El ser humano es único en muchas cosas. Por ejemplo, en
complicarse la vida. Por eso, a veces, conviene recordar que las ideas sencillas
son a menudo las mejores ideas. Es una máxima de la publicidad, como bien
definió uno de los mitos de la profesión, Maurice Saatchi, en su discurso
“Brutal Simplicity of Thought”. Y es también una máxima de la humanidad; son legión
las ideas ‘simples’ que, a lo largo de la historia, han cambiado la vida del
ser humano. Casi siempre a mejor.
A mediados
del siglo pasado, cuando Estados Unidos comenzó su carrera espacial —a rebufo
de los soviéticos— los ingenieros de la NASA
se percataron de que los bolígrafos comunes no podían escribir en condiciones
de gravedad cero (la tinta llega a la
punta sólo cuando está boca abajo). El reto tecnológico fue solventado por la
empresa Fisher con una inversión de un millón de dólares y dos
años de pruebas —en alto secreto— que dieron como resultado un bolígrafo de
tinta a presión con el que los astronautas estadounidenses podían escribir en
el espacio, en cualquier posición y bajo condiciones extremas de temperatura y
gravedad. Los rusos, enfrentados al mismo problema, lo resolvieron con… ¡lápices! Una solución mucho más sencilla,
inmediata y, desde luego, más económica.
No sólo para los cosmonautas rusos, el lápiz es uno de los grandes inventos del
ser humano. Gracias a este simple trocito de grafito, artistas, literatos,
historiadores o simples mortales han dejado a lo largo de los siglos su
testimonio o su obra para las generaciones venideras, desde que fue descubierta
una mina de grafito en un pueblecito al norte de Inglaterra, en 1564. Ya en 1792,
el ingeniero francés Jacques-Nicolás
Conté lo perfeccionó mezclando el grafito con arcilla y cubriéndolo de
madera de cedro, formato en el que este paradigma de la sencillez creativa ha
llegado hasta nuestros días.
Otra de esas
sencillas ideas que han cambiado, en este caso, nuestra salud y comodidad a la
hora de viajar por el mundo, es la
maleta con ruedas. Algo que hoy parece obvio, no lo fue hasta 1970. La
bombilla se le encendió al ciudadano estadounidense Bernard Sadow en el aeropuerto de Puerto Rico durante un viaje familiar
en el que sufría lo indecible cargando dos enormes y pesadas maletas; en ese
momento pasó ante sus ojos un empleado portando sin esfuerzo una máquina sobre
una plataforma con ruedas y a Sadow le pareció una genial idea para no volverse
a romper el espinazo en el siguiente viaje («¡Eso
es lo que necesitamos! Ruedas
en el equipaje» le dijo a su mujer). Y le pareció también un magnífico
invento con grandes posibilidades económicas. De forma que ató a su maleta
cuatro pequeñas ruedas con una fuerte correa y trató de vender su “invento
loco que nadie
iba a querer” en todas las tiendas y comercios de Nueva York. Sin excesivo éxito,
hasta que presentó su equipaje rodante al vicepresidente de Macy’s; en octubre de ese mismo año el
prestigioso centro comercial neoyorquino comenzó a vender el ‘obvio’ invento
del visionario Bernard Sadow, con histórico éxito. Veinte años después se eliminaron
dos ruedas y se colocó un mango retráctil en la maleta. Y, de paso, se la bautizó
como trolley.
Unas rayitas en la arena…
A menudo, lo
que hoy consideramos tan normal que incluso nos parece insignificante, fue en
su día un adelanto que cambió la vida de millones de personas e incluso el
devenir de la historia. Tal es el caso de los
alimentos enlatados. Hasta el año 1810, uno de los mayores problemas con
que se enfrentaban los soldados en los campos de batalla no era el enemigo,
sino el abastecimiento. Alimentar todos
los días a miles de hombres, a veces en territorio extranjero y hostil, no era
tarea sencilla. Ni barata. El gobierno francés era consciente de ello, y
ofrecía una recompensa de 12.000 francos a quien desarrollara un método que
permitiera a sus soldados transportar la comida en buen estado a los lugares de
batalla. Fue Nicolas Appert quien
ideó la brillante solución: introducir los alimentos en una lata, sin aire ni
luz, para conservarlos durante más tiempo. Tanto, que su invento aún perdura
dos siglos después.
La historia
de la escritura forma parte de la historia de cada civilización; y cada
alfabeto tiene su propia complejidad lingüística y gramatical. Sin embargo, en
1836 Alfred Vail y Samuel Morse crearon
un lenguaje tan sencillo y universal que ni siquiera utilizaba palabras. Y
que además podía enviar mensajes a kilómetros de distancia sin necesidad de
palomas mensajeras o intrépidos jinetes del Pony
Express. Un código formado por combinaciones de simples rayas y puntos que
unió fronteras y extendió la civilización a base de impulsos eléctricos.
Precisamente,
el ingeniero N. Joseph Woodland estaba
pensando en el código Morse mientras paseaba por la playa una tarde de octubre
de 1948, tratando de hallar una solución para catalogar productos
manufacturados. En la arena dibujó una serie de puntos y rayas a los que añadió
líneas finas y gruesas, respectivamente, creando un código bidimensional, único y universal, capaz de catalogar
cualquier producto en cualquier lugar del mundo. Un método sencillo y
genial conocido como ‘código de barras’.
El símbolo de la felicidad
En 1912, Walter H. Deubner regentaba una
pequeña tienda de comestibles en St. Paul, Minnesota, y se percató de que sus
clientes sólo compraban los productos que les cabían en las manos. ¿Cómo
convencerlos de que comprasen más de lo que podían transportar? Su solución fue simple: una bolsa de papel
con una resistente cuerda a modo de asa. Ese día, Walter H. Deubner cambió para siempre la forma de comprar. Lo mismo
que hicieron en 1950 los empresarios estadounidenses MacNamara y Schneider, fundadores de Diners Club, que tuvieron la genial idea de crear una tarjeta que
permitía a su poseedor realizar cualquier compra en determinados comercios sin
necesidad de llevar dinero encima.
En
cualquiera de los aspectos de la vida, la simplicidad funciona. Cambia el
mundo. Revoluciona la sociedad. La cara sonriente que creó el artista Harvey Ball le llevó 10 minutos en
1971; ese mismo año se vendieron 50 millones de chapitas del Smiley;
apenas tres trazos sobre un fondo amarillo que hoy es un símbolo universal de la felicidad.
Sí, la sencillez puede
cambiar el mundo entero o la vida de una sola persona; como la de aquel mendigo
que se sentaba cada día en su rincón de Central Park, con su avejentado
sombrero abierto a las limosnas y un cartel rezaba «Soy ciego» que, invariablemente,
los transeúntes ignoraban. Hasta que cierto día un publicitario que pasaba por
ahí vio el mensaje, añadió unas palabras con un rotulador y prosiguió su
camino. A partir de ese instante, el sombrero del mendigo comenzó a llenarse de
monedas como por milagro. ¿Qué había escrito aquel hombre? Sólo tres palabras: «Es primavera y soy ciego».
Simplemente.
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