Firhall es un pequeño pueblo residencial
a orillas del río Nairn, en la espectacular y escarpada costa de Moray Firth, al
nordeste de Escocia. Firhall podría ser un pueblo más de las Tierras Altas, con
sus verdes infinitos, sus paseos junto al río, sus campos de golf, sus barcos
de recreo, sus casitas acojedoras con jardines perfectos… un pueblo como
cualquier otro, con una diferencia: en Firhall no existen los niños.
En Firhall, como en el relato de Poe, reina
el silencio. No hay gritos ni risas ni berrinches; no se escuchan los molestos
sonidos de las bicicletas ni el bullicio de un partido de fútbol; no hay
monopatines correteando por las calles ni llantos de bebé; ni el alboroto
insufrible de los columpios o la comba, rompiendo el apacible silencio del
parque al atardecer. No, en Firhall no hay ruidos ni molestias ni bullicio. En
Firhall todo es calma y quietud. En el pueblo sin niños a orillas del río
Nairn, sólo se escucha el silencio.
Firhall nació hace ocho años, cuando un
avispado promotor vendió la idea de una suerte de paraíso en el que los
escoceses pudieran envejecer con tranquilidad, en un lugar donde sólo se
respirara paz, sosiego y el aire fresco de los fiordos. Un verdadero paraíso
para jubilados. Claro que lo más chocante es que el mínimo de edad se
estableciera en 45 años, que es una edad, cuando menos, temprana para envejecer.
“No somos un pueblo de ogros –aseguran-, no odiamos a los niños”. Y en efecto,
les permiten recibir las visitas de nietos y sobrinos algunos fines de semana;
siempre que el bullicio de los pequeños salvajes no perturbe el sosiego de tan
desestresado edén. Cierto es que, para concederse alguna alegría, o compañía,
lo que sí les permiten tener es perro (uno por hogar, eso sí), aunque no
especifican las reglas si están prohibidos los ladridos, las peleas y las
deposiciones inconvenientes.
Lo que ganan los firhallenses con esta peculiar normativa no es poco: calles
limpias, ausencia total de molestias, partidos de golf sin interrupciones,
seguridad y comodidad, jardines sin pisadas, noches silenciosas. Lo que
pierden, sin embargo, es más: alegría, carcajadas, felicidad, compañía, magia…
vida. Decía Mario Puzo que la única riqueza en este mundo son los niños, más que todo el
dinero y el poder; y el autor de El Padrino sabía mucho de
dinero, de poder… y de familia. Y así lo han visto no pocos de los residentes
de Firhall, que han decidido vender sus silenciosas propiedades y retirarse a
otros lugares donde sus nietos puedan quedarse todo el tiempo que quieran,
corretear por los parques, jugar, gritar, reírse, saltar e incluso dejar sus
pisadas en el jardín.
Leyendo esta noticia sobre el
pueblo escocés, y aprovechando que hace poco revisité la inmortal obra de J. M. Barrie, (también escocés, de Kirriemuir, a unas millas al
sur de Firhall), no puedo evitar pensar en su Peter Pan y el País de Nunca
Jamás, que en realidad no es sino un reflejo inverso del pueblo sin niños. Esto es, un
país de niños sin adultos, un paraíso a medida que se rige por reglas propias,
sin interferencias de los mayores, donde la magia y la risa reinan en perfecta
armonía (“¿Sabes, Wendy?, cuando el primer niño rió por primera vez, su risa
se rompió en miles de pedazos que se fueron dando saltos, y así fue como
aparecieron las hadas”). Pero incluso en ese mundo mágico, alegre y eternamente
infantil, que queda allá por la segunda
estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer, los niños acaban sintiendo
nostalgia de sus familias, añoran su hogar, a sus padres, a sus madres. Porque
los necesitan. Para crecer, aunque no quieran; para aprender a amar. Como los
padres (y los abuelos) necesitan a los
niños, su risa, su alegría, su alboroto, su amor, su anarquía. Su ruido. Porque,
aunque a veces no lo quieran recordar, ellos también fueron niños.
Y uno, que ha superado con creces los 45 otoños mínimos para instalarse en Firhall, cuando mira
a sus hijos (dieciséis, catorce y diez años), especialmente si andan gritando a coro
y a pleno pulmón, hay momentos en los que no puede evitar pensar en ese paraíso, y
en sus casitas de jardines perfectos, y en sus parques inmaculados y en sus
paseos por el río Nairn y en su tranquila seguridad y en su silencio, bendito
silencio, y… ¿Y qué quieren que les diga? Que me quedo con el bendito ruido del
País de Nunca Jamás.
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