domingo, 5 de febrero de 2017

La batalla -sin sangre- de Croke Park

Más allá del sobredimensionado fútbol hay otros deportes. Y más allá de las continuas lecciones de egolatría, deshonestidad, fanatismo y juego sucio que aporta el fútbol a la sociedad, hay otros deportes llamados minoritarios (que son todos menos el fútbol) que nos ofrecen permanentemente lecciones de todo lo contrario: humildad, respeto, deportividad, nobleza. El rugby es uno de ellos. Y ahora que comienza el torneo de las 6 Naciones, es el momento perfecto para recordar una de esas lecciones. 
Hace 10 años, el 24 de febrero de 2007, los irlandeses ofrecieron al mundo una ejemplar demostración de lo que es deporte y lo que es respeto a los símbolos de los demás, incluso de aquellos que mancharon ese mismo césped con sangre irlandesa 87 años atrás. Hablamos de rugby. Hablamos de historia.


Domingo 21 de noviembre de 1920. La GAA (Gaelic Athletic Association) presenta el gran desafío de la temporada de fútbol gaélico, que enfrenta a los equipos de Tipperary y Dublín. El encuentro está anunciado a las 2:45 p.m., en el magnífico estadio de Croke Park, el más grande del país, orgullo de Irlanda y guardián de sus deportes nacionales. No son buenos tiempos para la Bella Eirín, enzarzada en una guerra de independencia sangrienta contra Inglaterra, que ya dura demasiados años. Esa misma mañana, los hombres de Michael Collins (cabeza de la Hermandad Republicana Irlandesa) habían asesinado a 18 dirigentes del Servicio de Inteligencia Británica infiltrados en sus filas (conocidos como The Cairo Gang), algunos en presencia de sus familias. Un crimen múltiple que la administración británica no puede dejar impune. Alguien lanza una moneda al aire: cara, saqueo de Sackville Street (la calle principal de Dublín, hoy O’Connell St.); cruz, masacre en Croke Park. Sale cruz.
            Esa tarde, minutos antes del comienzo del partido, 10.000 espectadores deseosos de olvidar la guerra, siquiera durante un par de horas, abarrotan las gradas de Croke Park. Un avión sobrevuela el estadio y lanza una señal a las tropas de la División Auxiliar (fuerza paramilitar “secreta” del ejército británico), que entran en tromba y comienzan a disparar indiscriminadamente contra el público desde el césped y la entrada del estadio. Hombres, mujeres y niños corren despavoridos tratando de hallar refugio mientras el fuego de las ametralladoras va segando vidas con total impunidad. Como en una caseta de feria. El balance final, sesenta y cinco heridos y catorce asesinados (entre ellos varios niños y el capitán del equipo, Michel Hogan). A partir de ese domingo sangriento, el estadio Croke Park se convierte en un templo del nacionalismo irlandés y del deporte gaélico; durante 87 años, en su césped se prohíbe cualquier deporte que no sea hurling o fútbol gaélico y se veta toda presencia británica en sus gradas; Dublín no olvida al ‘Auld enemy’ (viejo enemigo). Hasta el 24 de febrero de 2007.

Ese año, el mítico Lansdowne Road (Bóthar Lansdún en irlandés), estadio de fútbol y rugby ubicado en el distrito dublinés de Ballsbridge, sufre una importante remodelación. Los encuentros del Torneo Seis Naciones, el más importante del mundo, deben jugarse en Croke Park. Incluido el que enfrentará a la selección irlandesa y la británica, que además es el primero. Se encienden todas las alarmas –convenientemente atizadas desde la prensa en las semanas previas-: muchos lo ven como una afrenta a Irlanda y a sus muertos. “Es inaceptable que suene el ‘God Save the Queen’ en este césped manchado de sangre”, piensan. “Es una ofensa que un solo inglés se siente en la Grada Hogan”. La tensión se respira en las calles de Dublín; en Lansdowne Road se puede incluso tocar. El país entero aguarda el día 24; Inglaterra aguanta la respiración. Nadie sabe lo que puede ocurrir cuando suene el himno inglés. Pero todos temen que ocurra ‘algo’.

Llega el día. Eddie O’Sullivan, seleccionador irlandés, arenga a sus hombres: “Hoy no juegan ustedes, juega un país, tres generaciones de irlandeses. Contra Francia se puede perder. ¡Ante Inglaterra y en Dublín nunca! Salgan y vuelvan como vencedores o no vuelvan. La historia les espera”. Los jugadores saltan al campo, firmes, expectantes. El público permanece en silencio mientras el presentador anuncia los himnos. Y entonces resuenan, por primera vez en la larga historia de Croke Park, las majestuosas notas de ‘God Save the Queen’, y miles de aficionados ingleses se unen a su equipo entonando -emocionados- “…long to reign over us, God save our Queen”. Ni un silbido, ni una voz, ni un mal gesto enturbia el solemne momento. La respuesta irlandesa llega unos segundos después: “Somos soldados que han jurado su vida a Irlanda / Hemos jurado ser libres. Nunca más la tierra de opresión refugiará al déspota o al esclavo...” el himno irlandés, (Amhrán na bhFiann, ‘Canción del soldado’) cantado por 83.000 corazones irlandeses -orgullosos, patriotas-, acompañando a sus ‘soldados’, que ahí abajo, en el verde campo de batalla –teñido de espeso rojo 87 años atrás- se abrazan unos a otros, entonando su himno con una intensidad y una emoción como no se ha visto nunca en estadio alguno. O’Driscoll, el capitán, abrazado a la bestia Hayes, que solloza como un niño; Stringer, O’Callahan, O’Connell, Flannery, O’Gara... todos al borde del llanto, junto a los 83.000 espectadores, junto a los millones de irlandeses que estarán también en pie, en sus casas, cantando su himno frente al televisor, con la mano sobre el corazón y los pulmones abiertos de par en par.


Y suena la arenga final, la puntilla patriótica, el “Ireland’s Calling”, himno de la selección de rugby que reza, premonitoriamente: “Llegó el día y llegó la hora / el momento del poder y de la gloria. / Hemos venido a responder / a la llamada de Irlanda”. La llamada de Irlanda, ese día, no pedía venganza; no pedía rencor al ‘viejo enemigo’; no pedía sangre por sangre. Pedía respeto, pedía rugby, pedía historia. Y eso es lo que la Selección Irlandesa, el ‘XV del Trébol’, le respondió: una histórica victoria por un aplastante, humillante, 43-13. Y una lección de deportividad y civismo –de ambos equipos, de ambas aficiones- que pasará a la historia de Croke Park y de Irlanda; tal vez en la página contigua a la de aquel domingo sangriento de 1920.



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