Londres.
20 de abril de 1912. La noche es fría, opaca, tenebrosa. Más aún en la
miserable y pestilente pensión de una callejuela sin nombre en la que un viejo
irlandés, presa de un pánico indescriptible, profiere con voz demente y
excitada una misteriosa palabra, al tiempo que señala con mano temblorosa el
rincón más oscuro de la habitación: “¡Strigoi, strigoi!” Unos instantes más
tarde, el infeliz está muerto. Cuando los policías acuden al inmundo agujero para
llevarse el cuerpo inerte, descubren la identidad del huésped en el mugriento
libro de registro: Bram Stoker.
Bram
Stoker tenía 64
años cuando dejó este mundo. Murió arruinado, enfermo y demente (tres
habituales síntomas de la sífilis), retorciéndose de dolor mientras sufría
alucinaciones de la criatura que él mismo había creado quince años atrás, a la
que señalaba aterrorizado al grito de “strigoi”, que en rumano significa bruja,
espíritu maligno. O vampiro.
Su
existencia no había sido fácil, ya desde niño. Postrado en cama debido a una
salud precaria durante sus siete primeros años de vida, dedicaba las horas a
estudiar y a escuchar las historias de fantasmas que su madre le relataba cada
día. Logró cursar sus estudios en el prestigioso Trinity College de Dublín,
donde comenzó a sentir la llamada de la creación literaria, primero con
modestas obras de teatro y críticas y poco después con relatos de terror y
misterio que publicaba en la revista Shamrock. Todo marchaba
relativamente bien hasta que abandonó su Irlanda natal para instalarse en
Londres. Allí conoció al hombre que, con los años, marcaría su tragedia: el célebre
actor shakesperiano Henry Irving.
Trabajó durante años para él más
como esclavo que como representante y se arrastró con él por los rincones más
perversos y pervertidos de Europa (donde contrajo la sífilis); a la muerte del
ególatra actor, en 1905, el fiel servidor fue absolutamente olvidado en su goloso
testamento. Durante esos años, entre servicio y perversión, le dio tiempo a
Stoker de practicar el ocultismo en una sociedad secreta y de escribir unas
cuantas novelas y relatos de éxito limitado. Hasta que en mayo de 1897 la
editorial Archibald Constable and Company publicó su inmortal Drácula, novela que asentó las bases –matices,
cualidades, iconografía, rituales, personalidad- del vampiro literario. Aunque
el protagonista se basó en la figura del sangriento príncipe rumano Vlad el Empalador muy diversas las
influencias que Stoker reflejó en su personaje, desde Henry Irving a Franz Liszt,
pasando por libros de ocultismo, leyendas ancestrales de la lejana
Transilvania, los manuscritos hallados por su amigo el orientalista Hermann ‘Arminius’ Bamberger o las
historias de espectros que su madre le relató de niño.
Pero el Drácula de Bram Stoker bebió también de otras muchas fuentes, de
otras muchas copas rebosantes de espeso líquido carmesí. La “novela de terror
mejor escrita de todos los tiempos”, en palabras de su amigo Oscar Wilde, y que alcanzó una fama que
su creador jamás habría siquiera imaginado, tuvo una nutrida lista de nobles
precedentes vampíricos que, unos más que otros, fueron marcando el camino del
afamado Conde a lo largo de todo el siglo XIX. El mito vampírico, en su
siniestro encanto e insaciable capacidad de hacer –e incitar a hacer- el Mal,
había conquistado ya a los más prestigiosos poetas y novelistas del
Romanticismo, desde Rusia hasta Francia, de Escocia a Estados Unidos, bajo cuyas
plumas adoptó múltiples identidades y peculiaridades, todas únicas, todas excelsas,
todas inmortales.
“Los seres que llamamos vampiros existen; alguno de nosotros tiene
pruebas de ello. Pero aunque no tuviéramos la evidencia irrefutable de nuestra
propia experiencia tan desdichada, las enseñanzas y los testimonios del pasado
ofrecen pruebas suficientes para cualquier persona sensata” declama en
un pasaje de Drácula el profesor Abraham Van Helsing. Y es cierto. El
vampiro es criatura milenaria, abundante en mitología, aunque no es hasta la
literatura del XIX cuando su leyenda se transforma en arte y el monstruo
eternamente insaciable empieza a tomar forma.
Forma, por cierto, que no siempre
fue masculina. Es más, en aquellos primeros poemas y cuentos vampíricos la
terrorífica criatura suele ser una mujer, generalmente bella y siempre
perversa. Tal es el caso de Vampirismo
(1821), del compositor y escritor E. T.
A. Hoffmann, considerado el primer relato en prosa de una mujer vampiro, la
bella Aurelia, que enamora al conde Hippolit con su encanto y una vida desgraciada
necesitada de consuelo. Ya casados, el conde descubre horrorizado que su esposa
abandona el lecho cada noche y se reúne en el cementerio con otras mujeres para
alimentarse de la carne putrefacta de los cadáveres, razón por la que
sospechosamente no prueba bocado en la mesa (“¡Maldito engendro del diablo! ¡Ya
sé por qué te repugna la comida civilizada! ¡En las tumbas es donde pastas,
mujer endemoniada!”).
Más sutil y misteriosa que las criaturas
necrófagas de Hoffmann es La muerta
enamorada de Gautier, publicado en 1836. Narra una “singular y terrible”
historia de juventud del párroco Romualdo, que comienza el día previo a su
ordenación, cuando queda prendado de una hipnótica desconocida, Clarimonda, que
trata de seducirlo y alejarlo del sacerdocio. Aunque no lo consigue, al
principio, Romualdo vive perseguido por esa obsesión y, finalmente, sin saber
si es realidad o ensoñación (nunca llega a averiguarlo), se convierte en su
amante. Clarimonda resulta ser una vampira que se sirve de la sangre del párroco
para mantenerse viva; pero éste sigue enamorado de ella, hasta que su abad le
obliga a contemplar la tumba de su monstruosa amante y , tras rociarla con agua
bendita, queda convertida en polvo y el sacerdote logra la paz de su alma. “No
miréis nunca a una mujer –concluye su relato- pues, por más casto y prudente
que seáis, un solo minuto basta para haceros perder la eternidad”.
El poeta francés Charles Baudelaire dedicó a su vez a
una de estas criaturas La metamorfosis
del vampiro (1857), uno de sus llamados “poemas inmorales”, que fue
censurado en la época. Aquí el amor y la muerte se entremezclan con el deseo
más carnal, aunque la mujer vampiro se sirve de su cuerpo y de sus “palabras
impregnadas de almizcle” sólo para beber la sangre y la inspiración del poeta,
hasta la médula de los huesos. El irlandés Sheridan
Le Fanu nos cuenta en su novela Carmilla
(1872) la relación de Laura y una joven desconocida que llega accidentalmente a
su castillo, Carmilla, y se comporta de modo extraño y misterioso. Se suceden
hechos sobrenaturales y terroríficos, seducción, muerte y resurrección, ataques
vampíricos y finalmente caza a la criatura, que marcan muchas de las pautas
posteriores del género.
Sir
Arthur Conan Doyle se acercó
al mito desde una perspectiva científica –la razón frente a lo sobrenatural- en
El parásito (1894). El escéptico
Gilroy se somete a los supuestos poderes psíquicos –hipnotismo, sugestión- de
la deforme Helen Penelosa, quien acaba obsesivamente enamorada de él.
Despechada, le obliga mentalmente a realizar actos perversos (mantener
relaciones con ella, robar un banco, derramar ácido sobre el rostro de su
prometida) aunque finalmente Gilroy logra liberarse de ese trance mesmérico,
ese poder mental que lo aplasta y atormenta, instante en que la señorita
Penelosa muere.
También el prolífico Alejandro Dumas quedó subyugado por los
relatos vampíricos, como plasmó en La
dama pálida, uno de sus cuentos de terror incluidos en Los mil y un fantasmas, que vieron la luz en 1849. Fantástico y
sombrío, ambientado en el corazón de los Cárpatos (otro futuro referente),
relata la desventura de la noble polaca Jadwige, secuestrada por dos hermanos
herederos de la estirpe de Brankovan, que acaban enamorados de ella y
enfrentados entre sí. Uno de ellos muere y, convertido en vampiro, visita cada
noche la alcoba de Jadwige para alimentarse de su sangre, dejándola pálida y
enferma; al final, vampiro y hermano se baten en duelo y ambos mueren… y con
ellos muere también la maldición que había afectado a toda la estirpe durante
generaciones, desde que un Brankovan asesinó a un sacerdote.
El escritor ruso Nikolái Gógol recrea magistralmente en
su desconocido relato Vi las leyendas
populares más espeluznantes de aquellas lejanas tierras, mezclando el horror
con los dilemas morales y el más puro costumbrismo. En El Horla (1887), Guy de
Maupassant va desgranando día a día la historia de un hombre que enloquece
a causa de la invasiva presencia de un doble maligno; paranoia, alucinaciones,
demencia (síntomas que él mismo padecía ya en esos años, a causa de la sífilis)
y un final nada alentador: después del hombre mortal queda el Horla, el que no
muere. “¡No… no, sin duda… no ha muerto… Entonces… tendré que matarme yo…!”
Pero probablemente la influencia
que más hondamente marcó la obra de Bram
Stoker fue el relato de John William
Polidori El vampiro. Médico,
secretario y esclavo personal de Lord
Byron (lo mismo que Stoker de Henry Irving), Polidori escribió el primer
cuento de vampiros de la literatura aquella célebre noche del 15
de junio de 1816 en Villa Diodati, al tiempo que Mary Shelley alumbraba su Frankenstein. Permanentemente humillado y
frustrado por Byron, Polidori creó sin embargo el personaje que inspiró
inevitablemente a todos los vampiros posteriores: el frío, malvado y seductor
Lord Ruthwen (a su vez inspirado levemente en un poema de Lord Byron, El Giaour, y no tan levemente en el
propio Byron). Una historia de venganza, dentro y fuera del relato, que acaba
en ambos casos trágicamente: con el suicidio de Polidori a los 26 años de edad
y la victoria de Ruthwen frente a la inocente Aubrey, cuya sangre “había
aplacado la sed de un vampiro”. Trágico final muy diferente al de la novela de
Stoker, que concluye con una palabra más esperanzadora: ‘SALVACIÓN’.
Drácula, estrella de cine
· Ya en 1896, un año antes de la publicación de Drácula, el genio George Méliès creó y
dirigió una película de vampiros (La mansión del diablo).
· La primera versión cinematográfica de Drácula se realizó en Rusia en 1920.
· En 1922 el alemán F. Murnau dirigió la pionera Nosferatu; la figura siniestra del Conde
Orlok (un trasunto de Drácula para evitar pagar derechos) se convirtió en un
icono del cine.
· El actor húngaro Béla Lugosi fue uno de los más célebres Dráculas, primero en teatro y luego en
cine (1931 y 1936). Su imagen de aristócrata seductor y su elegante capa (con
la que fue incinerado) marcarían las pautas de posteriores adaptaciones.
· El actor que más veces interpretó a Drácula fue Christopher Lee,
en los años 60 y 70. Mostró una imagen más violenta del conde, con colmillos y
ojos inyectados en sangre.
· En 1992, Francis Ford Coppola dirigió la más fiel (romántica y aterradora)
adaptación de la novela de Stoker; Gary Oldman realizó una memorable
interpretación del conde.
· Drácula aparte, se han realizado cientos de películas basadas en
las leyendas vampíricas. Como en la tradición literaria, también en el cine es
una criatura inmortal.
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