Cuando Antoine
de Saint Exupéry dijo, en boca de su Principito, “a veces no sabes lo que
puedes hacer hasta que lo intentas como si supieras que lo vas a hacer” no se
refería, probablemente, a Liz Murray
y el pozo de miseria del que tenía que escapar con urgencia. O sí. El caso es
que eso fue exactamente lo que hizo Liz: intentarlo… y conseguirlo. Salir de la
calle y entrar en Harvard. A pesar de que su vida decía que era absolutamente
imposible.
La vida
de Liz Murray comenzó en el Bronx, y
comenzó mal. Hija del “flower power”, sus padres eran dos hippies más que
habían pasado de la lisérgica felicidad de los 70 a la drogadicción terminal
sin apenas ser conscientes de ello. Las víctimas también fueron sus dos hijas,
de las que nunca supieron (ni pudieron) ocuparse. En casa de los Murray apenas
si había comida en la mesa, aunque no solían faltar las cucharas y demás
utensilios siempre prestos para preparar el chute de heroína. “Aprendí desde
los cuatro años que mamá y papá tenían extraños hábitos de los que no me
informaban” explica hoy la
superviviente Liz. A veces, las hermanas
lograban engañar al hambre cenando cubitos de hielo o racionando un tubo de
dentífrico; a veces, veían cómo el pavo que la parroquia les había donado para
Acción de Gracias volaba para convertirse en unas dosis; a veces, volaba
incluso la paga que las niñas recibían por algún cumpleaños. La vida de Liz se
arrastraba entre las calles del Bronx, los cuidados a su madre enferma, que la
obligaron a dejar el colegio, y la miseria indolente de su padre.
A los
15 años, la vida de Liz fue a peor. Su madre murió de sida, perdieron su casa y
su padre se trasladó a un hogar para los sin techo; su hermana se instaló en la
cama de un amigo y Liz, a falta de amigo, en el metro y en los gélidos bancos
de los parques neoyorquinos. En esas noches de terrible soledad, de negro
vacío, recordaba la frase que, entre vómito y vómito, le repetía siempre su
madre: “Algún día llegarán tiempos mejores”. Una idea que a Liz se le antojaba
inalcanzable desde el infierno en que la había sumido la vida.
“Hay un mundo mejor. Y yo quiero vivir en
él”
Pero el infierno es uno
mismo, sentenció T. S. Eliot (que, por cierto, estudió en Harvard). Y
desde ese mismo infierno, pozo de soledad y miseria, donde no quedaba nada más
que perder, donde no quedaba ya nada en lo que creer, Liz creyó en sí misma. Y
entonces supo, en ese momento, que tenía que hacer su elección: podía dejarse
vencer por todo aquello que sucedía a su alrededor y arrastrar una vida de
excusas… o podía empujarse a sí misma, impulsarse hacia arriba y cambiar su
vida. Podía dejarse morir, como sus padres, o luchar por vivir. Liz apostó por
vivir. A los 17 años regresó al instituto y acabó los cuatro años que le
quedaban en sólo dos, estudiando horas extra por las noches. La
perseverancia, la esperanza y la voluntad es lo que tienen. Especialmente la
voluntad, esa fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la
energía atómica, como afirmaba Einstein.
Cierto
día, un amigo la convenció para apuntarse a una visita de estudiantes a la Universidad de Harvard. Ante el centenario escudo encarnado, que reza “ve ri tas” (verdad) abrazado
por la dorada corona de laurel, se juró a sí misma que tenía que llegar allí, a
lo más alto. “Soy
lista. Sé que puedo conseguirlo. Sólo necesito una oportunidad para trepar
fuera de este lugar en el que he nacido. Sé que hay un mundo mejor ahí fuera,
un mundo mejor repartido. Y yo quiero vivir en él”. Y lo hizo. Logró una beca
que concedía el New York Times a los mejores estudiantes, y en otoño de 2000 se
matriculó en una de las universidades más antiguas, prestigiosas y elitistas
del mundo. En junio de 2009, tras un paréntesis de tres años que Liz dedicó a
cuidar a su padre, enfermo de sida (murió en 2006), se graduó en Harvard. “Eres
tú quien hace que tu vida suceda. Nadie más lo va a hacer por ti”.
Hoy, a los 38 años, Liz
Murray es doctora en Psicología Clínica, colabora en campañas para
proporcionar alimento a los niños sin techo (“para que no tengan que cenar
cubitos de hielo”) y recorre el
mundo presentando su libro ‘Breaking Night: A
Memoir of Forgiveness, Survival, and My Journey from Homeless to Harvard’ (un
auténtico best seller en su país), trasladando su mensaje de superación e inspirando a
miles de jóvenes desfavorecidos para ayudarles a cambiar sus vidas. Ella lo logró,
desde luego: “Mis padres eran drogadictos
terminales. Yo soy licenciada en Harvard”. Un acertado resumen para una gran
historia.
La leyenda de Harvard
Liz
Murray ya forma parte de la leyenda de Harvard. Una leyenda que comenzó en 1636
en Cambridge, Massachussets, y que a lo largo de su historia ha dado al mundo
44 Premios Nobel, 7 presidentes de Estados Unidos, otros tantos de varios
países, y decenas de celebridades universales de las letras, la música, el
arte, la política, las finanzas, las humanidades y demás altas esferas de la sociedad. Una rica
historia dedicada a la búsqueda de la excelencia académica y social, y una orla
de ilustres a la que hay que añadir, probablemente por única vez, a una
mendiga.
La historia de Liz Murray está incluida en mi libro La muerte del egoísmo.
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