man In. Una bonita y emotiva balada country sobre un hombre rebelándose contra su vejez. El cantante envió a Clint Eastwood una demo de la canción y el director se rindió inmediatamente a su letra y a su melodía.

 

Don't Let the Old Man In se convirtió automáticamente en el tema principal de The Mule, que se estrenó en 2018, y también en un exitazo en las listas de country de todo el país. En septiembre de 2023 Toby Keith, que había sido diagnosticado de cáncer de estómago el año anterior, interpretó su canción en el 2023 People's Choice Country Awards, después de haber obtenido el premio Country Icon, y Don't Let the Old Man In volvió a resurgir con fuerza en las emisoras de country. El pasado 24 de febrero, Toby Keith falleció a los 64 años de edad víctima del cáncer, dejando un legado impresionante, prolífico e inmortal, en la música americana y universal.

 

Estas últimas semanas me ha golpeado con insistencia la canción de Toby Keith. Y es que el “viejo” está intentando colarse en el cuerpo y en la cabeza de mi padre desde que empezó la quimio (le diagnosticaron un linfoma en septiembre, recién cumplidos los 90). Estos días, que he estado turnando guardias con mi hermano y mis hermanas, me he dado cuenta de que, cada vez más, veo a mi abuelo (que nos dejó a los 96) en el cuerpo frágil, arrugado y tembloroso de mi padre. Un cuerpo condenado a un presente a caballo entre el miedo, el cabreo y la impotencia, con un futuro demasiado breve como para llamarlo futuro, y al que sólo le queda su pasado glorioso, cuajado de triunfos deportivos, de logros familiares y de amistades inquebrantables que se han ido quedando en el camino. Una vida mirando casi siempre hacia atrás.

 

Él, que fue subcampeón del mundo y coleccionó Grandes Premios de hípica por todo el mundo, ahora apenas puede recorrer el pasillo de su casa aferrado a su taca-taca, pasito a pasito. Él que fue campeón de España de tenis con 15 años y que jugó al pádel activamente hasta muy superados los 70, ahora apenas puede salir de la cama o vestirse sin ayuda. Él, que bailaba en las bodas de sus nietos y jugaba con sus bisnietas, que paseaba y conducía hasta hace solo tres meses, ahora apenas llega a tiempo al cuarto de baño en caso de urgencia. Él, que ha sido un brillante jugador de bridge durante décadas, un matemático ágil y de mente rápida y culta, hoy está en lucha permanente entre el hombre que fue y el que ya no es; entre la persona mayor que estaba increíble para su edad a los 89 y el viejo que quiere entrar a los 90, derribando la puerta a patadas para instalarse de manera permanente. Como un okupa indeseado e indeseable.

 

Pero, claro, derrotar por las buenas a un tipo que ha sido deportista de élite tantos años (uno de los mejores jinetes de su generación) y luego juez internacional de prestigio mundial durante otros tantos; derrotar por las buenas a un tipo que se licenció con matrícula en Derecho, que ha vivido la disciplina deportiva, el esfuerzo, el compromiso y el sacrificio desde los 16 años, que ha formado una familia unida y ejemplar que alcanza ya los 30 miembros (5 hijos, 20 nietos, 5 bisnietos) y que ha sido referente de valores y de coherencia en el deporte y en la vida para viejas y nuevas generaciones… derrotar por las buenas a un tipo así, que además cuenta con la fuerza extra de su mujer (mi madre, una santa con superpoderes), de sus cinco hijos (siempre al pie del cañón) y de sus fieles amigos y primos (los que le quedan vivos), y que cuenta con el favor especial del mismísimo Dios y de la Virgen, de los que nunca se ha separado ni un instante desde el día de su Primera Comunión, derrotar a un tipo así, digo, no es tarea fácil.

 

Así que ahí andamos todos –padre, madre, hijos, nietos, médicos, fisios, ciencia, fe y demás fuerzas activas-  atrancando la puerta con rabia para que no entre el viejo, golpeándole la cara con toda nuestra mala leche cuando asoma por la rendija a lo Jack Torrance, lanzándole maldiciones y quimioterapia y vitaminas y corticoides y todo lo que haga falta para mantenerlo ajeno y lejos, no al otro lado de la puerta, sino más allá del horizonte. Como el propio Clint Eastwood, galopando hacia la puesta de sol para no volver.

 

No, papá. No vamos a permitir que entre el viejo para quedarse. Aún te queda mucho camino que cabalgar, mucho obstáculo que saltar, mucho trofeo que conquistar. Y mucho cariño que recibir. En eso estamos.  

 

When he rides up on his horse
And you feel that cold bitter wind
Look out your window and smile
Don't let the old man in



viernes, 21 de junio de 2024

El río que nos lleva. 40 años rendido a Bruce Springsteen

 


La primera vez que escuché The River, a finales de 1980, yo tenía 15 años recién cumplidos. Una edad en la que ya me entendía más o menos bien con la música (y empezaba mis primeros pinitos en la escritura). Pero a partir de ese doble disco, inmenso, melancólico, repleto de historias de perdedores y de relaciones complicadas y de amor visceral y de lugares lejanos que podían estar a la vuelta de la esquina, después de ese doble disco, digo, la música se convirtió en protagonista de mi vida y el Río de Bruce Springsteen, como un torbellino de sentimientos y emociones que no había sentido hasta entonces, me arrastró irremisiblemente, poderosamente, y me trasladó a lugares de los que no quería volver.

The River se convirtió automáticamente en mi canción favorita (lo sigue siendo), pero había otras historias en el álbum que aún hoy me hacen estremecer, por muchas veces que las haya escuchado: Independence Day (con la que siempre me he identificado), Point Blank (dura, trágica, hermosa), I Wanna Marry You (una historia de amor real como la vida), Sherry Darling (ese saxo, ¡por Dios!), Fade Away, Drive All Night, Two Hearts, Hungry Heart… No descartaría ninguna, aunque muchas llegaron a The River precisamente como descartes de Darkness on The Edge of Town (otro discazo: Badlands, Racing in the Street, The Promised Land, Something in the Night…).



Agosto, 1988. Primer shock en el Calderón

El río de Bruce me fue arrastrando año tras año, descubriéndome los nuevos y los viejos discos, presentándome a los miembros de la E-Street Band, a los que empezaba a apreciar como hermanos (especialmente a Roy Bittan y Max Weinberg, que también protagonizan mi otro disco favorito, Bat Out Of Hell, de Meat Loaf/Jim Steinman). Tuvieron que pasar ocho años hasta que pude verlo en directo por primera vez, en agosto de 1988. Aquella noche, asfixiante y expectante, el Calderón estaba lleno hasta la bandera. El calor era abrasador en el césped, y ahí estábamos, rodeados de miles de cuerpos ardientes que impedían el paso del aire como un muro de contención, pero abrazados a miles de corazones que buscaban, como nosotros, ese soplo fresco, potente y revitalizador que bramaba sobre el desnudo escenario. Fue un concierto apoteósico, gigantesco, contundente. No recuerdo si fueron tres horas o cuatro, ni qué canciones resonaron en la candente noche madrileña, pero sí recuerdo que llegué a casa en éxtasis, sin voz pero con el alma llena de Bruce, llena de E-Street Band, llena de rock, llena de adrenalina, llena de vida. Llena de un Río que, ese día lo supe, no dejaría de arrastrarme jamás.

 

Han pasado muchos años desde aquella primera vez. Y han pasado muchas cosas (historias, trabajo, familia, aprendizajes, vaivenes, sueños, despertares, otros cinco o seis conciertos…), pero si hay algo permanente en mi vida, en mi banda sonora emocional, es la música de Bruce Springsteen. El río que no cesa de fluir. Es algo que nunca falla, que siempre está ahí cuando lo necesitas, que te empuja a rememorar momentos olvidados, que te obliga a despertar emociones dormidas, que te invita a zambullirte en lo más profundo de ti mismo. Porque esos mensajes, esas melodías, esas historias no envejecen, no se oxidan, no menguan con el tiempo ni con la edad. Ese río, poderoso e imparable, no pierde un ápice de su fuerza demoledora, de su inspiradora y mundanal poesía, de su inagotable capacidad de recordarnos quiénes somos en realidad, y para qué estamos aquí. Por qué o por quién luchamos. «La idea de luchar por una vida perdida siempre ha estado presente en mis canciones», nos dice Bruce. Quizá también la nuestra.

 


Junio, 2024. Otra vez "el mejor concierto jamás tocado"

Y eso es, precisamente, lo que volvimos a vivir el otro día en el Metropolitano. Con todo su poder, con toda su brutal y exultante contundencia. Con toda su épica y su pasión y su voltaje de alta intensidad. Con toda su melancolía, con toda su mística y su reverencial carisma y su cercanía y su perfecta comunión con el público. Y su inquebrantable complicidad con la banda, ese prodigio de precisión, equilibrio y unidad. Y su maestría y su generosidad y su integridad a prueba de egos, conforts y estrellatos fugaces. En cada concierto la misma consigna: «No salimos a pasar el rato, sino a tocar el mejor concierto jamás tocado». Y una vez más (la quinta para mí) lo volvieron a dar todo. Todo. Porque el Boss es así. No contempla una segunda opción. Ni necesita nada más. Con el cariño del público, su público, la lealtad de su banda y su capacidad de transmitir a través de su música, el Jefe va servido.

Y nosotros, claro -60.000 almas entregadas-, también lo dimos todo. Porque estábamos ahí arriba, con Bruce, con Steven, con Max, con Roy, con Nils, con Garry, con Patti, con Jake (y añorando a Clarence y Danny). Porque esa noche, como cada noche, Bruce y la E-Street fuimos todos nosotros. Es el gran truco de magia del Boss: que él se refleja en su público y su público se refleja en él, en su actitud, en sus canciones, en sus historias y personajes. «Cuando das con la música y la letra adecuadas, tu voz se transforma en la de aquellos sobre quienes has decidido escribir». Y esos somos tú y yo.

 


Porque, ¿quién no ha superado un día de soledad, una tormenta, una traición? ¿Quién no ha prometido alguna vez que jamás se rendiría? ¿Quién no escucha con el alma a sus fantasmas, sus guitarras, sus voces; quién no ve su luz, tan viva, tan presente? ¿Quién no piensa que dos corazones son mejor que uno, sobre todo si el corazón está hambriento de amor o tiene que caminar solo por el lado oscuro del alma… o de la ciudad? ¿Quién no ha conducido alguna vez en busca de la tierra prometida, en el desierto de Utah, en el condado de Darlington o en rincones perdidos de Madrid?

¿Quién no añora su terruño, su hogar, sus raíces aunque se haya sentido atrapado y haya renegado de ellas a los dieciocho? ¿Quién no se ha sumergido en un río que le ha arrastrado por la vida a golpes, pero siempre manteniendo la cabeza firme y a flote? ¿Quién no se ha sentido alguna vez el último hombre en pie, el único superviviente de un pasado que ya no está, la única imagen viva de una vieja fotografía en blanco y negro?

¿Quién no se ha ocultado en los oscuros callejones, corriendo por su vida, tratando de respirar el aire abrasador en el corazón de la noche; esa noche que, lo sabes bien, solo pertenece a los amantes? ¿Quién no ha tenido la tentación de empezar de cero, destruyendo su pasado con una bola de demolición? ¿Quién no ha necesitado alguna vez una mano que le sacara de la oscuridad, o de las malas tierras, y le llevara hacia el resplandor, hacia la redención, hacia la tierra de las esperanzas y los sueños? ¿Quién no ha sentido en su juventud que había nacido para correr, en busca de nuevos sueños e ilusiones, aunque fuera atravesando la Carretera del Trueno?  

 


Va por ti, Ramón

¿Quién, en fin, no recuerda a sus amigos, a los que ya no están, los que te han dejado un vacío en el corazón; quién no recuerda las canciones que compartíais, vuestros discos favoritos, los conciertos del Boss que nunca os queríais perder; quién no recuerda aquella (casi) última vez, en el cine Palafox, viendo –viviendo- Western Stars, saboreando cada canción, deslumbrados ante cada estrella? Esos añorados amigos -¿verdad, Ramón?- a los que seguimos viendo en nuestros sueños, a los que seguimos manteniendo vivos en el corazón; esos amigos que el pasado miércoles también estuvieron allí, en el Metropolitano, saltando, cantando, vibrando, emocionándose con las canciones de su ídolo, con las historias que hablan de la vida, de los sueños, de nosotros, de ti y de mí, de todos los que adoramos a este tipo que parece recién salido de una granja de Milwaukee, o de una fábrica de New Jersey, pero que es capaz de hacernos sentir vivos, libres, únicos, héroes cada vez que escuchamos sus canciones.

 

Por eso el Boss es el Boss. Por eso el río continúa fluyendo en mí, imparable y poderoso, como aquel primer día en otoño del 80. Quizá más calmado, más sereno, pero con la misma intensidad, con la misma capacidad de revolcarme por dentro en cada canción, de mostrarme el lado correcto de las cosas, de reconfortar mi espíritu en momentos de tormenta, de mantenerme despierto en cada viaje por carreteras infinitas, aunque acabe literalmente sin voz. Como en el último concierto. ¡Bendito seas, Bruce, bendito seas!




viernes, 15 de marzo de 2024

Lo Que De Verdad Importa 2023. Tres valiosos regalos de Navidad y 6.000 corazones en uno

 



“La vida no son los momentos vividos sino las personas que has ido conociendo por el camino”.
No recuerdo cuándo ni cómo ni a través de qué o quién me llegó esta reflexión. Sólo sé que fue hace tiempo y que la adopté como propia al instante. Como propia y como cierta, al menos estos últimos años. Porque desde que asistí a mi primer congreso de Lo Que De Verdad Importa, allá por el año 2009, no he hecho más que conocer gente excepcional. Gente buena, generosa, entregada, bondadosa, valiente, tenaz, inspiradora; y con una capacidad gigantesca de darse a los demás, sin pedir nada a cambio más allá de una sonrisa, un abrazo o un ‘gracias’.

Así que uno, como cada año, llega al congreso de Lo Que De Verdad Importa con verdaderas ganas. Con hambre de personas, de lecciones y aprendizajes. De magia. Y llega también con sus pequeñas miserias y sus sobrevaloradas desgracias, con sus granitos de arena reconvertidos en himalayas imposibles; con su queja latente y su visión nublada de esta vida loca, loca, loca; llega, en fin, con sus gafas de miope emocional, o sus orejeras cargadas de prejuicios, que no le dejan ver más allá de lo que tiene frente a sus ojos y a no más de metro y medio.

Y no falla: es llegar y empezar a sentir la magia. Uno ve a esos seis mil jóvenes, apenas 17 o 18 años, contagiándose ilusión anticipada por lo que están a punto de experimentar; ve a los voluntarios, animosos y entregados; y a los habituales amigos de todos los años (patronos y fans incondicionales de LQDVI), que se reservan este día como quien se reserva el día de su boda; y ve a María Franco, a Carolina Barrantes, a Pilar Cánovas y a su equipo de cracks, rematando con nerviosismo los detalles de última hora, agobiadas (¡bendito agobio!) por la apabullante asistencia, que este año desborda el aforo del Palacio de Vistalegre (¡6.000 almas!), lo mismo que todos los aforos, año tras año, en todas las ciudades (que son muchas ya).

Y uno ve, ya en la zona VIP, a los ponentes que en unos minutos van a dar un revolcón emocional, moral y casi físico a todos los que allí estamos, en cuerpo y alma. Uno ve al padre Opeka, a Abdul, a Edurne listos para darlo todo (T-O-D-O) y piensa: “Bien, Pepe, bien; estás en el lugar correcto hoy. Esto promete. Esto te va a soltar un bofetón de realidad terapéutica que te va a fulminar las orejeras con efecto instantáneo, y te va devolver a casa como nuevo. Y falta te hace”. Y uno, que en el fondo no es mala gente, toma asiento, deja sus pequeñas miserias y sus sobrevaloradas desgracias en el suelo, bajo sus pies, y abre bien las orejas, la mente y los lacrimales en espera de su ansiado regalo.




Porque el Congreso de Lo Que De Verdad Importa es como una gran fiesta de cumpleaños que, como todos los años desde hace diez y siete (yo desde hace trece), muchos miles de jóvenes de toda España -y cada vez más parte del extranjero- esperan ansiosos y expectantes, ilusionados y agradecidos, casi más que su propia fiesta de cumpleaños. Y es que para participar en estos congresos, para imbuirse de lleno en sus lecciones de vida, hay que ir con el corazón abierto de par en par, presto a dejarse empapar de todo de lo que allí se vive, se disfruta, se respira, se aprende. De todo lo que, año tras año, allí se contagia. De todo lo que, desde hace ya diez y siete años allí se nos regala. Que es mucho. Muchísimo.

Se nos regalan emociones que quizá hacía tiempo que no sentíamos, y de las que, sin saberlo, andábamos ya muy necesitados. Se nos regalan alegrías de ésas que le roban una sonrisa al corazón, más que a los labios; se nos regalan superpoderes como la capacidad de querer entregarse a los demás, de no hacerse invisibles cuando alguien nos necesita o de superar obstáculos que veíamos imposibles unas horas antes; se nos regala música y humor y llanto (del bueno, del sano), tres regalos tan necesarios para el alma y tan olvidados por la razón; se nos regalan abrazos con potentísimas descargas de VIDA, un chute de adrenalina emocional de alto voltaje; se nos regala magia y sueños y valor y nuevas capacidades que antes desconocíamos, y nuevos límites, más anchos, más altos; y ganas de crecer y de crear y de emprender y de aprender; y, sobre todo, se nos regalan valiosísimas lecciones que nos enseñan a ser mejores personas, a mirar más hacia los lados, hacia abajo, y menos hacia arriba; y, en fin, a descubrir LO QUE DE VERDAD IMPORTA

Y eso sí que es un valioso regalo de Navidad. Tres valiosos regalos, en realidad…




Primer regalo: el misionero Pedro Opeka y su lección de amor, humildad y perseverancia

Yugoslavo de nacimiento (1948), argentino de adopción, hijo de padres que huyeron del comunismo, Pedro Opeka descubrió muy pronto el valor del trabajo y el valor de la verdad (“la palabra más importante”). Con 9 años ya era ayudante de albañil, y a los 17 descubrió su vocación de ayudar a los demás, en las aldeas mapuches desperdigadas por los Andes. Poco después recibió la llamada de las misiones y su única respuesta fue “Allá voy”. Llegó a Madagascar, uno de los países más pobres del mundo, con 22 años y un billete solo de ida. Nada más. Allí se topó con la “gran pobreza”, primero en las aldeas –gobernadas por el hambre, la enfermedad y la mortalidad prematura- y luego en los gigantescos vertederos de la capital, donde niños y mujeres luchaban a vida o muerte contra la basura y las alimañas.

El padre Opeka se hizo una promesa: ayudar a esa pobre gente a recuperar la dignidad y el futuro que la dictadura y la pobreza les habían arrebatado. Creó un movimiento de solidaridad, sin apenas recursos, pero con la ayuda de Dios y tres pilares fundamentales: trabajo, educación y disciplina. Después de 35 años de lucha y perseverancia, aquel pequeño germen es hoy una ciudad (Akamasoa) de más de 30.000 habitantes que viven con dignidad, trabajan por un salario, reciben educación y comen todos los días. Un milagro que se sustenta en la fuerza, la convicción y el amor de un sacerdote blanco que entendió, desde muy joven, que ayudar a los demás es nuestro deber moral, nuestro deber humano; que la pobreza es una cárcel que mata el alma, es la vergüenza del mundo; y que lo que de verdad importa, seas quien seas, vengas de donde vengas, es amar, servir y compartir, con humildad y con alegría. Amén.





Segundo regalo: Abdul, el niño que sobrevivió a la guerra, a las mafias y al odio

La historia de Abdul comienza en 1999 en un pequeño pueblo de Siria, en el seno de una familia feliz y unida. Abdul, el hijo menor y el nieto más pequeño –y más querido- de su abuelo, soñaba desde niño con ser actor. Un sueño que, como otros millones de sueños, voló por los aires cuando la guerra estalló en Siria, en 2011. La primera víctima fue su mejor amigo, asesinado de un disparo en una manifestación pacífica. Luego llegaron los gritos y los llantos, el horror de las bombas, las violaciones, el miedo, la destrucción. Y el secuestro. Abdul tenía 14 años cuando más de cien compañeros y profesores fueron secuestrados en su propio colegio por el ISIS. Allí, la primera víctima fue su profesora, degollada allí mismo, delante de sus alumnos. A lo largo de cuatro meses, los niños fueron torturados física y psicológicamente día tras día, noche tras noche. Hasta que un día, el valor pudo al miedo y la esperanza se impuso a la rendición y Abdul pudo escapar junto a un pequeño grupo de amigos. Logró llegar a su pueblo y desde allí le ayudaron a pasar la frontera turca.

Allí comenzó una terrible odisea –mafias incluidas- que le llevó en una frágil patera hasta Grecia, y de Grecia hasta España (donde vivía su hermano) atravesando miles de kilómetros (Macedonia, Serbia, Croacia, Hungría, Alemania…) en autobuses y trenes atestados o a pie por caminos y carreteras interminables. Tenía 16 años. En nuestro país comenzó una nueva vida. Trabajó duro, estudió, aprendió español, logró los papeles y luchó sin descanso para traer a su familia a España (sus padres, sus hermanas, su novia). Hoy, a sus 24 años, ha creado su propia familia, tiene una hija, un buen trabajo y un futuro cierto y esperanzador. Es precisamente la esperanza lo que nunca le abandonó. “Escapé del secuestro y llegué hasta aquí porque nunca perdí la esperanza. Esos es lo que me salvó”. Su historia nos demuestra, una vez más, que no hay imposibles, que siempre hay una salida y que siempre hay alguien a tu lado para ayudarte a salir. Que el odio nunca es el camino, que perdonar es amar. Y que debemos dar gracias todos los días por estar aquí.





Tercer regalo: Edurne Pasabán y su escalada más difícil, la depresión.

La historia de Edurne es una historia de lucha, coraje y superación. De metas muy altas (de más de ocho mil metros) y de caídas muy profundas y oscuras, en la sima de la depresión y el suicidio. Algo que requiere mucho más valor que subir al Everest o al K2. Desde muy joven Edurne se dio cuenta de dos cosas: una, que no encajaba en los estándares de su edad y su entorno (incluso sufrió bullying) y que en la montaña se sentía integrada, comprendida y respetada. Libre. Solo allí, en lo alto de un cuatromil o un seismil se sentía ella misma. Pero de eso no se podía vivir, claro, así que estudió la carrera familiar (Ingeniería) y se sumó al negocio familiar. Pero la montaña tira mucho. Y el Himalaya la atraía especialmente. En 1998 realizó su primera expedición, sin éxito. En 1999 repitió, y nada. Un año después se quedó a tan solo 248 metros de la cima. Finalmente, en 2001, al cuarto intento logró coronar la cima más alta del planeta. Luego vinieron otros ochomiles, otros retos superados, otros sueños cumplidos. Y casi la muerte, ascendiendo el Kanchenjunga en 2009 (se rindió a la montaña y su equipo la salvó de una muerte cierta, bajándola en brazos desde 7.700 metros hasta el campamento base, a 4.000 metros).

Edurne Pasabán logró su objetivo de culminar los catorce ochomiles en 2010; la primera mujer del mundo en conseguir esa portentosa hazaña. Una gesta sobrehumana al alcance de muy pocos. Sin embargo, su montaña más complicada, más peligrosa y difícil no estaba en el Himalaya, sino en el interior de su cabeza. En 2006 Edurne, 31 años, sufrió una depresión severa que la llevó a un hospital psiquiátrico tras intentar quitarse la vida dos veces. Pero su lema era, y sigue siendo, levantarse y seguir. Y eso sirve igual para la montaña y para el día a día. Lo importante, nos recuerda, es dejarse ayudar; por tu gente, por los que te quieren, y por los profesionales. No tengáis vergüenza en pedir ayuda. Ni en reconocer que tenéis una enfermedad mental”. No es una debilidad, es una enfermedad. De hecho, ella salió fortalecida, volvió al Himalaya, recuperó su vida, su pasión, y culminó su proeza. Esa vuelta a su camino elegido fue lo que la salvó. Y es el mensaje final que nos deja: “Sed vosotros los que escribís vuestro propio libro de vida. No dejéis que lo haga nadie más”.

El reconocimiento a Miguel Ángel Muñoz


La tarde aún nos deja algún regalo sorpresa más, como los vídeos de felicitación de Nando Parrado y Bosco Gutiérrez Cortina, ponentes del primer Congreso; la presencia estelar del Alcalde Martínez-Almeida y de la Presidenta Díaz Ayuso; y la visita del actor Miguel Ángel Muñoz, que recibe el reconocimiento de la Fundación por su labor para visibilizar a nuestros mayores, a través del documental “100 días con la Tata”. Una maravillosa y entrañable historia de amor y de humor que vivió a lo largo de la pandemia mano a mano con su tía bisabuela, la tata que lo cuidó desde pequeño.

Y se acaba la fiesta. Con música, como siempre. Con fotos y abrazos y besos y emociones compartidas y promesas de vernos pronto y un hasta luego que intentamos estirar como un chicle boomer gigante. Y uno, ya de vuelta en casa, se sienta en su butaca de leer, se coloca los cascos y escucha, con los ojos cerrados, la maravillosa Fields Of Gold, versión de Eva Cassidy (que ha sonado en la ponencia de Edurne), y piensa en esos 6.000 jóvenes corazones latiendo al unísono (¡sí, hay futuro!), y en las historias del padre Opeka, de Abdul y de Edurne, y en tantas otras impagables lecciones de vida que muchos miles de jóvenes –y no tan jóvenes- escuchan y absorben en los congresos de Lo Que De Verdad Importa; y allí sentado, reflexionando entre la música y el silencio, me digo -bien alto para que lo escuche el corazón-: “¡Felicidades, Pepe! No sé qué te traerán los Reyes Magos este año, pero ya tienes el mejor regalo de Navidad que se pueda pedir. Ahora, amigo mío, toca usarlo a conciencia”.

Y en eso estamos.