Bernard Offen fue uno
de los millones de judíos prisioneros en los campos de exterminio nazis y uno
de los miles que lograron sobrevivir. En su caso, sobrevivió a cinco campos
diferentes. Aquellas prisiones inhumanas alcanzaron la máxima expresión de la
barbarie humana, el ejemplo extremo de hasta dónde es capaz de llegar el hombre
en cuestión de horror y crueldad hacia sus semejantes. Hoy, ocho décadas
después, Bernard Offen quiere mostrar aquel horror a los jóvenes de este siglo
a través de su testimonio directo, porque es necesario que conozcan de primera
mano la verdadera dimensión moral del holocausto; no basta saberlo de oídas.
Tienen que conocer para entender y evitar repetir los mismos errores.
En el congreso
de Lo Que De Verdad Importa las imágenes se suceden
en la pantalla, sobre el escenario: la esvástica como símbolo del honor, del
terror; humillación y crueldad, personas tratadas como ganado, hacinadas en
trenes de muerte, sin agua, sin aire, sin dignidad; montañas de cadáveres
apilados a las puertas de los barracones; frío y muerte; solidaridad
desesperada, niños marcados con la estrella de David, fosas comunes, guerra,
dolor, miedo; colas de esqueletos hambrientos implorando por unas migajas; las
cámaras de gas, humo y hedor proveniente de las incineradoras; Ana Frank (la
testigo), Hitler (el monstruo), las madres tratando de proteger a sus hijos, de
regalarles un día más, unas horas, unos minutos. Ejecuciones, sadismo, un
ejército orgulloso de su patriótica misión y millones de cadáveres abandonados
a su paso.
¿Cómo se puede
sobrevivir a todo ese horror?
Bernard Offen
—polaco, 92 años “de juventud”, pelo blanco acabado en una larga coleta; ojos
profundos, serenos, rebosantes de paz interior— lleva años tratando de
explicarlo, años compartiendo con gentes de todo el mundo la historia que
vivieron él y su familia, su pueblo. “Nací en Podgórze, Cracovia, en
1929. Soy parte de una familia de seis personas. Dos hermanos que
sobrevivieron y una hermana que no, como tampoco mis padres, mi abuela y otras
60 personas de mi entorno familiar que no sobrevivieron. Tenía
apenas 10 años cuando comenzó la guerra; recuerdo que en la radio de mi tío
escuché los discursos de Hitler y, aunque no los entendía, sentía que se cernía
un peligro sobre los judíos, no sabía por qué, aún. Aquel momento fue como una
toma de conciencia del peligro”.
La invasión de
Polonia comenzó en 1939 y a los pocos meses todos los judíos estaban obligados
a colocarse el infame brazalete con la estrella de David bien visible. Quedaban
así inconfundiblemente marcados para la desgracia. También comenzó la
segregación. Camiones militares y soldados entraron en sus barrios,
obligándoles a subir a los vehículos a punta de metralleta; si alguno se
resistía, era ejecutado allí mismo, en plena calle. “Si veías a alguien morir de aquella manera, subías al camión sin
más”. En principio eran enviados a realizar trabajos forzados, pero
algunos ya no volvían. Su padre y su hermano tuvieron suerte, regresaban a casa
cada noche.
En 1941 el gueto de
Cracovia estaba rodeado por un muro de tres metros de altura y alambradas,
vigilados por centenares de guardias; una prisión de la que era imposible
escapar (“¿Os imagináis que, de repente, vuestro barrio está rodeado por un
muro de tres metros de altura y no podéis salir?”). Sin comida suficiente, sin medicamentos, la gente
muriendo por las calles, frío, temor, incertidumbre. Así era el gueto. Una
prisión de miedo y muerte en la que hombres, mujeres y niños trataban
simplemente de sobrevivir un día más. Así vivió Bernard durante 2 años.
“Era 1943 cuando mi
madre y mi hermana desaparecieron del gueto, obligadas a subirse a un camión de
prisioneros. Llegaba, lo cargaban de gente y al que se resistía le disparaban
un tiro en la cabeza. Por aquella época yo me escapaba del gueto a escondidas
para encontrar comida fuera, sobornando a los guardias; volvía al gueto cargado
de alimentos, repartía una parte entre mi familia y la otra la vendía para
poder sobornar a los guardias de nuevo y conseguir más comida. Yo solía salir
muy temprano, antes de las seis de la mañana; pero aquel día era más temprano
de lo habitual, las dos de la mañana. Iba con mi padre, caminando junto a la
alambrada, buscando el hueco por el que colarme hacia exterior; cuando
llegamos, mi padre subió la alambrada desde el suelo y yo me deslicé por
debajo, escapando a las colinas. No entendía por qué mi padre quería que ese
día yo saliera tan temprano, pero así lo hice. Cuando regresé, unas horas
después, tenía los bolsillos llenos de patatas, pan y todo lo que pude
conseguir. Pero no logré volver a entrar en el gueto. Escuché disparos y
gritos. Permanecí oculto entre los arbustos, en lo alto de la colina, desde
donde podía observar el gueto sin ser visto. Las calles estaban ocupadas por
más tropas, las SS y soldados aliados de los alemanes. Más disparos y gritos. Durante
horas. Por la tarde, las tropas se habían marchado y pude entrar sin problema.
Se habían llevado a mi madre y a mi hermana. Vi a mi padre y al instante me di
cuenta de que había cambiado, ya no era el mismo hombre al que había dejado
aquella mañana. Su esposa y su hija de 12 años (mi hermana Miriam) habían
desaparecido”. Bernard Offen no tuvo noticias de ellas hasta mucho tiempo
después. Una vez terminada la guerra descubrieron que los camiones las habían
trasladado hasta el campo de extermino de Balchaus, en el que fueron asesinados
600.000 seres humanos. Una productiva fábrica de muerte.
Ese mismo año de 1943 el gueto fue clausurado. Bernard, su padre y sus hermanos fueron trasladados al campo de Plaszow, a dos kilómetros de Cracovia. Fue su primer campo. Los más jóvenes —niños, en realidad— eran obligados a vigilar al resto de prisioneros; si los soldados descubrían que habían ocultado alguna infracción sin denunciarla, eran ejecutados sin más preámbulos. “Una noche, escuché a uno de los guardias bromear acerca de que nos iban a matar a todos los jóvenes (yo tenía 13 años) en el tren. En cuanto nos metieron en el vagón, salté junto a otros prisioneros. Escuché disparos a mi espalda, pero yo seguí corriendo con todas mis fuerzas, sin mirar atrás”. Esta vez, Bernard logró escapar. Pero la libertad duró poco. Fue capturado de nuevo e internado en otro campo, Julag.
Una de las
consecuencias más tristes de todo aquello fue el hecho de separarse de su padre
y de sus seres queridos. “Mi familia fue alejada, separada de mí para siempre.
Ya no existían, ni existirían nunca más en mi mundo. Yo tenía que tratar de
sobrevivir en el campo, solo. Siempre había otros hombres que trataban de
ayudarme, dándome un trozo de pan o algo de ropa para abrigarme. Aún recuerdo
los rostros de aquellos hombres, a los que llamé mis ángeles. Ellos eran lo
mejor en un lugar de horror, donde pasaban cosas terribles”. Consiguió escapar
también de aquel campo y tuvo la fortuna de encontrar una familia polaca que le
ocultó durante unos días. “Pero debía salir pronto de ahí, porque si los
alemanes me descubrían, matarían a toda esa familia. Ellos corrieron un gran
riesgo por mí. Fueron verdaderos héroes”.
Uno de esos campos de exterminio en los que transcurrió la infancia robada de Offen fue el tristemente célebre campo de Auschwitz. El más conocido, el más cruel, el más inhumano. Pero incluso en aquellas circunstancias terribles había lugar para la compasión, para la solidaridad. “En el día a día del barracón número 5 también tuve a esos ángeles que me ayudaban”. Lo más duro era el hambre: “Todos estábamos famélicos y hambrientos. Recibíamos al día una hogaza de pan para cada cuatro personas, que se dividían en partes iguales con ayuda de una rudimentaria balanza: un trozo de pan en cada extremo, hasta que el peso era exacto. Si pudierais ver a esos cuatro hombres, mirando fijamente sus raciones, podríais comprender hasta qué punto estábamos hambrientos”. Y desesperados. Es en estas situaciones extremas cuando asoma lo mejor y lo peor de cada ser humano. “Una de las peores cosas que allí vi fue robar las posesiones de otra persona, especialmente la comida, ese famélico trozo de pan. A menudo la metodología de supervivencia consistía en proteger tu ración de pan durante toda la noche para poder tener algo que comer por la mañana; otros la intentaban robar, y algunos llegaron incluso al extremo de matar por ese trozo de pan”. Muchos murieron así, asesinados en sus propias literas por otros prisioneros simplemente un poco más desesperados que ellos.
Los días
transcurrían, uno tras otro, en esa situación de permanente horror y miedo, de
hambre y desesperación; la monotonía y la incertidumbre los hacían aún más
insoportables. Y la presencia del sádico doctor Mengele,
que a menudo visitaba los barracones en busca de víctimas para sus monstruosos
experimentos, elevaba el nivel de miedo hasta el límite. ¿Qué fue, en esas
circunstancias terribles, lo que le dio fuerzas a Bernard Offen para
sobrevivir? “Una de las razones fue el enfado con Dios. ¿Por qué estoy aquí?,
me preguntaba. Y la respuesta era por ser judío. En ese diálogo interior con
Dios le dije: si me sacas de aquí cambiaré mi religión a la que tú quieras,
¡pero déjame salir! La otra razón era que yo tenía un fuerte deseo de
sobrevivir. Y quería sobrevivir para poder hacer películas que mostraran al
mundo todo aquello, dar testimonio de ese horror. Mi misión, desde entonces, es hacer todo lo que esté en mi mano
para que eso no se vuelva a repetir. No solo por los alemanes,
sino por nadie, por nadie. Y no estamos tan lejos; si no cambiamos el maltrato,
el odio, el daño que causamos a otros seres humanos por el simple hecho de ser
diferentes, algo parecido puede volver a suceder. Otra vez”.
Pero Bernard Offen
también está aquí, en el congreso de Lo Que De Verdad Importa,
para transmitirnos un mensaje de esperanza; para decirnos, mirándonos a los
ojos, que la vida tiene un lado positivo, que cualquier
experiencia, por dura que sea, se puede superar. Él lo hizo. En
1945 fue liberado el campo de Dachau, última prisión en la que el joven Offen
fue confinado. Aun en aquellos momentos, próximas las tropas aliadas, los
presos temían por sus vidas. No sabían qué iban a hacer los guardias, si
matarlos a todos antes de huir o entregarse al enemigo. “La última noche,
después de una larga marcha, nos encerraron en unos barracones alejados del
campo; por la mañana, al levantarnos, ya no había guardias. Como yo era uno de
los más fuertes, me dijeron que volviera al campo para pedir ayuda. Escuché
disparos de artillería y me escondí en una de las casas de la granja. Desde
allí vi tanques, no sabía si rusos o americanos, y salí con las manos en alto,
llamando su atención. Después de hablar con el comandante de la compañía, dos
soldados me acompañaron hasta donde estaban el resto de los prisioneros”. Los
salvadores llevaban raciones de chocolate que aquellos famélicos despojos
humanos devoraron con fruición; muchos enfermaron por esa causa, y algunos
incluso murieron, porque sus cuerpos, torturados por el hambre durante tanto
tiempo, no podían tolerar ese tipo de alimentos. Lo que necesitaban era tan
solo pan y sopa.
Después de ser
liberado, Bernard permaneció con los aliados durante unos meses, cerca de
Munich. Comida, cuidados médicos, recuperación física y psicológica. Empezó a
preocuparse por su familia, a preguntarse quiénes habrían sobrevivido y quiénes
no. En un campo de refugiados cercano descubrió los nombres de sus hermanos,
Sam y Natan, en una lista de supervivientes. Según aquellos papeles, se
encontraban en Salzburgo. Tras un interminable viaje en un tren de carga llegó
al campo de refugiados de Salzburgo, pero sus hermanos ya no estaban allí.
Habían partido hacia el norte de Italia, le dijeron. Tuvo que esperar un mes
hasta que consiguió los documentos para poder viajar a Italia; atravesó los
Alpes en tren y al llegar al campo de refugiados le confirmaron que,
efectivamente, sus hermanos habían estado allí pero fueron enviados al Hospital
del Ejército Polaco. Dos días en auto-stop y la temida respuesta: “Sí, pero se
fueron a un campo de entrenamiento del ejército polaco”. “¿Dónde? En Bari. Otro
viaje, al sur. Cuando por fin llegó, preguntó en la cantina y le informaron de
que los Offen habían salido a dar un paseo, “por ahí”. “Salí por donde me
habían dicho y vi a lo lejos un par de soldados en shorts kakis que parecían
mis hermanos; fui hacia ellos y… —Bernard Offen aún se emociona al recordar ese
momento; a pesar de los años transcurridos, las emociones permanecen frescas en
su memoria— …nos abrazamos, lloramos, les conté que nuestro padre había muerto
en Auschwitz, nos volvimos a abrazar… Después de aquel encuentro me quedé con
ellos dos semanas, pero luego me marché a otro campo de refugiados y comencé mi
camino”.
Después de unos años
en Polonia, en 1951 los hermanos Offen decidieron emigrar a Inglaterra y luego
a Estados Unidos. En 1981 Bernard decidió regresar a Polonia, por primera vez
desde el fin de la guerra, a enfrentarse con su dolor y sus demonios, “como
parte de mi terapia, de mi proceso de curación”. Hoy es guía en el antiguo gueto de Cracovia y en los campos de
Plaszow y Auschwitz-Birkenau (a veces, las preguntas de los
visitantes le hacen llorar, pero piensa que es importante que conozcan todo lo
que sucedió en aquellos terribles lugares, sin ocultar detalle), y ha realizado
cuatro películas sobre el holocausto. Dar a conocer su historia, aun
a costa de revivir su dolorosa experiencia, tiene un objetivo muy claro: “que algo
así no vuelva a repetirse. Es necesario que los jóvenes
conozcan la historia para que aprendan de nuestros errores”.
Tras su trágico caminar al borde de la muerte en Plaszow, Julag, Mauthausen, Auschwitz-Birkenau y Dachau, Bernard Offen ha sido capaz de perdonar a sus verdugos. “Para mí es necesario perdonar. Si no lo hiciera, llevaría ese odio en mi interior, y estaría haciéndome daño a mí, no a los asesinos, no a la SS, no a los torturadores. Decidí dejarlo ir, porque no podemos cambiar lo que sucedió, pero sí evitar que vuelva a suceder”. Y es capaz también de sonreír: “no siempre, pero lo intento. Me da fuerza. Una sonrisa consigue que otras personas sonrían. Cuando somos negativos, deprimimos a los demás, y cuando somos positivos los levantamos. Es una elección, elegimos en cada momento cómo somos para nosotros mismos y para los demás”. Y es que, para este superviviente de uno de los episodios más negros de la humanidad, lo que de verdad importa es precisamente eso, “las personas, los seres humanos”.
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