martes, 9 de junio de 2015

Relatos perplejos (IV): Principios


Un hombre está en la orilla del mar. Permanece completamente inmóvil, firme como una roca, perfectamente anclado a la arena por sus poderosas piernas, por sus sólidos principios. Resistiendo el embate constante de las olas, cada vez más grandes, más violentas a cada instante.
Pero el hombre no está del todo convencido de que sus principios sean lo suficientemente sólidos, así que hunde sus piernas en la arena un poco más. Ahora se siente más seguro. Las olas continúan golpeándolo con obstinación, poniendo a prueba la resistencia de sus principios. Y sus principios aguantan, sin apenas inmutarse, la fuerza de las olas y el azote de los vientos; y la subida de la marea, hasta casi cubrir su cuerpo por completo.
El hombre tiene un nuevo atisbo de duda y decide afianzar aún más sus principios, echando raíces bajo la arena; raíces profundas, consistentes, férreas. El hombre se siente ahora invencible, invulnerable. Porque, ahora sí, sus principios lo aguantan todo. Sólidos y seguros como el faro frente la tempestad, firmes como el malecón en su batalla contra las olas.

   Inquebrantables.

   INAMOVIBLES.

Y así transcurre un día y otro y otro. Y el hombre permanece inamovible, afianzado por sus profundos y sólidos principios. Y se siente orgulloso, infinitamente orgulloso por la inquebrantable solidez de sus principios.

Hasta el día en que un violento temporal surge de la nada. La tormenta arrecia y las olas crecen a cada minuto en tamaño y potencia. Súbitamente, en la lejanía, comienza a formarse una ola gigantesca. Dos, tres metros de altura. El hombre la ve acercarse y sabe que no aguantará. Cuatro, cinco metros y cada vez más cerca. El hombre trata de retroceder para salvarse pero no puede moverse ni un milímetro. Sus principios están demasiado hundidos en la arena, sus raíces son demasiado profundas, demasiado firmes, demasiado inamovibles. La ola gigantesca alcanza al hombre y lo golpea con toda su poderosa fuerza. Un muro de seis metros de agua que a esa velocidad se torna sólida como una roca. Sólida como los sólidos principios del hombre.

Cuando la ola gigantesca retrocede al fin, deja a la vista al hombre, que permanece inamovible, exactamente en el mismo sitio, sin haberse movido ni un milímetro; afianzados sus sólidos principios a lo más profundo de la arena, con la misma absurda tenacidad de antes. Sólo que ahora el hombre está muerto. Y sus sólidos principios también.


Si sólo hubiera dado unos pasos atrás… si tan sólo hubiera retrocedido unos metros… tal vez… sólo tal vez… se habría salvado. Pero había demasiados principios que mover, demasiado profundos, demasiado firmes, demasiado inamovibles.

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