Un hombre
está en la orilla del mar. Permanece completamente inmóvil, firme como una
roca, perfectamente anclado a la arena por sus poderosas piernas, por sus
sólidos principios. Resistiendo el embate constante de las olas, cada vez más
grandes, más violentas a cada instante.
Pero el
hombre no está del todo convencido de que sus principios sean lo
suficientemente sólidos, así que hunde sus piernas en la arena un poco más.
Ahora se siente más seguro. Las olas continúan golpeándolo con obstinación,
poniendo a prueba la resistencia de sus principios. Y sus principios aguantan, sin
apenas inmutarse, la fuerza de las olas y el azote de los vientos; y la subida
de la marea, hasta casi cubrir su cuerpo por completo.
El hombre
tiene un nuevo atisbo de duda y decide afianzar aún más sus principios, echando
raíces bajo la arena; raíces profundas, consistentes, férreas. El hombre se
siente ahora invencible, invulnerable. Porque, ahora sí, sus principios lo
aguantan todo. Sólidos y seguros como el faro frente la tempestad, firmes como
el malecón en su batalla contra las olas.
Inquebrantables.
INAMOVIBLES.
Y así transcurre
un día y otro y otro. Y el hombre permanece inamovible, afianzado por sus
profundos y sólidos principios. Y se siente orgulloso, infinitamente orgulloso por
la inquebrantable solidez de sus principios.
Hasta el día
en que un violento temporal surge de la nada. La tormenta arrecia y las olas
crecen a cada minuto en tamaño y potencia. Súbitamente, en la lejanía, comienza
a formarse una ola gigantesca. Dos, tres metros de altura. El hombre la ve
acercarse y sabe que no aguantará. Cuatro, cinco metros y cada vez más cerca.
El hombre trata de retroceder para salvarse pero no puede moverse ni un
milímetro. Sus principios están demasiado hundidos en la arena, sus raíces son
demasiado profundas, demasiado firmes, demasiado inamovibles. La ola gigantesca
alcanza al hombre y lo golpea con toda su poderosa fuerza. Un muro de seis metros
de agua que a esa velocidad se torna sólida como una roca. Sólida como los
sólidos principios del hombre.
Cuando la
ola gigantesca retrocede al fin, deja a la vista al hombre, que permanece
inamovible, exactamente en el mismo sitio, sin haberse movido ni un milímetro; afianzados
sus sólidos principios a lo más profundo de la arena, con la misma absurda
tenacidad de antes. Sólo que ahora el hombre está muerto. Y sus sólidos
principios también.
Si sólo
hubiera dado unos pasos atrás… si tan sólo hubiera retrocedido unos metros… tal
vez… sólo tal vez… se habría salvado. Pero había demasiados principios que
mover, demasiado profundos, demasiado firmes, demasiado inamovibles.
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