Cuando hace unos días, el diputado Fran Carrillo soltó eso de «estoy hasta los cojones de todos nosotros», además de emular al que fuera presidente de la I República, Estanislao Figueras, reflejó con gran fidelidad el sentir (el sufrir) de millones de españoles que están también hasta los cojones de todos ellos, en general, empezando por el presidente del gobierno y su extensa corte, continuando por el resto de presidentes autonómicos, por los diputados nacionales y regionales y los dirigentes de todos los partidos, sindicatos y demás asalariados de los españoles, incluyendo, en lugar destacado, al portavoz sanitario y su peculiar sentido del humor.
A un año de
aquella fatídica fecha de marzo, en la que el cielo cayó sobre nuestras cabezas
y fuimos condenados a un cruel arresto domiciliario, sin juicio previo (y justo
un día después, casualidades de la vida, de estar todas y todos vociferando por
las calles, en grupos de miles y cientos de miles), a un año de aquel día de
mierda, digo, todos hablan –o gritan- de los estragos que la pandemia ha
provocado –y provoca- en la salud, en los negocios, en la socialización, en los
hábitos, en la vida incluso, pero pocos,
muy pocos, levantan la voz frente a uno de los efectos secundarios más devastadores
del maldito bicho: la hastaloscojonitis aguda.
Yo la padezco desde hace tiempo. Lo confieso. Y va a más. Lo sé porque me hago pruebas semanalmente y, además de dar positivo, el nivel de hastaloscojonitis se agudiza y endemiza cada vez más. Se hace fuerte en mí, la muy jodida. Y no veo ni tratamiento ni vacuna a medio plazo. Y eso la agudiza aún más, con vehemencia y hasta con regodeo.
Los síntomas de esta hastaloscojonitis aguda son claros: impotencia, incredulidad, hartazgo, indefensión, cabreo, vergüenza y una extrema falta de respeto hacia la autoridad incompetente. Esos «servidores públicos» (¡me parto!) que llevan un año, 365 días contados, toreándonos, mareándonos, engañándonos, insultándonos y matándonos mientras dedican su tiempo, su energía y nuestro dinero a su particular juego de tronos, a sus vergonzosos tejemanejes y descarados pagos de favores, a sus maniobras orquestadas en la oscuridad, a sus multicampañas de manipulación, a su politiqueo ruin, perverso y pestilente.
Hace un año
escribí, en referencia al silencio que lo envolvió todo a causa del
confinamiento: «Sólo espero, sí, que tras
este estremecedor silencio afloren las conciencias en lugar de los odios. Y que
se abran las mentes a las ideas del otro. Y que se admitan los errores, con
humildad y sinceridad, y las críticas no sean destructivas, para variar. Sólo
espero que aprendamos a valorar lo bueno que tenemos, que es mucho, en lugar de
alardear de lo malo, que además de perjudicial es estúpido. Sólo espero que
nuestra bandera común, nuestro ideario sean la generosidad, la bondad, la
tolerancia, el sentido común, la mirada limpia. Sé que es mucho esperar, siendo
como somos, y teniendo lo que tenemos dirigiendo el cotarro, pero la esperanza
es hoy un valor en alza, y hay que aprovechar el momento.»
Cuán equivocado estaba. Aquella esperanza “en alza” de las primeras semanas –de aplausos, solidaridad y resistirés- fue muy pronto aniquilada, volatilizada, desintegrada… en cuanto entró en juego la cizaña de la política. Y en cuanto nos dimos cuenta, los pobres mortales, de en qué manos estábamos. Había otras prioridades, hermanos. Y se resumían en una sola: PODER. Así, mientras ellos juegan al monopoly político, ya sin máscaras ni disimulos, los demás seguimos cumpliendo a rajatabla, como buenos ciudadanos, con las restricciones impuestas desde la más absoluta subjetividad y la peor de las incompetencias (que yo sepa, seguimos sin comité de expertos, más allá del bromista, inoperante y siempre impreciso Simón). Diecisiete subjetividades y diecisiete incompetencias, por concretar un poco más.
Esta Semana Santa, lo mismo que el minipuente de mi santo, seguiré sin poder hacer una excursión a Valsaín, Segovia, ni bañarme en mi adorado Cantábrico, aunque vaya con mascarilla, PCR negativa, duerma en mi propia casa y viaje con mis convivientes (lo que antes llamábamos familia); sí puedo, en cambio, unirme a medio millón de madrileños en el Retiro, a un millón en Navacerrada y a dos millones de terraceo por el centro. O unirme a una fiesta clandestina de dos días y dos noches con un grupo de jóvenes franceses –que sí pueden venir sin mayor problema- en un piso turístico cualquiera de la capital. También puedo ir de compras a un atestado hipermercado de Madrid, pero no pasear por un desierto encinar en Cáceres, al lado de casa de mi hermana, no vaya a ser que nos contagie un jabalí una nueva variedad del bicho y la fastidiemos ya del todo. Otra opción es Punta Cana o las Maldivas, que ahí sí puedo, pero no me llega…
En fin. Es
lo que hay. Pero no me malinterpreten. Esta endémica hastaloscojonitis aguda que padezco no la ha producido el
coronavirus de marras, ni el sobresaturado uso de la mascarilla o el gel
hidroalcohólico, ni la falta de planes familiares o sociales, ni siquiera la
nostalgia del mar, que tanto añoro y necesito. No, lo que me provoca estos
jodidísimos síntomas (recuerden: impotencia, incredulidad, hartazgo,
indefensión, cabreo, vergüenza y una extrema falta de respeto hacia la
autoridad incompetente) es ver que, mientras mueren españoles por decenas de
miles, se arruinan españoles por cientos de miles y se desesperan españoles por
millones, los políticos españoles (con
los responsables del cotarro a la cabeza) siguen pasándose a los españoles por
el forro, pendientes únicamente de sus desmesurados ombligos, de sus cuotas de
poder y de sus asuntos sucios. Y la calculadora que suma, resta, multiplica
y divide los votos, propios o ajenos, es la misma que no cuenta los muertos.
Los muertos no votan.
Pues eso.
Que estamos hasta los cojones de todos vosotros. Menos mal que los madrileños
tendremos, al menos, un leve desahogo democrático el próximo cuatro de mayo.
May the forth. O May The Force, para
los fans de Star Wars. Que la fuerza –y el sentido común- nos acompañe…
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