sábado, 17 de abril de 2021

Bernard Offen en Lo Que De Verdad Importa. Perdonar, pero no olvidar


Bernard Offen fue uno de los millones de judíos prisioneros en los campos de exterminio nazis y uno de los miles que lograron sobrevivir. En su caso, sobrevivió a cinco campos diferentes. Aquellas prisiones inhumanas alcanzaron la máxima expresión de la barbarie humana, el ejemplo extremo de hasta dónde es capaz de llegar el hombre en cuestión de horror y crueldad hacia sus semejantes. Hoy, ocho décadas después, Bernard Offen quiere mostrar aquel horror a los jóvenes de este siglo a través de su testimonio directo, porque es necesario que conozcan de primera mano la verdadera dimensión moral del holocausto; no basta saberlo de oídas. Tienen que conocer para entender y evitar repetir los mismos errores.

 


En el congreso de Lo Que De Verdad Importa las imágenes se suceden en la pantalla, sobre el escenario: la esvástica como símbolo del honor, del terror; humillación y crueldad, personas tratadas como ganado, hacinadas en trenes de muerte, sin agua, sin aire, sin dignidad; montañas de cadáveres apilados a las puertas de los barracones; frío y muerte; solidaridad desesperada, niños marcados con la estrella de David, fosas comunes, guerra, dolor, miedo; colas de esqueletos hambrientos implorando por unas migajas; las cámaras de gas, humo y hedor proveniente de las incineradoras; Ana Frank (la testigo), Hitler (el monstruo), las madres tratando de proteger a sus hijos, de regalarles un día más, unas horas, unos minutos. Ejecuciones, sadismo, un ejército orgulloso de su patriótica misión y millones de cadáveres abandonados a su paso.

¿Cómo se puede sobrevivir a todo ese horror?

Bernard Offen —polaco, 92 años “de juventud”, pelo blanco acabado en una larga coleta; ojos profundos, serenos, rebosantes de paz interior— lleva años tratando de explicarlo, años compartiendo con gentes de todo el mundo la historia que vivieron él y su familia, su pueblo. “Nací en Podgórze, Cracovia, en 1929. Soy parte de una familia de seis personas. Dos hermanos que sobrevivieron y una hermana que no, como tampoco mis padres, mi abuela y otras 60 personas de mi entorno familiar que no sobrevivieron. Tenía apenas 10 años cuando comenzó la guerra; recuerdo que en la radio de mi tío escuché los discursos de Hitler y, aunque no los entendía, sentía que se cernía un peligro sobre los judíos, no sabía por qué, aún. Aquel momento fue como una toma de conciencia del peligro”.

La invasión de Polonia comenzó en 1939 y a los pocos meses todos los judíos estaban obligados a colocarse el infame brazalete con la estrella de David bien visible. Quedaban así inconfundiblemente marcados para la desgracia. También comenzó la segregación. Camiones militares y soldados entraron en sus barrios, obligándoles a subir a los vehículos a punta de metralleta; si alguno se resistía, era ejecutado allí mismo, en plena calle. “Si veías a alguien morir de aquella manera, subías al camión sin más”. En principio eran enviados a realizar trabajos forzados, pero algunos ya no volvían. Su padre y su hermano tuvieron suerte, regresaban a casa cada noche.

 



En 1941 el gueto de Cracovia estaba rodeado por un muro de tres metros de altura y alambradas, vigilados por centenares de guardias; una prisión de la que era imposible escapar (“¿Os imagináis que, de repente, vuestro barrio está rodeado por un muro de tres metros de altura y no podéis salir?”). Sin comida suficiente, sin medicamentos, la gente muriendo por las calles, frío, temor, incertidumbre. Así era el gueto. Una prisión de miedo y muerte en la que hombres, mujeres y niños trataban simplemente de sobrevivir un día más. Así vivió Bernard durante 2 años.

“Era 1943 cuando mi madre y mi hermana desaparecieron del gueto, obligadas a subirse a un camión de prisioneros. Llegaba, lo cargaban de gente y al que se resistía le disparaban un tiro en la cabeza. Por aquella época yo me escapaba del gueto a escondidas para encontrar comida fuera, sobornando a los guardias; volvía al gueto cargado de alimentos, repartía una parte entre mi familia y la otra la vendía para poder sobornar a los guardias de nuevo y conseguir más comida. Yo solía salir muy temprano, antes de las seis de la mañana; pero aquel día era más temprano de lo habitual, las dos de la mañana. Iba con mi padre, caminando junto a la alambrada, buscando el hueco por el que colarme hacia exterior; cuando llegamos, mi padre subió la alambrada desde el suelo y yo me deslicé por debajo, escapando a las colinas. No entendía por qué mi padre quería que ese día yo saliera tan temprano, pero así lo hice. Cuando regresé, unas horas después, tenía los bolsillos llenos de patatas, pan y todo lo que pude conseguir. Pero no logré volver a entrar en el gueto. Escuché disparos y gritos. Permanecí oculto entre los arbustos, en lo alto de la colina, desde donde podía observar el gueto sin ser visto. Las calles estaban ocupadas por más tropas, las SS y soldados aliados de los alemanes. Más disparos y gritos. Durante horas. Por la tarde, las tropas se habían marchado y pude entrar sin problema. Se habían llevado a mi madre y a mi hermana. Vi a mi padre y al instante me di cuenta de que había cambiado, ya no era el mismo hombre al que había dejado aquella mañana. Su esposa y su hija de 12 años (mi hermana Miriam) habían desaparecido”. Bernard Offen no tuvo noticias de ellas hasta mucho tiempo después. Una vez terminada la guerra descubrieron que los camiones las habían trasladado hasta el campo de extermino de Balchaus, en el que fueron asesinados 600.000 seres humanos. Una productiva fábrica de muerte.

Ese mismo año de 1943 el gueto fue clausurado. Bernard, su padre y sus hermanos fueron trasladados al campo de Plaszow, a dos kilómetros de Cracovia. Fue su primer campo. Los más jóvenes —niños, en realidad— eran obligados a vigilar al resto de prisioneros; si los soldados descubrían que habían ocultado alguna infracción sin denunciarla, eran ejecutados sin más preámbulos. “Una noche, escuché a uno de los guardias bromear acerca de que nos iban a matar a todos los jóvenes (yo tenía 13 años) en el tren. En cuanto nos metieron en el vagón, salté junto a otros prisioneros. Escuché disparos a mi espalda, pero yo seguí corriendo con todas mis fuerzas, sin mirar atrás”. Esta vez, Bernard logró escapar. Pero la libertad duró poco. Fue capturado de nuevo e internado en otro campo, Julag.

Una de las consecuencias más tristes de todo aquello fue el hecho de separarse de su padre y de sus seres queridos. “Mi familia fue alejada, separada de mí para siempre. Ya no existían, ni existirían nunca más en mi mundo. Yo tenía que tratar de sobrevivir en el campo, solo. Siempre había otros hombres que trataban de ayudarme, dándome un trozo de pan o algo de ropa para abrigarme. Aún recuerdo los rostros de aquellos hombres, a los que llamé mis ángeles. Ellos eran lo mejor en un lugar de horror, donde pasaban cosas terribles”. Consiguió escapar también de aquel campo y tuvo la fortuna de encontrar una familia polaca que le ocultó durante unos días. “Pero debía salir pronto de ahí, porque si los alemanes me descubrían, matarían a toda esa familia. Ellos corrieron un gran riesgo por mí. Fueron verdaderos héroes”.



Uno de esos campos de exterminio en los que transcurrió la infancia robada de Offen fue el tristemente célebre campo de Auschwitz. El más conocido, el más cruel, el más inhumano. Pero incluso en aquellas circunstancias terribles había lugar para la compasión, para la solidaridad. “En el día a día del barracón número 5 también tuve a esos ángeles que me ayudaban”. Lo más duro era el hambre: “Todos estábamos famélicos y hambrientos. Recibíamos al día una hogaza de pan para cada cuatro personas, que se dividían en partes iguales con ayuda de una rudimentaria balanza: un trozo de pan en cada extremo, hasta que el peso era exacto. Si pudierais ver a esos cuatro hombres, mirando fijamente sus raciones, podríais comprender hasta qué punto estábamos hambrientos”. Y desesperados. Es en estas situaciones extremas cuando asoma lo mejor y lo peor de cada ser humano. “Una de las peores cosas que allí vi fue robar las posesiones de otra persona, especialmente la comida, ese famélico trozo de pan. A menudo la metodología de supervivencia consistía en proteger tu ración de pan durante toda la noche para poder tener algo que comer por la mañana; otros la intentaban robar, y algunos llegaron incluso al extremo de matar por ese trozo de pan”. Muchos murieron así, asesinados en sus propias literas por otros prisioneros simplemente un poco más desesperados que ellos.

Los días transcurrían, uno tras otro, en esa situación de permanente horror y miedo, de hambre y desesperación; la monotonía y la incertidumbre los hacían aún más insoportables. Y la presencia del sádico doctor Mengele, que a menudo visitaba los barracones en busca de víctimas para sus monstruosos experimentos, elevaba el nivel de miedo hasta el límite. ¿Qué fue, en esas circunstancias terribles, lo que le dio fuerzas a Bernard Offen para sobrevivir? “Una de las razones fue el enfado con Dios. ¿Por qué estoy aquí?, me preguntaba. Y la respuesta era por ser judío. En ese diálogo interior con Dios le dije: si me sacas de aquí cambiaré mi religión a la que tú quieras, ¡pero déjame salir! La otra razón era que yo tenía un fuerte deseo de sobrevivir. Y quería sobrevivir para poder hacer películas que mostraran al mundo todo aquello, dar testimonio de ese horror. Mi misión, desde entonces, es hacer todo lo que esté en mi mano para que eso no se vuelva a repetir. No solo por los alemanes, sino por nadie, por nadie. Y no estamos tan lejos; si no cambiamos el maltrato, el odio, el daño que causamos a otros seres humanos por el simple hecho de ser diferentes, algo parecido puede volver a suceder. Otra vez”.



Pero Bernard Offen también está aquí, en el congreso de Lo Que De Verdad Importa, para transmitirnos un mensaje de esperanza; para decirnos, mirándonos a los ojos, que la vida tiene un lado positivo, que cualquier experiencia, por dura que sea, se puede superar. Él lo hizo. En 1945 fue liberado el campo de Dachau, última prisión en la que el joven Offen fue confinado. Aun en aquellos momentos, próximas las tropas aliadas, los presos temían por sus vidas. No sabían qué iban a hacer los guardias, si matarlos a todos antes de huir o entregarse al enemigo. “La última noche, después de una larga marcha, nos encerraron en unos barracones alejados del campo; por la mañana, al levantarnos, ya no había guardias. Como yo era uno de los más fuertes, me dijeron que volviera al campo para pedir ayuda. Escuché disparos de artillería y me escondí en una de las casas de la granja. Desde allí vi tanques, no sabía si rusos o americanos, y salí con las manos en alto, llamando su atención. Después de hablar con el comandante de la compañía, dos soldados me acompañaron hasta donde estaban el resto de los prisioneros”. Los salvadores llevaban raciones de chocolate que aquellos famélicos despojos humanos devoraron con fruición; muchos enfermaron por esa causa, y algunos incluso murieron, porque sus cuerpos, torturados por el hambre durante tanto tiempo, no podían tolerar ese tipo de alimentos. Lo que necesitaban era tan solo pan y sopa.

 

Después de ser liberado, Bernard permaneció con los aliados durante unos meses, cerca de Munich. Comida, cuidados médicos, recuperación física y psicológica. Empezó a preocuparse por su familia, a preguntarse quiénes habrían sobrevivido y quiénes no. En un campo de refugiados cercano descubrió los nombres de sus hermanos, Sam y Natan, en una lista de supervivientes. Según aquellos papeles, se encontraban en Salzburgo. Tras un interminable viaje en un tren de carga llegó al campo de refugiados de Salzburgo, pero sus hermanos ya no estaban allí. Habían partido hacia el norte de Italia, le dijeron. Tuvo que esperar un mes hasta que consiguió los documentos para poder viajar a Italia; atravesó los Alpes en tren y al llegar al campo de refugiados le confirmaron que, efectivamente, sus hermanos habían estado allí pero fueron enviados al Hospital del Ejército Polaco. Dos días en auto-stop y la temida respuesta: “Sí, pero se fueron a un campo de entrenamiento del ejército polaco”. “¿Dónde? En Bari. Otro viaje, al sur. Cuando por fin llegó, preguntó en la cantina y le informaron de que los Offen habían salido a dar un paseo, “por ahí”. “Salí por donde me habían dicho y vi a lo lejos un par de soldados en shorts kakis que parecían mis hermanos; fui hacia ellos y… —Bernard Offen aún se emociona al recordar ese momento; a pesar de los años transcurridos, las emociones permanecen frescas en su memoria— …nos abrazamos, lloramos, les conté que nuestro padre había muerto en Auschwitz, nos volvimos a abrazar… Después de aquel encuentro me quedé con ellos dos semanas, pero luego me marché a otro campo de refugiados y comencé mi camino”.

Después de unos años en Polonia, en 1951 los hermanos Offen decidieron emigrar a Inglaterra y luego a Estados Unidos. En 1981 Bernard decidió regresar a Polonia, por primera vez desde el fin de la guerra, a enfrentarse con su dolor y sus demonios, “como parte de mi terapia, de mi proceso de curación”. Hoy es guía en el antiguo gueto de Cracovia y en los campos de Plaszow y Auschwitz-Birkenau (a veces, las preguntas de los visitantes le hacen llorar, pero piensa que es importante que conozcan todo lo que sucedió en aquellos terribles lugares, sin ocultar detalle), y ha realizado cuatro películas sobre el holocausto. Dar a conocer su historia, aun a costa de revivir su dolorosa experiencia, tiene un objetivo muy claro: “que algo así no vuelva a repetirse. Es necesario que los jóvenes conozcan la historia para que aprendan de nuestros errores”.



Tras su trágico caminar al borde de la muerte en Plaszow, Julag, Mauthausen, Auschwitz-Birkenau y Dachau, Bernard Offen ha sido capaz de perdonar a sus verdugos. “Para mí es necesario perdonar. Si no lo hiciera, llevaría ese odio en mi interior, y estaría haciéndome daño a mí, no a los asesinos, no a la SS, no a los torturadores. Decidí dejarlo ir, porque no podemos cambiar lo que sucedió, pero sí evitar que vuelva a suceder”. Y es capaz también de sonreír: “no siempre, pero lo intento. Me da fuerza. Una sonrisa consigue que otras personas sonrían. Cuando somos negativos, deprimimos a los demás, y cuando somos positivos los levantamos. Es una elección, elegimos en cada momento cómo somos para nosotros mismos y para los demás”. Y es que, para este superviviente de uno de los episodios más negros de la humanidad, lo que de verdad importa es precisamente eso, “las personas, los seres humanos”.  

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