La noche del 14 al 15 de abril de
1912 tuvo lugar uno de los peores desastres marítimos en tiempos de paz de la
historia; y, desde luego, el más célebre. Fueron muchas las circunstancias que
convirtieron este naufragio en leyenda –la tragedia en sí, el elevado número de
muertos, la insuficiente cantidad de botes, la diferencia de clases en las
prioridades del salvamento- pero son más aún los extraños sucesos que lo
envolvieron, las misteriosas coincidencias que condujeron al titánico buque a
hundirse inevitablemente en las gélidas aguas del Atlántico Norte.
El crucero
más grandioso, rápido, moderno, lujoso y seguro del planeta parte del puerto de
Southampton, con bandera de nacionalidad británica. Ha sido construido
expresamente para atravesar el Atlántico a mayor velocidad que ningún otro
buque, portando en sus fastuosos camarotes a los más adinerados miembros de la
alta sociedad mundial. La compañía está orgullosa de su obra maestra y ha dado
orden al capitán de navegar a toda máquina hasta el puerto de destino. Será un
buen reclamo publicitario. Sus tres poderosas hélices mueven las 70.000
toneladas a una velocidad de 25 nudos, cortando las olas a su paso como una
gigantesca cuchilla. No hay peligro, aseguran sus creadores, a pesar de la
niebla y otras amenazas imprevisibles y más que probables; el barco es
“insumergible”. A unas 400
millas al este de la isla de Terranova el aire se enfría
repentinamente. La niebla es densa, pero el monstruo flotante mantiene su
frenética velocidad. De pronto, el vigía grita con fuerza –y pánico-: “¡Iceberg
a proa!”
Un instante después esa proa choca violentamente contra la
descomunal masa de hielo y el “insumergible” portento de la ingeniería moderna comienza
a hundirse en las oscuras y frías aguas. Y con él dos tercios de los 2.177
pasajeros. No hay botes de salvamento para todos. Pocos minutos después, el Titán se sumerge definitivamente en el
océano y desaparece de la vista de los 705 afortunados supervivientes.
¿Titán? Sí, has leído
bien. La tragedia del hundimiento del Titán
fue relatada por el marino y escritor Morgan Robertson 15 años antes del
naufragio del Titanic, en 1897. La
novela de título Futility (inutilidad)
-que fue reeditada en 1912, unas semans antes del naufragio del Titanic, con el más sugerente nombre The Wreck of the Titan (‘El naufragio
del Titán’)- coincide asombrosamente con el suceso real. No sólo en el nombre
de la nave, la ambición y arrogancia de sus armadores y la helada causa del
desastre, sino también en detalles tan precisos como el puerto de partida
(Southampton), la velocidad (25 nudos), el insuficiente número de botes
(24-20), el tamaño y el tonelaje (70.000 -66.000), el número de supervivientes
(705-605) y el lugar del siniestro (a 400 millas de Terranova
en ambos casos).
Tal vez podamos achacar a la casualidad las múltiples
coincidencias entre el Titán y el Titanic, sin embargo el visionario
Robertson –oficial de la marina mercante estadounidense además de prolífico
escritor aficionado- escribió en 1914 otra novela, de título ‘Más allá del
espectro’, en la que pronosticó una guerra entre Estados Unidos y Japón,
provocada por un ataque furtivo de estos últimos en el mes de diciembre y en la
que modernos aviones lanzaban “bombas soles”, tan poderosas que podían destruir
una ciudad entera en segundos. Descrito treinta años antes de Pearl Harbor y el
Enola Gay.
Pero si la novela de Robertson predijo el desastre del Titanic 14 años antes de que ocurriera, el
célebre periodista británico William Thomas Stead –pionero del periodismo de
investigación- lo hizo con 26 años de antelación. El 22 de marzo de 1886, Stead
publicó un artículo llamado ‘Cómo el buque-correo se hundió en mitad del
Atlántico, por un superviviente’, en el que un vapor de gran tamaño colisiona
con otro barco, provocando una gran pérdida de vidas debido a la escasez de
botes de salvamento. “Esto es exactamente lo que podría suceder, y sucederá, si
las naves zarpan con pocos botes salvavidas” añadía Stead.
El periodista y editor aún se acercó más al Titanic en 1892,
cuando publicó un relato titulado ‘Del Viejo al Nuevo Mundo’, en el que un
navío de pasajeros, el Majestic,
rescata un puñado de supervivientes procedentes de otro buque que había
colisionado con un iceberg. El Majestic
era un barco real y en aquellos años se encontraba capitaneado por Edward Smith…
el primer y último capitán del Titanic.
Sin embargo, la relación de Stead con el Titanic
es aún más curiosa y, sobre todo, mucho más trágica. En 1910, dos años antes
del hundimiento, dio una conferencia sobre seguridad en los barcos de
pasajeros, que ilustró con un dibujo en el que él mismo aparecía como víctima
de un naufragio. Una ficción que se hizo dramática realidad en la noche del 14
de abril de 1912. Lo más sorprendente es que Stead no tenía previsto realizar
el viaje en el Titanic y fue un conocido futurólogo, W. De Kerlor, quien unos
meses antes lo ‘vio’ embarcado rumbo a América y “envuelto en una catástrofe
marítima junto a cientos de personas”. Incluso hubo un sacerdote británico que
le envió una carta premonitoria sobre el naufragio de un transatlántico en su
viaje inaugural.
Pese a todos estos avisos y oscuras premoniciones –o precisamente
por ellos- W. T. Stead, adalid del nuevo periodismo, defensor de los derechos
de la mujer, abogado de los oprimidos y firme candidato al Nobel de la Paz aquel año, decidió
embarcarse en Southampton rumbo a Nueva York en ese portento de la ingeniería
marítima absolutamente insumergible. Precisamente el motivo de su viaje era
asistir a un congreso de paz, invitado por el presidente de los Estados Unidos,
William Howard Taft. Pero un iceberg se cruzó en su camino. Cuentan los
supervivientes que, tras el choque fatal, Stead ayudó a cuantas mujeres y niños
pudo para embarcarlos en los botes en un acto “típico de su generosidad, coraje
y humanidad”. Después de que todos los botes hubieron partido, Stead regresó a
la sala de fumadores de Primera Clase donde fue visto por última vez sentado en
una butaca de cuero, leyendo parsimoniosamente un grueso libro. Su cuerpo nunca
fue recuperado.
Sí lo fue, en cambio, el cuerpo del
violinista Wallace Hartley, otro de los héroes del Titanic. Durante el hundimiento –que se prolongó cerca de tres
horas- los ocho miembros de la banda, dirigidos por Hartley, no dejaron de
tocar sus instrumentos en ningún momento, primero en el salón y después en
cubierta, con la intención de que los pasajeros mantuvieran la calma y la
esperanza. Testigos supervivientes afirmaron en su día que la última melodía
que interpretaron fue ‘Nearer, my God, to Thee’ (‘Más cerca, Señor, de Ti’).
Ninguno de los ocho sobrevivió. El hecho sorprendente, aparte de su romántico
heroísmo, es que el cadáver de Hartley fue hallado con su violín fuertemente
amarrado al pecho (había sido un regalo de su prometida), pero al ser
repatriado a Gran Bretaña el instrumento había desaparecido. Después de un
siglo de misterio, fue recuperado y subastado en 2013, por la considerable cifra de 900.000 libras. La anécdota miserable la pone la
propia naviera propietaria del barco insumergible, White Star Line, que cobró a
la familia del héroe el coste de la pérdida de su uniforme.
Además del violinista Wallace
Hartley, otras 1.516 personas fallecieron en el naufragio; y 705 pudieron ser
rescatadas de los botes salvavidas, después de sobrevivir al desastre y a la
hipotermia. Era el destino que tenían asignado. Hubo otros pasajeros que también
salvaron sus vidas porque el destino, o la bendita casualidad, cambió sus
planes de embarcar. Es el caso del que iba a ser segundo ingeniero de a bordo,
Colin McDonald, que declinó la oferta debido a un oscuro presentimiento. Condon
Middleton tenía su pasaje desde hacía tiempo y una incontenible ilusión por ser
protagonista de aquel viaje histórico; pero poco antes de la partida, soñó con
el hundimiento del barco dos noches consecutivas y anuló la reserva en el
último momento.
Hubo quien cambió de idea casi con
un pie a bordo, como el empresario J. P. Morgan, propietario de la naviera, que
canceló su billete a causa de una superstición inesperada, cuando ya tenía su
equipaje en el lujoso camarote. Inexplicable es también el caso del señor y la
señora Wanderbright, que habían enviado previamente a su mayordomo a organizar
el equipaje en la estancia reservada, pero a escasos minutos de zarpar
decidieron no subir a bordo, abandonando a sirviente y equipaje a su suerte. El
propio dueño de la constructora, Lord Gird, que acostumbraba a realizar todos
los viajes inaugurales de sus barcos, no lo hizo en esta ocasión.
Efecto Titanic
La
concatenación de sucesos fatales, que conducen inevitablemente a un desastre –que
se podía haber evitado fácilmente- se conoce como ‘efecto Titanic’. Desde
luego, tiene su razón de ser:
· La causa
de que en aquella primavera hubiera tal abundancia de icebergs en la zona de
Terranova es doble: por una parte el desprendimiento inusual de placas de hielo
en Groenlandia y por otra su desplazamiento a una gran velocidad, debido a una excepcional
fuerza gravitatoria de la luna y el sol (la luna alcanzó el punto más cercano
a la Tierra en 1400 años).
· Si el
Titanic hubiese chocado de proa contra el Iceberg, se habría podido mantener a
flote, incluso seguir navegando, con tan sólo dos compartimentos inundados.
· Si el vigía
hubiera avistado el iceberg 5 segundos antes se hubiera evitado la colisión. Si
lo hubiera hecho 5 segundos después, se hubiera estrellado de frente.
· Si el
primer oficial, Murdoch, no hubiese dado la orden de marcha atrás, el buque
habría pasado junto al iceberg sin tocarlo.
· Si esa noche hubiese habido viento, o los vigías hubiesen tenido prismáticos, el iceberg habría sido avistado con tiempo suficiente para evitar la catástrofe.
· El exceso
de confianza -de soberbia, de vanidad, de autoengaño- y la consiguiente falta de previsión fue, probablemente, la más
culpable de las causas de la tragedia.
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