Magda no creía en la Navidad. La verdad es que Magda no creía ya
en casi nada. Salvo en su propia miseria. De sus envejecidos y harapientos cincuenta
años recién cumplidos, había pasado treinta en la calle. Indigente, la
llamaban. Escoria de la escoria, se definía ella. Había sido adicta a casi
todo: a la heroína, cuando había con qué; al pegamento, cuando no; a la
metadona, en los momentos en que le quedaba un atisbo de lucidez y admitía a
regañadientes la caridad culpable de su odiada sociedad. En los últimos años,
sólo le restaba ya la adicción al vino barato y a su propia soledad. Durante el
día bebía y a veces hasta sacaba fuerzas para pedir limosna, pero casi siempre
simplemente la esperaba, aletargada (semiinconsciente), reclinada en su rincón
de cartones y miseria. Por la noche dormía, pero no soñaba; porque la escoria sólo puede
permitirse soñar con escoria y, para eso, mejor no soñar. No pedía nada a la
vida, pues sabía que la vida ya nada le iba a dar. Si acaso, abandonarla
definitivamente de una vez. Morir. Morir. Morir. «Dios mío, deja que me muera.
Deja que me muera… por favor…».
Habían pasado ya treinta años. Treinta años desde que le
arrebataron a su bebé, a su niña, a su vida. Incapacitada, la declararon.
¿Incapacitada para qué? ¿Para querer a su hija más que a su vida? ¿Para darle
todo el amor que una madre puede dar, que es todo el amor del mundo? Se la
quitaron. Se la robaron. Se la llevaron, y con ella se llevaron también su
corazón y su cordura. Lo único que le dejaron fue una foto, descolorida ya por
el paso del tiempo y por el roce de sus ásperas y ennegrecidas manos (¡Pero qué guapa era,
tan regordeta! Y con esos dos curiosos lunares detrás de la oreja, que eran
como la Tierra y la Luna, le gustaba pensar. «Tú eres la Tierra, mi amor. Y yo
la Luna, que para eso estoy loca. Y la Tierra no puede vivir sin la Luna. Y la Luna no puede vivir sin la Tierra»). Pero aquel día la Luna se quedó sola. Y, durante treinta
años de lunática locura, esa foto fue su único puente con la cordura. Y durante
treinta años, la esperanza de volver a ver a su niña fue su única razón para
seguir viva. Aunque sólo fuera para morir entre sus brazos, como ella había nacido
entre los suyos, aquella Nochebuena treinta años atrás.
Pero esa noche, también Noche Buena (para el mundo decente, porque
para los miserables todas las noches son malas), todo apuntaba a que iba a ser
su última noche. La neumonía ya no huía del alcohol, como otras veces, y la
fiebre subía en proporción inversa a la temperatura de su gélido rincón de cartones y mantas raídas. Esa noche, Magda lloró.
Llanto de sangre y hielo. De sangre y de dolor por la vida vivida, por la vida perdida; de helada tristeza
porque no iba a morir en brazos de su niña.
Apenas estaba consciente cuando los servicios sociales la rescataron de su pozo de miseria y cartón. Apenas escuchó la furibunda sirena de la ambulancia del Samur. Apenas notó el pinchazo en su brazo calloso. Sin embargo, en su nebulosa moribunda, sí sintió la mano de la enfermera cogiendo la suya. Firme y cariñosa. Y sí vio, con absoluta nitidez, sus ojos comprensivos, llenos de amor sincero, sin falsa compasión. Y también percibió el calor (¡la vida!) de sus labios tiernos besando su mejilla como sólo una hija es capaz de besar a una madre (o eso quería pensar). Y en ese preciso instante, sus ojos ya casi apagados por la muerte inminente, Magda pudo ver los dos pequeños lunares que la enfermera tenía, apenas visibles, detrás de su oreja. Y un segundo antes de entregarse a la muerte, mirando a los ojos de la joven con toda la ternura acumulada durante treinta años, aferrándose a su mano dulce y familiar, Magda sonrió. Y su sonrisa dibujó una palabra, apenas un susurro, un último suspiro extrañamente vivo y pleno: «…María…».
Apenas estaba consciente cuando los servicios sociales la rescataron de su pozo de miseria y cartón. Apenas escuchó la furibunda sirena de la ambulancia del Samur. Apenas notó el pinchazo en su brazo calloso. Sin embargo, en su nebulosa moribunda, sí sintió la mano de la enfermera cogiendo la suya. Firme y cariñosa. Y sí vio, con absoluta nitidez, sus ojos comprensivos, llenos de amor sincero, sin falsa compasión. Y también percibió el calor (¡la vida!) de sus labios tiernos besando su mejilla como sólo una hija es capaz de besar a una madre (o eso quería pensar). Y en ese preciso instante, sus ojos ya casi apagados por la muerte inminente, Magda pudo ver los dos pequeños lunares que la enfermera tenía, apenas visibles, detrás de su oreja. Y un segundo antes de entregarse a la muerte, mirando a los ojos de la joven con toda la ternura acumulada durante treinta años, aferrándose a su mano dulce y familiar, Magda sonrió. Y su sonrisa dibujó una palabra, apenas un susurro, un último suspiro extrañamente vivo y pleno: «…María…».
Maravilloso Pepe. Maravilloso.
ResponderEliminarUn beso
Maravilloso Pepe.
ResponderEliminarMaravilloso.
Me encanta como escribes, lo bonita que haces la realidad, como fluye el amor entre tus lineas... Eres de los mejores. No te canses. Feliz 2016 y sige haciendo lo que de verdad importa. Te quiere mucho tu tutora favorita
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