El 16 de mayo de 1929, en el Hollywood Roosevelt Hotel de Los Ángeles, se celebró la primera ceremonia de entrega de los Oscars; y por primera vez en la historia del cine, se escuchó la voz de un actor en una película, Al Johnson en El Cantor de Jazz. El 14 de mayo de 1988, moría la Voz a los 82 años de edad, en Los Angeles; Frank Sinatra dejó huérfano
El primer Oscar de la historia
La
primera frase que los espectadores pudieron escuchar en una sala de cine fue
“¡Espera un minuto, espera un minuto, no has escuchado nada todavía! ¡Espera un
minuto te digo! ¡No has escuchado nada! ¿Quieres escuchar ‘Toot, Toot, Tootsie’?” la voz era
del actor Al Jonhson, que interpretaba a Jakie Rabinowitz, el hijo de un rabino
ultra ortodoxo que decide seguir su vocación musical como el cantante de jazz
Jack Rubin. En esa primera entrega de los Premios de la Academia de las Artes y
las Ciencias Cinematográficas de Hollywood, el Cantor de Jazz no recibió ningún Oscar, aunque sí un galardón
especial por su contribución al cine; era la única película sonora de la noche.
Además de por su “mayoría silenciosa”, la ceremonia de 1929 fue
muy diferente a como la conocemos en la actualidad: consistió en un sencillo banquete
celebrado en un hotel, no hubo
discursos, duró 45 minutos, los premios se conocían desde meses antes y ningún
medio la retransmitió en directo (por primera y única vez, ya que en la segunda
edición y en las ochenta siguientes los premios siempre han sido retransmitidos
en directo). Esa noche estuvo llena de primeras veces: se entregó el primer Oscar
a la mejor película (Alas, de William
Wellman) y el primer Oscar al mejor director (Frank Borzage por El séptimo cielo) y el primer Oscar al
mejor actor y a la mejor actriz (Emil Jannings y Janet Gaynor), y al mejor
guión y a la mejor fotografía…; y el primer Oscar honorífico (a Warner Bros), y
el primer premio especial (a Charles Chaplin, por su genial versatilidad al
actuar, escribir, dirigir y producir El
circo). Y por primera y única vez se entregó el Oscar a los mejores efectos
de ingeniería (a Roy Pomeroy por Alas, que posee, por tanto, un Oscar único), y también por primera y
única vez se celebró la gala en el Hotel Roosevelt.
Desde aquella primera ceremonia, hace ya 82 ediciones, la estatuilla
dorada conocida como Oscar (creada en 1928
por el escenógrafo Cedric Gibbons,
aunque no fue “bautizada” hasta tres años después, cuando la bibliotecaria de
la Academia, Margaret Herrick, decidió que se parecía a su tío Oscar) ha sido
el objeto de deseo de todos y cada uno de los profesionales del cine; el
becerro de oro que adoran, con envidiable fe, guionistas, compositores,
directores artísticos, diseñadores, directores de fotografía, productores,
editores, directores y actores. Un dios que tiene el poder, a veces milagroso e
incomprensible para los mortales espectadores, de crear estrellas fulgurantes
de la nada o de volver a encender estrellas apagadas durante años con renovado
esplendor.
Y el ganador es… la Voz
Una de esas estrellas que renació de sus apagadas cenizas gracias
al tío Oscar fue Frank Sinatra. La Voz. Aunque , en esta ocasión, no necesitó cantar
ni bailar para ganarse el aplauso del público, de la profesión y hasta de la crítica. Sólo necesitó
actuar. ¡Y de qué manera! En 1953 el actor atravesaba una mala racha. Debido a
sus excesos, escándalos amorosos y juergas varias con su “pandilla de ratas”
(el Rat Pack, como bautizó Lauren
Bacall a Sinatra, Sammy Davis Jr., Dean Martin, Peter Lawford y alguno más), su
casa de discos había cancelado su contrato, no le llegaban ofertas del cine y
había fracasado en la televisión.
Entonces llegó De aquí a la
eternidad (de Fred Zinnemann, con Burt Lancaster, Deborah Kerr, Montgomery
Clift, Donna Reed, Ernest Borgnine), que prometía ser una de las películas más
importantes del año y, de paso, de la historia del cine (como así fue, ganando
8 Oscars). Sinatra luchó, suplicó por el papel del soldado Angelo Maggio;
incluso llegó a ofrecerse gratis, consciente de lo que podría suponer para su
carrera. Pero el productor no le quería. Además, el cantante no parecía el
intérprete más adecuado para un personaje dramático de tanto calado. Sin
embargo, finalmente consiguió el papel. Dio lo mejor de sí mismo, que era
mucho, y realizó una interpretación memorable, intensa, intuitiva, brillante. Y
muy oportuna. De una tacada, ganó el Oscar al mejor actor de reparto, recuperó
su condición de estrella y obtuvo la recompensa extra de la credibilidad como
actor dramático. Los años siguientes nos dejó grandes interpretaciones en
películas como De repente, Como un torrente y especialmente El hombre del brazo de oro, cuyo
personaje del heroinómano Frankie Machine le valió una nominación al Oscar,
esta vez como protagonista (le arrebató la estatuilla Ernest
Borgnine por Marty; precisamente
el actor que interpretó al sargento que le “arrebató” la vida en De aquí a la eternidad).
Hasta aquí la historia del primer y único Oscar de Frank Sinatra.
Ahora viene la leyenda. Y
lo que dice esta leyenda, color film noir,
es que fueron sus conexiones mafiosas las que ayudaron al cantante en
decadencia a conseguir el papel que le devolvió la gloria. Una leyenda
que Mario Puzo recogió en su novela El
Padrino y que el gran Coppola plasmó en la, para muchos, mejor película de
la historia del cine. “Hollywood te va a dar todo lo que le pidas” (Don
Vito) - “Ya es tarde, empiezan a rodar la semana que viene” (Johnny Fontane) -
“A ese Woltz le haré una oferta
que no rechazará” (Don Vito). Nadie sabe a ciencia cierta si fue el padrino
Moretti o Giancana o Lucky Luciano, o cualquier otro amigo mafioso de Sinatra
quien hizo una oferta que no rechazó al productor de la Columbia para darle el
papel de Angelo Maggio, y probablemente no lo sepamos nunca. “Para tener
éxito hay que tener amigos; pero para tener mucho éxito hay que tener muchos
amigos” decía el propio Sinatra. Lo único cierto es que la Voz se convirtió en
el Actor y que en los archivos del FBI se conserva un expediente sobre Francis
Albert Sinatra de 2.403 páginas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario