Ha
pasado un año y parece que fue ayer. Un año desde que vio la luz (¡y qué luz!)
el libro Lo Que De Verdad Importa, con esas imprescindibles lecciones de entrega, de
generosidad, de superación, de alegría de vivir, de puro y simple amor. Y un
año desde el último Congreso de Lo Que
De Verdad Importa. Esta fiesta
emocional que sacude nuestras conciencias con fuerza y hondura cada vez que viene a
Madrid (o a Zaragoza, Sevilla, Bilbao, Barcelona, Valencia, Mallorca, La
Coruña, Quito…) ha vuelto a revolucionarnos el corazón, a dar un
vuelco a nuestras prioridades, a enfrentarnos a nuestro mundo de ambición,
banalidad y ombligos desmesurados. Ha vuelto a mostrarnos, en descarnado
directo y en primerísima persona, los valores que valen de verdad; los que
marcan la diferencia en la vida; los que, simplemente, te hacen ser “buena
gente”; los valores que, si los miles de jóvenes que asisten anualmente a estos
Congresos extraordinarios aplican a su
día a día, van a dar un revolcón a esta sociedad egoísta y sin conciencia que
les hemos dejado los adultos.
El Congreso
empezó, como no podía ser de otra manera, con un primer shock emocional. Un
bellísimo recuerdo a María de Villota,
un homenaje a su sonrisa franca y a su corazón inmenso, mientras de fondo sonaba
la voz suave de Jack Johnson y su Angel (“Tengo un ángel, no lleva alas,
pero sí un corazón que puede derretir el mío, una sonrisa capaz de hacerme
cantar”). Y continuó con una celebración colectiva de la flamante licenciatura en
Periodismo de Marimar García Garrido,
que tiene su cuerpo paralizado del cuello para abajo, pero no su cabeza, ni su
sentido del humor, ni sus desbordantes ganas de vivir.
Y luego la
primera lección. Desgarradora. Sobrecogedora. Brutal. Inhumana. Y una hermosa
historia de amor. La historia de amor entre una joven cántabra que vivía una
vida normal y confortable, recién licenciada en Ciencias Gastronómicas, y unos
niños haitianos que vivían un infierno de miseria, esclavitud y prostitución;
de madres que regalan a sus hijos; de tráfico de órganos; de niños y niñas
violados noche tras noche. De cólera. De huracanes. De HAMBRE. Lucía Lantero llegó a la región más
pobre del país más pobre del continente para hacer voluntariado durante tres
meses. Pero después de lo que allí vio y vivió ya no se pudo marchar. Decidió
montar un orfanato para sacar a esos niños de su infierno y ofrecerles una
mínima seguridad, que ellos a su vez transforman en infinita felicidad (un día
con arroz y sin ser violados o golpeados es un día mil veces más feliz que uno
nuestro).
Dejó sus ahorros en el empeño, luchó
contra la corrupción establecida, venció sus miedos (plenamente justificados), entregó cada minuto de su vida a la causa y
superó infinidad de dificultades imposibles de describir (hay que escuchar
su voz temblorosa, hay que mirar en sus ojos, unos ojos que han visto lo peor
del ser humano), con la inconmensurable ayuda de su tía Marta, de Alexis, del
padre Antonio, de Quatrecasas. Desde hace tres años Ayitimoun
Yo (“Niños de Haití”) es una realidad que da cobijo, educación y
esperanza a estos niños; pero una realidad frágil, siempre en el filo, bajo la
amenaza permanente de la falta de fondos, porque vive de aportaciones
particulares… y de la inmensa fuerza del amor de Lucía Lantero y su equipo de ángeles voluntarios. “Renuncié a mi
vida, pero ha merecido la pena cada segundo”, dice; “Me siento afortunada
porque he tenido la oportunidad de ser instrumento para los demás”.
Para Lucía, volver a España no es una
opción, porque sus niños están donde están porque ella está con ellos; si ella
falta, ellos regresan al infierno. Simplemente. Pero para nosotros sí es una
opción ayudarla: la cuenta de la Asociación Ayitimoun Yo es 2100
2171 96 0200280655. Los privilegiados del mundo tenemos una responsabilidad
con los que no tienen nada (y aquí nada es nada). Como nos recuerda Lucía: hay que dejar de mirar tanto hacia arriba y
mirar más hacia abajo. Se ve todo mucho más claro.
Después de
la conmoción que supuso el testimonio de Lucía, llegó el soplo de vida y
optimismo, de verdadera fuerza de la naturaleza que es la sonrisa de Irene Villa. Y nos recordó, una vez
más, que el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional; que la ira es
el peor veneno del alma y que el perdón es una victoria; que el éxito es
obtener lo que se desea, pero la felicidad es disfrutar de lo que se consigue;
y que si sonríes a la vida, la vida te
devuelve la sonrisa. Y a Irene, desde luego, la vida le sigue devolviendo
una sonrisa detrás de otra, a través de su familia (“la niña que tenía que
estar muerta ahora ha dado vida: mi hijo Carlos”), de sus éxitos profesionales
(acaba de publicar su primera novela, Nunca
es demasiado tarde, princesa) y de sus numerosos logros deportivos (ya
estará sumando nuevas medallas de esquí adaptado con su inseparable Teresa Silva). Y un recuerdo especial
para su alma gemela, su ángel guardián, su fuente inagotable de energía: su
madre, María Jesús (un beso fuerte,
Mariaje. Y gracias otra vez).
Después de
Irene, la lección de coraje, solidaridad, supervivencia y amor que vivieron María Belón y su familia, tras el
tsunami que arrasó millones de vidas en Tailandia en 2004. Todos lo vimos en la
película Lo imposible (que en un 93% es
lo que sucedió realmente; el 7% restante está suavizado) y quedamos
profundamente impactados. Escucharlo en la viva voz de María Belón, que el miércoles pasado cumplió ocho años, nueve meses
y un día, es estremecedor. Y enormemente enriquecedor. Porque habla de su
experiencia en primera persona, pero extrae conclusiones para cada uno de
nosotros, que también somos supervivientes de nuestros propios tsunamis. María
habló de miedos, habló de dolor y pérdida, de ahogo y angustia, de ausencia; de
querer tirar la toalla cuando no puedes más hasta que la vida te dice aguanta
un poco, que sí puedes; y puedes. Habló
de responsabilidad, de milagros, de SOLIDARIDAD (ese anciano que la
encuentra casualmente y la arrastra durante más de dos kilómetros hasta que la
deja plenamente a salvo… y sólo entonces regresa a buscar a sus familiares.
“Hizo suya mi vida”, recuerda María; y se emociona). Y habló de coca-cola, y de
sus hijos (¡con qué orgullo de madre!) y de Quique, su marido, su héroe, y de
los millones de seres que lo perdieron todo bajo la ola asesina; y nos enseñó
(¡bendita lección!) que el amor y la
paciencia son el mejor antídoto frente a cualquier tsunami. Y que el miedo es
sólo una circunstancia, ya nunca una excusa. Y que la vida es un regalo, el
mejor regalo, como decía su amiga del alma María
de Villota.
Y la última
lección del día comenzó con una canción (“Imagina
que no hay países, nada por lo que matar o morir (…) Dirás que soy un soñador,
pero no soy el único”), que Emmanuel
Kelly se marcó en directo recorriendo las primeras filas del auditorio.
Como una estrella. Y nos conquistó a todos, de nuevo (como ya hizo en el Factor X de la televisión australiana),
con su talento, con su sonrisa y con su historia. Una verdadera lección de
superación, caridad, tesón y amor; y de pesadillas convertidas en sueños
realizados, cuando él y su hermano, ambos abandonados de bebés en una caja de
zapatos en un Iraq devastado por la guerra, fueron rescatados por las hermanas
de la caridad y luego adoptados por su ángel particular, Moira Kelly. Los dos
presentaban serias amputaciones en brazos y piernas, consecuencia de las armas
químicas, pero ello no les impidió cumplir sus sueños (“Sueña grande,
trabaja duro y no te rindas nunca”): Ahmed, triunfar en los Juegos Paralímpicos
(en natación); Emmanuel, triunfar en el mundo de la canción (su último éxito: Let Love Find You).
Para ambos, claro, lo que de verdad
importa en la vida es la familia, y la esperanza. Y la BONDAD: Si todos hiciéramos un pequeño acto de
bondad al día, el mundo sería definitivamente diferente. Emmanuel y Ahmed
lo saben bien. Y María y su familia. E Irene. Y los niños haitianos que viven
(¡viven!) bajo el ala protectora de Lucía. Su ángel de la guarda.
Ha pasado un
año y parece que fue ayer. Y uno, que está especialmente sensibilizado en estos
últimos tiempos, no deja de darle vueltas a la cabeza y a la conciencia (y al
lacrimal). Y piensa, en lo más hondo de su corazón: ¡Qué suerte tienes de
recibir estas lecciones imprescindibles año tras año! ¡Qué suerte tienes de
conocer a tanta gente buena y valiosa (y tan altamente contagiosa)! ¡Qué suerte
tienes, Pepe! Y qué poca excusa te queda ya…
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