Dicen que toda tu vida pasa ante tus ojos justo antes de morir. No sé si
eso es cierto. Pero sí puedo asegurar que gran parte de mi vida pasó
antes mis ojos, ante mis oídos y ante mi corazón hace apenas una semana. Y
nunca me había sentido tan vivo.
No es fácil expresar con palabras lo que se vive en el alma. No es fácil
dar sentido racional a lo que es pura magia. No es fácil modelar algo tan
etéreo, tan volátil, tan invisible –y al mismo tiempo tan palpable- como la
música. Y aún diría más, como la música vivida, sentida, paladeada en directo.
Y eso es lo que sentí hace apenas una semana –aún lo siento- en el
concierto que nos regaló Sir Rod Stewart en el Wizink Center.
Y sí, toda mi vida desde adolescente -desde que llegó a mis manos aquel
impagable Absolutely Live, que yo pinchaba sin cesar
en el bar de Zarauz donde curraba- pasó ante mí como un maremoto emocional
de sonidos, vivencias, recuerdos, amistades, amores, lugares, momentos…
Momentos eternos, imborrables, como la primera vez que bailé Sailing (pegado,
muy pegado) en aquellos guateques clandestinos; o cuando mi cuñada me regaló Storyteller, que
lo tiene casi todo; o la cinta que me grabó mi querido amigo Ernesto, donde
descubrí temazos como Reason To Believe, The Killing Of Georgie,
Mandolin Wind o I Was Only Joking); o el día que me compré en un
mercadillo de Londres el vinilo de Atlantic Crossing, que
devoré día tras día hasta casi rayarlo; o los viajes a ritmo de Stone
Cold Sober, Hot Legs, Every Picture Tells A Story, It's All Over Now y
tantas otras obras inmortales del viejo rockero; o aquel concierto a medias en
Las Ventas, en 1986, del que me tuve que ir escopetado a casa en la vespino de
mi hermano, desesperado de dolor por una muela cabrona (aunque más dolió
perderme el show); o el día que descubrí Rose, hace apenas
unos meses, y me enamoré perdidamente, otra vez, de la trágica Irlanda; o las
veces que he bailado Tonight I'm Yours, Maggie May o Sweet Little
Rock And Roller en bares, bodas y fiestas de todo pelo; o la de
veces que he pinchado, desde mi cabina de mando, You Wear It Well,
Twistin' The Night Away, Stay With Me y tantas otras joyas para
animar la noche; o la de veces, en fin, que he llorado (de puro gozo)
escuchando I Don't Wanna Talk About It, You're In My Heart, To Love
Somebody, The First Cut Is The Deepest o esa maravilla imerecedera
que es Country Comforts.
Fue un fantástico viaje a un tiempo pasado que sí, fue mejor; más intenso,
más despreocupado, más vibrante, más feliz, quizá. Una banda sonora de cuatro
décadas y pico de duración que me ha acompañado siempre, siempre, y que el
miércoles 12 de julio se materializó en un concierto memorable, imborrable.
Pura elegancia, pura emoción, pura nostalgia; y una generosa dosis de
esa excitante medicina que el viejo canalla domina tan sabiamente desde hace
seis décadas. Incluidas (¡cómo no!) dos tríos de rubias sexys de
piernas largas que nos enamoraron con sus voces y su talento a las cuerdas.
Porque ese miércoles todos fuimos Rod. Todos fuimos La Valiente
Escocia, con sus gaitas y su orgullo patrio, y fuimos adictos al
amor (si es que alguna vez dejamos de serlo) y todo lo que vestíamos
nos quedaba bien, como a él, incluso la cara de Ronnie Wood (Oh
La La!), su eterno compi de Faces. Y todos bailamos y
vibramos y añoramos a Tina, y fuimos eternamente jóvenes y, sobre
todo, fuimos suyos durante toda la noche. Esa y todas las noches, en realidad.
Y puede que hubiera cosas de las que no quisimos hablar, o recordar, como
aquel primer corte en el corazón (el más profundo), pero las recordamos y las
dijimos en silencio. Y fuimos Jeff Beck y Christine McVie, y Billy y
Patti, esos jóvenes corazones hambrientos de libertad, y Maggie
May y Baby Jane y Lady Marmalade. Y hasta Zelensky; y por
un momento nuestros doce mil corazones latieron al ritmo del corazón de Ucrania;
y lloraron lágrimas de guerra, de rabia y de injusticia.
Y sí, durante toda la noche estuvimos tan excitados como un tren repleto de
chicas de Brooklyn, camino de la ciudad. Y todos estuvimos en el corazón de
todos, y nos sentimos muy sexys y nos susurramos unos a otros, al oído, ¿Te
he dicho últimamente que te quiero? Y navegamos a través del mar, y
volamos cruzando el cielo y sentimos -doce mil almas unidas en una sol-
que aquella noche era la noche. Y que nunca habría otra igual. Una
noche que el tiempo jamás podrá borrar de nuestra memoria.
Una noche que nos recordó que aún somos jóvenes en busca de libertad,
jóvenes corazones de 78 años, o de 58. Y que no hay tiempo que perder, porque
la vida es demasiado breve y el tiempo es un ladrón cuando estás indeciso.
Pero ya nos lo dejó bien claro la otra noche el joven Rod, con su voz áspera,
carnosa, sublime, melodiosamente sexy: el tiempo está de nuestro lado.
Así sea.
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