martes, 7 de marzo de 2017

Think simple. Cómo la sencillez más absoluta puede cambiar el mundo



El ser humano es único en muchas cosas. Por ejemplo, en complicarse la vida. Por eso, a veces, conviene recordar que las ideas sencillas son a menudo las mejores ideas. Es una máxima de la publicidad, como bien definió uno de los mitos de la profesión, Maurice Saatchi, en su discurso “Brutal Simplicity of Thought”. Y es también una máxima de la humanidad; son legión las ideas ‘simples’ que, a lo largo de la historia, han cambiado la vida del ser humano. Casi siempre a mejor.

A mediados del siglo pasado, cuando Estados Unidos comenzó su carrera espacial —a rebufo de los soviéticos— los ingenieros de la NASA se percataron de que los bolígrafos comunes no podían escribir en condiciones de gravedad cero (la tinta llega a la punta sólo cuando está boca abajo). El reto tecnológico fue solventado por la empresa Fisher con una inversión de un millón de dólares y dos años de pruebas —en alto secreto— que dieron como resultado un bolígrafo de tinta a presión con el que los astronautas estadounidenses podían escribir en el espacio, en cualquier posición y bajo condiciones extremas de temperatura y gravedad. Los rusos, enfrentados al mismo problema, lo resolvieron con… ¡lápices! Una solución mucho más sencilla, inmediata y, desde luego, más económica.
            No sólo para los cosmonautas rusos, el lápiz es uno de los grandes inventos del ser humano. Gracias a este simple trocito de grafito, artistas, literatos, historiadores o simples mortales han dejado a lo largo de los siglos su testimonio o su obra para las generaciones venideras, desde que fue descubierta una mina de grafito en un pueblecito al norte de Inglaterra, en 1564. Ya en 1792, el ingeniero francés Jacques-Nicolás Conté lo perfeccionó mezclando el grafito con arcilla y cubriéndolo de madera de cedro, formato en el que este paradigma de la sencillez creativa ha llegado hasta nuestros días.

Otra de esas sencillas ideas que han cambiado, en este caso, nuestra salud y comodidad a la hora de viajar por el mundo, es la maleta con ruedas. Algo que hoy parece obvio, no lo fue hasta 1970. La bombilla se le encendió al ciudadano estadounidense Bernard Sadow en el aeropuerto de Puerto Rico durante un viaje familiar en el que sufría lo indecible cargando dos enormes y pesadas maletas; en ese momento pasó ante sus ojos un empleado portando sin esfuerzo una máquina sobre una plataforma con ruedas y a Sadow le pareció una genial idea para no volverse a romper el espinazo en el siguiente viaje («¡Eso es lo que necesitamos! Ruedas en el equipaje» le dijo a su mujer). Y le pareció también un magnífico invento con grandes posibilidades económicas. De forma que ató a su maleta cuatro pequeñas ruedas con una fuerte correa y trató de vender su invento loco que nadie iba a querer” en todas las tiendas y comercios de Nueva York. Sin excesivo éxito, hasta que presentó su equipaje rodante al vicepresidente de Macy’s; en octubre de ese mismo año el prestigioso centro comercial neoyorquino comenzó a vender el ‘obvio’ invento del visionario Bernard Sadow, con histórico éxito. Veinte años después se eliminaron dos ruedas y se colocó un mango retráctil en la maleta. Y, de paso, se la bautizó como trolley.



Unas rayitas en la arena…

A menudo, lo que hoy consideramos tan normal que incluso nos parece insignificante, fue en su día un adelanto que cambió la vida de millones de personas e incluso el devenir de la historia. Tal es el caso de los alimentos enlatados. Hasta el año 1810, uno de los mayores problemas con que se enfrentaban los soldados en los campos de batalla no era el enemigo, sino el abastecimiento. Alimentar todos los días a miles de hombres, a veces en territorio extranjero y hostil, no era tarea sencilla. Ni barata. El gobierno francés era consciente de ello, y ofrecía una recompensa de 12.000 francos a quien desarrollara un método que permitiera a sus soldados transportar la comida en buen estado a los lugares de batalla. Fue Nicolas Appert quien ideó la brillante solución: introducir los alimentos en una lata, sin aire ni luz, para conservarlos durante más tiempo. Tanto, que su invento aún perdura dos siglos después.


La historia de la escritura forma parte de la historia de cada civilización; y cada alfabeto tiene su propia complejidad lingüística y gramatical. Sin embargo, en 1836 Alfred Vail y Samuel Morse crearon un lenguaje tan sencillo y universal que ni siquiera utilizaba palabras. Y que además podía enviar mensajes a kilómetros de distancia sin necesidad de palomas mensajeras o intrépidos jinetes del Pony Express. Un código formado por combinaciones de simples rayas y puntos que unió fronteras y extendió la civilización a base de impulsos eléctricos.
Precisamente, el ingeniero N. Joseph Woodland estaba pensando en el código Morse mientras paseaba por la playa una tarde de octubre de 1948, tratando de hallar una solución para catalogar productos manufacturados. En la arena dibujó una serie de puntos y rayas a los que añadió líneas finas y gruesas, respectivamente, creando un código bidimensional, único y universal, capaz de catalogar cualquier producto en cualquier lugar del mundo. Un método sencillo y genial conocido como ‘código de barras’.


El símbolo de la felicidad

En 1912, Walter H. Deubner regentaba una pequeña tienda de comestibles en St. Paul, Minnesota, y se percató de que sus clientes sólo compraban los productos que les cabían en las manos. ¿Cómo convencerlos de que comprasen más de lo que podían transportar? Su solución fue simple: una bolsa de papel con una resistente cuerda a modo de asa. Ese día, Walter H. Deubner cambió para siempre la forma de comprar. Lo mismo que hicieron en 1950 los empresarios estadounidenses MacNamara y Schneider, fundadores de Diners Club, que tuvieron la genial idea de crear una tarjeta que permitía a su poseedor realizar cualquier compra en determinados comercios sin necesidad de llevar dinero encima.


En cualquiera de los aspectos de la vida, la simplicidad funciona. Cambia el mundo. Revoluciona la sociedad. La cara sonriente que creó el artista Harvey Ball le llevó 10 minutos en 1971; ese mismo año se vendieron 50 millones de chapitas del Smiley; apenas tres trazos sobre un fondo amarillo que hoy es un símbolo universal de la felicidad

Sí, la sencillez puede cambiar el mundo entero o la vida de una sola persona; como la de aquel mendigo que se sentaba cada día en su rincón de Central Park, con su avejentado sombrero abierto a las limosnas y un cartel rezaba «Soy ciego» que, invariablemente, los transeúntes ignoraban. Hasta que cierto día un publicitario que pasaba por ahí vio el mensaje, añadió unas palabras con un rotulador y prosiguió su camino. A partir de ese instante, el sombrero del mendigo comenzó a llenarse de monedas como por milagro. ¿Qué había escrito aquel hombre? Sólo tres palabras: «Es primavera y soy ciego». 

Simplemente.


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