lunes, 2 de abril de 2018

Sergio y Juanma Aznárez. Lo que de verdad importa es la sonrisa



«Me llamo Sergio, soy ciego y tengo autismo. Soy una persona muy feliz.» Dicen que las desgracias nunca vienen solas, y tal vez sea verdad, si queremos verlo así. En el caso de Sergio Aznárez podemos pensar que una desgracia (nacer sin ojos) vino acompañada de otra (un autismo severo); y quizá tendríamos razón. Pero también podríamos pensar que esas presuntas desgracias vinieron acompañadas de una bendición, con nombre y apellidos: Juanma Aznárez, el hermano mayor de Sergio. El mejor ángel de la guarda que Sergio podía haber soñado, y también el mejor compañero de aventuras, el mejor amigo, el mejor cómplice. Yendo un poco más allá en la reflexión, podríamos pensar que para Juanma y sus padres el nacimiento de un hermano/hijo ciego y autista fue también una desgracia, una carga, una limitación a su felicidad. Sin embargo, para ellos fue también una bendición, y una ilimitada fuente de felicidad. No es la típica frase bienintencionada, o un pensamiento buenista, estando donde estamos. Es lo que dice —con hechos contundentes— la historia de estos dos hermanos, el maravilloso viaje que han vivido juntos a lo largo de treinta años. Y lo dice muy alto y muy claro. Tan alto y tan claro como las palabras que pronunció Sergio en su presentación del congreso Lo Que De Verdad Importa. «Me llamo Sergio, soy ciego y tengo autismo. Soy una persona muy feliz.»

Sergio nació sin ojos; en realidad, el nombre oficial es microftalmia severa, lo que significa que tenía los ojos del tamaño de una cabeza de alfiler. El resultado es el mismo: ceguera total. En cualquier familia, aquello podía haber supuesto un drama terrible, pero la reacción de la madre de Sergio dejó poco lugar para la duda: «¡Anda, pues la vida igual empieza a ponerse interesante ahora!». Juanma tenía año y medio en aquel entonces y, obviamente, no comprendió la trascendencia de esa frase. Con los años entendió que el de su madre fue el gran ejemplo de cómo hay que tomarse la vida. Y aprendió muy bien la lección. Desde que tiene memoria, Juanma recuerda estar siempre al lado de su hermano menor, ayudándolo, entendiéndolo, compartiéndolo todo. Los momentos buenos y los regulares (malos, malos, no recuerda haber tenido). «Crecimos juntos. Pasamos la varicela juntos. Hemos pasado por todo, con nuestro padre y nuestra madre, con la moto. Éramos una familia que nos sentíamos realmente afortunados. Una de las cosas que decía mi padre era que Sergio era un milagro. Para el que lo supiera entender, venía con un mensaje casi de otra dimensión. Y claro, con esos dos mensajes, de padre y de madre, yo creo que ya nos estaban dando mucho desde muy pequeños…» En efecto, los Aznárez se sienten plenamente afortunados con la vida que les ha tocado. Por todo lo que tienen, por todo lo que pueden hacer —y lo que han hecho—, por todo lo que han aprendido unos de los otros y de sí mismos; cosas que no todos aprendemos y que probablemente ellos no habrían aprendido de no haber contado con la ayuda inestimable de Sergio. Una actitud positiva, generosa, ilusionada e ilusionante, disfrutona, entregada a la vida con pasión. Y tremendamente contagiosa.
            Y no “a pesar” de lo Sergio, sino precisamente por ello.


Tenía que ser la música

Desde los primeros días, la familia Aznárez se dio cuenta de que la ceguera de Sergio no venía sola. Además de no ver, el pequeño Sergio no respondía a ciertos estímulos, y no sabían bien por qué. Simplemente se agarraba a su madre, o a su padre y poco más. Con año y medio fue sometido a un sinfín de operaciones; le pusieron unas prótesis, según los médicos para evitar que se le deformara la cara; le quitaron piel de los brazos para ponérsela en los ojos. Con sólo un año y medio de vida. Tampoco hablaba, ni gateaba, ni reaccionaba, sólo rechazaba; y llegaron a pensar que todo ese rechazo era consecuencia del trauma provocado por tanta operación. Tan sólo movía la cabeza compulsivamente, de un lado a otro, sin parar. Casi era lo único que hacía.
            Nadie tenía una respuesta a lo que le pasaba a Sergio. Y con los años no mejoró. Más bien lo contrario. Sufría crisis de pánico continuamente, hiperventilaba, se arañaba la cara. Intentaron un tratamiento de estimulación precoz, que a Sergio no le gustaba en absoluto. Pretendían enseñarle a subir escaleras, lo que era una barandilla, un escalón, pero a él le daba exactamente igual lo que era una barandilla o un escalón, se plantaba ahí y se negaba a subir las escaleras, simplemente. «Podían pasar muchos minutos, incluso horas, hasta que Sergio dijera “sí” o “qué”. Hacían falta horas para lo más básico entre lo básico, para que conectara con el mundo, para que asimilara lo que intentábamos decirle. Pero lo que quería y necesitaba era otro tipo de estímulos.» En el colegio, los profesores intentaban estimularle de diferentes maneras, dejando que Sergio interactuara con los demás alumnos. Pero los resultados eran similares: nulos. Todo era muy experimental, y muy poco efectivo.

Hasta que llegó la música. Y todo cambió. De repente, de estar desconectado, de estar completamente ausente, de no hablar, no disfrutar, ni siquiera estar, pasó a una nueva situación radicalmente distinta. Una amiga de la familia, Mati, les presentó a un amigo profesor de música. A ver si en la sala de música, pensó, tocando los instrumentos, hay algo que le guste. Y vaya si le gustó. En aquella sala, rodeado de instrumentos y estímulos sonoros, de música, de magia, Sergio se transformaba en otra persona. Se movía, reaccionaba, andaba, disfrutaba, tocaba. Incluso cantaba. El poder de la música. Y no sólo era una cuestión de terapia, de meros estímulos, Sergio poseía un verdadero don para la música, lo que se denomina oído absoluto. Tenía cuatro años. Estuvo dando clases durante dos décadas, hasta que su profesor, Pepe, sufrió un ictus y perdió, además del habla y otras funciones del cerebro, sus habilidades musicales. Lo bonito de esta historia es que el profesor, a través de su alumno, volvió a recordar la música, volvió a aprender, volvió a interpretar. Fueron redescubriéndolo juntos, Pepe y Sergio, intercambiando los papeles de una manera maravillosa. Otra gran lección de vida.



Un tándem inseparable. E insuperable

Aparte la música, hubo otro punto de inflexión en la infancia de Sergio que también marcó las diferencias. Su madre acudió a una conferencia de Ángel Riviere, el mayor experto mundial en autismo, y le pidió si podía ver a su hijo. Riviere accedió y, efectivamente, le diagnosticó autismo, trastorno de Kanner con patrón de soledad mental; un autismo bastante severo acompañado de ceguera, lo que suponía un problema muy complicado, muy difícil de trabajar.
            En aquellos años Sergio, de la mano de su hermano Juanma, aprendió a disfrutar un poco de la vida, más allá de la música. Juntos jugaban, se tiraban a la piscina, se reían. Formaban un buen tándem ya desde pequeños. Pero también seguía teniendo sus momentos difíciles Sergio: se arañaba, se mordía, rompía su ropa, rompía muebles, le rompía las gafas a su hermano —y a cualquier extraño con gafas que pillara por la calle—, llegó incluso a tirar a su gato por la ventana, siete pisos. «Pero no le pasó nada», apunta Sergio. Bueno, no exactamente, aclara Juanma: «El gato sobrevivió, aunque con la pata rota por tres o cuatro sitios, y luego engordó porque se movía poco…» En realidad, no había maldad, era la etapa en la que Sergio estaba investigando.

A los dos hermanos les llegó el momento de trasladarse a Madrid desde su Cuenca natal. Juanma a un internado y Sergio a la ONCE, donde tuvo alguna dificultad para entrar debido a su autismo; no sabían cómo trabajar con él. Tardaron dos años en aceptarlo, pero finalmente entró. Y allí aprendió, entre otras muchas cosas, a leer y escribir en braille y a desenvolverse solo en su mundo de oscuridad. Era como una esponja, con una capacidad inagotable de aprender. Hizo también grandes amistades y empezó a vivir pequeñas aventuras con su hermano Juanma, preludio de las grandes aventuras que compartirían después. «Yo le recogía y nos íbamos a Cuenca en tren. La verdad es que nos lo pasábamos bastante bien. Era como un reto que nos hacía especiales. No me parecía un problema. Me encantaba llegar al colegio de la ONCE y saber que me habían dado un permiso para que, siendo menor de edad, me dejaran recoger a mi hermano; luego nos metíamos en el metro, llegábamos a la estación y nos subíamos al tren… a veces cuando ya había arrancado. Recuerdo haber metido en marcha a mi hermano y las maletas, y el empleado de turno gritando: “¡Pero bueno, ¿estáis locos, chavales?!”»

Juanma quería hacer otras cosas en la vida, tenía otras inquietudes, sentía otras llamadas, y dejó el internado para aventurarse hacia un nuevo mundo para él, Inglaterra. Un verano para aprender inglés, se dijo. Pero se quedó cinco años, trabajando en una empresa de eventos. Disfrutó enormemente de la experiencia, hizo muchos amigos, una gran familia. Pero le faltaba su hermano. Fue también una fantástica experiencia para Sergio el día que abandonó su casa en Cuenca, sus horarios, su orden, su seguridad y se fue a vivir una temporada a Brighton, a esa casa de locos entrañables que se habían convertido en la nueva familia de Juanma. Y que acogieron a Sergio como su hermano favorito desde el primer instante. Amigos del alma, de los de verdad.
       Después de aquellos años en Inglaterra, Juanma se fue a descubrir el Sureste Asiático durante seis meses. De Hong Kong a Singapur, con su mochila, y a ver qué pasaba por el camino. «Me lo pasé genial, conocí gente increíble y no paraba de pensar en mi hermano. Allá donde iba, pensaba: “¡Qué bien se lo pasaría Sergio aquí!” y me preguntaba por qué no me lo había llevado conmigo. Yo les decía a mis padres que un día me iba a llevar a Sergio a Tailandia, y que ya veríamos si volvíamos…» Pero la idea salió de su madre, y fue una de las mejores sorpresas de su vida: se fueron a Tailandia los tres. Sergio disfrutó como un niño cada momento, cada sensación, cada pequeña experiencia; la textura del país, los olores, el sonido de los templos… 

Demostró una vez más que no era un simple acompañante, sino el mejor de los compañeros de viaje. «Se portó fenomenal, no se quejaba del cansancio ni de nada. ¡Con lo quejica que había sido, hasta decir me planto, me voy, me araño! Ahí nos dimos cuenta de que era un crack y podía con todo». Y todo aquello se trasladó a Cuenca, a su vida diaria. Ahora Sergio va a la piscina, al gimnasio, practica yoga, canta en el coro, hace percusión… y ha llegado a dar clases de claqué. «Así es Sergio, donde lo pongas, disfruta». También le encanta la poesía, y recita de memoria su favorita: «Soy un guardador de rebaños. / El rebaño es mis pensamientos / y todos mis pensamientos son sensaciones. / Pienso con los ojos y con los oídos / y con las manos y los pies / y con la nariz y la boca. / Pensar una flor es verla y olerla. / Comerse una fruta es conocer su sentido. / Por eso, cuando en un día de calor me siento triste de disfrutarlo tanto / y me acuesto estirado en la hierba, / cierro los ojos calientes, / siento todo mi cuerpo acostado en la realidad / y soy feliz.»



La sonrisa verdadera

Juanma y Sergio llegaron a un punto en el que sintieron la necesidad de contar sus experiencias y aprendizajes mutuos. Para ellos era algo importante, algo grande, y así llamaron precisamente a la página de Facebook con la que empezaron a compartir su historia, Algo Grande para Sergio. Y algo grande fue también el siguiente viaje que emprendieron juntos, muy juntos: nada menos que en tándem hasta Marruecos. «Pensamos ir en tándem a ver a Mati, la maestra y amiga de Sergio, que vivía en Marruecos, y para eso pedimos un montón de apoyos, hablamos con gente famosa, hicimos un crowdfunding; y aquello empezó a crecer, a hacerse una pelota que parecía un sueño. Y era un sueño. Cuando lo pienso me pregunto cómo lo hemos conseguido. Y creo que ha sido porque nuestro sueño era contagioso.» Ese sueño contagió a muchísima gente anónima que colaboró para hacerlo realidad, y también lo apoyaron famosos como Matías Prats, Isabel Gemio, Roberto Brasero, Mónica Carrillo, Santi González… que actuaron como propagadores del contagio. Se recorrieron las televisiones con un vídeo casero en el que mostraban su sueño, se lo enseñaron también a cantantes, actores, presentadores, y la pelota se iba pasando de unos a otros. Auténtica viralidad. Y Juanma, alucinado, preguntándose una y otra vez ¿pero qué pasa aquí? «Pasaba que había una cosa auténtica, que es el Sergiete, y ganas de tener una experiencia que todos querían saber cómo se iba a desarrollar. Y encima nosotros queríamos hacerlo con un pedazo de equipo de rodaje. Para que os hagáis una idea, al final fuimos diez personas, más nosotros dos y una persona de producción local en Marruecos. En todos los sitios de España nos dejaron dormir, nos dieron de comer, porque conocían el proyecto y les fuimos pidiendo esos apoyos. Entramos en Marruecos con todo ese equipo de rodaje. Nosotros íbamos con nuestro tándem, y también iba un coche delante con el equipo que había estado haciendo toda la preproducción, otro coche de rodaje y otro más donde iba el fisio, una persona muy importante para Sergio.» Fue una experiencia realmente especial, un viaje precioso y una historia de superación increíble; durante un mes recorrieron mil seiscientos kilómetros a golpe de pedales y de solidaridad, de reencuentros y de superación, de ilusión y de sonrisas. 

El objetivo era grabar un documental para mostrar al mundo que no hay límites a los sueños, que todo se puede si lo deseas realmente, aunque hayas nacido ciego y autista. El documental se llamó “La sonrisa verdadera” y también resultó ser altamente contagioso: se estrenó en el Festival de Málaga, en la sección oficial; y luego llegó hasta Filipinas, donde tuvo lugar el estreno internacional en un festival que se celebró en Manila —estancia que aprovecharon los hermanos para recorrer el país durante un mes con la mochila a la espalda—; y de ahí a Saint Louis, Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos y después otras muchas ciudades en España y otros países. Más de treinta festivales y un sinnúmero de premios, nominaciones, menciones… «El sueño hecho realidad. No puedo ser más feliz. En cada festival hemos vivido experiencias increíbles.» Y después de los festivales, de ese tour mundial contagiando la sonrisa de Sergio por todo el planeta, llegaron nuevos viajes y experiencias. Y es que la vida de Sergio, al lado de su hermano Juanma, es un continuo viaje, y un permanente aprendizaje. Para ambos. «De la experiencia de vivir con Sergio me quedo con los valores que él nos transmite. Es una persona que tiene muchísimo valor, en el sentido de que se atreve con todo. Confía, sabe que le va a gustar y se lo pasa genial.»


El don de contagiar

Dicen que las personas ciegas desarrollan los demás sentidos de una manera especial, y es muy cierto en el caso de Sergio. Él tiene extraordinariamente desarrollado el sentido del coraje, el de la generosidad, el de la lealtad, el de la gratitud, el de la sinceridad. Sergio no tiene dobleces, y tampoco tiene celos ni envidia. Ni está condicionado por los convencionalismos o lo políticamente correcto. Y tampoco te traiciona nunca. No tiene doble fondo, no hay en él una escala de grises. Es o no es, le gusta o no le gusta. «No se para a interpretar, al contrario que nosotros, que estamos todo el día interpretando qué efecto vamos a causar. Que si hay que sonreír, que si el protocolo… Sergio no tiene nada de eso, lo cual le libera de una carga muy grande, y ese es otro de sus valores. Otra de las cualidades de Sergio es su capacidad de contagiar su estado de ánimo; y al mismo tiempo una extraordinaria sensibilidad de captar el estado de ánimo de quienes tiene alrededor. Y contagiarse de él; en lo positivo y en lo negativo. Y con efecto multiplicador. «Nuestros padres nos lo contaron, y yo lo agradezco muchísimo, porque nos ha obligado a ser mejores personas. ¿Qué necesidad hay de ir contaminando si puedes ir dando alegría? Sergio tenía el don de que, si tenía al lado a alguien enfadado, rápidamente se ponía nervioso, rompía algo, se quería ir, se arañaba. Si por el contrario había buen ambiente, si había gente que disfrutaba, él te acompañaba, y lo sigue haciendo. Los amigos me dicen que siempre estoy contento; y les respondo que no, que tengo mis momentos, como todo el mundo, pero no me gusta ir por ahí soltando mal rollo. Tú puedes ir por la vida diciendo a todo que está fatal o que todo es estupendo, y al final te contagias. Y eso con Sergio es muy importante.»


Juanma, sin embargo, lo que más admira de su hermano es su generosidad, su entrega total. Y lo que más necesita de él, siempre, es su compañía. Simplemente tenerle a su lado, compartir experiencias y confidencias, abrazos, sonrisas, complicidad. Y aprender. La vida de Sergio es una lección continua, permanente, inagotable. «A mí me ha enseñado a mirar la vida muy de frente y a valorar que el placer que buscamos realmente reside en el placer del otro, en que haciendo cosas por los demás nos sentimos bien.» Todos somos seres sociales, y esa es una de las cualidades del ser humano. Nunca debemos perderlo de vista. Hacer que otras personas disfruten es como nosotros vamos a disfrutar realmente. Esto es lo que de verdad importa para Sergio y Juanma, una permanente lección de generosidad y entrega que nos enseñan como mejor se enseñan las lecciones importantes: con el ejemplo de sus vidas. 

La historia de Sergio y Juanma es uno de los capítulos del último libro de la Fundación Lo Que De Verdad Importa, que he tenido el honor de escribir.

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