Uno, lo
reconozco, tiende a veces a la melancolía. Será el alma de poeta que en el
fondo siempre estuvo ahí, al acecho. Pero sienta bien. Al menos durante un fin
de semana de visita fugaz a un tiempo, a una edad, a un lugar que sí, sin duda,
fue mejor. O más fácil. Y de ahí vengo. Con todo el jet lag emocional revoloteando por mi
cabeza como el cuervo de Poe por su habitación, tras colarse por
la ventana. Inquieto. Añorante. Sensible. Sólo eso y nada más.
Pero,
insisto, sienta bien. Añorar el pasado, volver a lo que uno fue y vivió,
veintitantos años atrás; revivir los sentimientos, volver a soñar los sueños
que luego nunca fueron, retornar aquella vida despreocupada y feliz, aquella
sensación de libertad en la que sólo existía el ahora, el aquí; donde el futuro
no era sino una mera hipótesis difusa, aún por definir, y el pasado no era
necesario pues en realidad no había nada que añorar. Todo lo opuesto a este
hoy, en que la preocupación por el futuro apenas te deja tiempo para el
presente y tienes que echar mano del pasado para darle un poco de sentido a
todo esto.
Sí, a veces
viene bien hacer un viaje al pasado, de “cuerpo presente”. Volver a pasarte las
horas sentado en el malecón, simplemente mirando el mar, viendo las olas,
admirando a las viejas glorias, observando a los nuevos talentos, esperando tu
momento para entrar al agua con tu vieja Jeff Crawford, otra vez, y con el ratón de Guetaria de eterno
testigo mudo, de “fondo de pantalla” de lujo. Volver a saborear el salitre, a
paladear la brisa, a dejar tu huella en la arena húmeda en aquellos largos
paseos en los que no hacía falta pensar, tan solo mirar las olas (y quizá
admirar algo más). Volver a sentir la libertad de aquellos veranos sin horas,
en los que todos los días eran sábado noche (“sábado la noche” bramaba Moris),
en los que a veces sólo pasabas por casa para desayunar y coger la tabla y las
gafas de sol, porque había buenas olas y eso era infinitamente más importante que
dormir.
Volver a
disfrutar esas conversaciones intrascendentes, en las que apenas cabían tres o
cuatro temas: surf, música, noche (con todos sus subtemas) y poco más. Volver a
escuchar la banda sonora de un tiempo y un lugar que se encontraba a años luz,
en cultura musical, de lo que se escuchaba en Madrid. No importaba el local, ni
la fauna nocturna que lo habitara, la buena música era un fijo, un obligado. Un must. Del Fany al Nashville, del Marina al Kupela, del Mármol al Sausalito. Y el
Antxe, que fue el último reducto de los viejos rockeros que nos resistíamos a los
nuevos ritmos y modas.
Volver a los
pintxos, a las txuletas o al txangurro de Astillero, o a las cenas en la
sociedad de turno, el mejor plan del mundo mundial; volver al paseo en bici por el pueblo,
saludando a discreción, visitando los “santos” lugares (el mercado, la tienda
de música de Iñaki, Juanita, Pukas…); volver a escuchar el Gure Aita, que
estremece más que un tubo en Mundaka; volver a sentarte en la terraza del Golf, de
cara al mar, con una cerveza en copa y miles de recuerdos a flor de piel (¡y
Arguiñano!).
Volver a ver
a la gente, a tu gente. Sentir —saber— que por muchas hojas del calendario que
hayan caído en el tiempo sigue siendo ayer, que nunca te has ido. Que siguen frescas las
risas y la cerveza, y el Ballantine’s con hielo; que el eco de aquel “¡La vida
es jauja!” no se llegó a apagar del todo. Más arrugas, quizá, pero el mismo
espíritu. Hijos, canas, kilos, años, pero los mismos veintitantos cuando nos
ponemos a recordar. Parece que hables del fin de semana pasado o del año
pasado, pero no más allá. Y tal vez sea así, tal vez no hayan pasado veinte años.
Porque el pasado se hace presente con la presencia, porque la nostalgia se
esfuma cuando estás ahí. Porque hay cosas que no cambian, que siempre permanecen.
Porque te siguen queriendo. Porque les sigues queriendo. Y porque sabes que,
por muy lejos que estés —en la distancia y en el tiempo— basta que vuelvas dos
días para sentir que siempre has estado ahí.
Este fin de
semana, sentado en el malecón de Zarauz, mi Zarauz, pensando en todo y en nada,
mirando las olas, dejándome abrazar por la brisa y el salitre, paseando por
los rincones de ayer, aflorando la risa tonta y las anécdotas y la
amistad, me he vuelto a sentir en casa. Sin necesidad de nada más.
Sí, a veces
hay que volver al pasado para darte cuenta de que nunca te fuiste, nunca te has
ido, nunca te irás.
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