Somos el espejo en el que se miran los niños y los jóvenes de hoy. Somos el ejemplo que les guía en uno u otro sentido; esa es nuestra responsabilidad, la más importante quizá (“Hijo, ten cuidado de por dónde andas” “Ten cuidado tú, papá; yo sigo tus pasos”). Por eso me gusta acudir al Congreso de LQDVI cada año. Por eso necesito acudir al Congreso de LQDVI cada año. Porque nos devuelve a la realidad, a la buena, no a la conveniente; y nos sacude, y nos despierta. Y nos levanta.
Y es que uno, como cada año, llega al congreso de Lo Que De Verdad Importa con sus pequeñas miserias y sus sobrevaloradas desgracias, con sus granitos de arena reconvertidos en himalayas imposibles; con su queja latente y su visión nublada de esta vida loca, loca, loca; llega, en fin, con sus gafas de miope emocional, o sus orejeras cargadas de prejuicios, que no le dejan ver más allá de lo que tiene frente a sus ojos y a no más de metro o metro y medio. Y no falla: es llegar y empezar a sentir la magia. Uno ve a esos dos mil jóvenes, apenas 18 o 19 años, contagiándose ilusión anticipada por lo que están a punto de experimentar; ve a los voluntarios, animosos y entregados; y a los habituales amigos de todos los años (patronos y fans incondicionales de LQDVI), que se reservan este día como quien se reserva el día de su boda; y ve a María Franco y su equipo de cracks, rematando con nerviosismo los detalles de última hora, agobiadas (¡bendito agobio!) por la apabullante asistencia, que cada edición desborda el aforo del Palacio de Congresos de IFEMA (lo mismo que todos los aforos, año tras año, en todas las ciudades). Y este año ha venido hasta el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida (“Pepito para mis amigos”), que recuerda a los jóvenes que “el futuro es vuestro, y lo bueno que os pase en la vida dependerá de lo que hagáis hoy”. Aptitud y actitud. Y no traicionarse a uno mismo, ser siempre leal a los principios y convicciones.
Y
entonces, empiezan las sacudidas.
Primera sacudida: Marián Rojas. Doctora
del alma y experta en felicidad
La
autora del best seller “Cómo hacer que
te pasen cosas buenas”, psiquiatra vocacional (o médico del alma, como Marián
define su profesión) y sobre todo un bellísimo ser humano (un voluntariado en
los vertederos de Camboya cambió su vida; luego llegaron otras muchas causas),
nos enseñó que la felicidad consiste en
ser capaces de disfrutar lo bueno que nos sucede cada día (esas pequeñas
cosas) y aprender a gestionar lo malo
(eso que nos supera y nos anula).
Y
sobre todo advierte a los jóvenes del peligro real -y diagnosticado- que supone
estar empantallados durante horas cada día, en búsqueda permanente de la satisfacción inmediata. Una auténtica adicción
a la dopamina, tan nociva y tan adictiva como la cocaína. Soledad, vacío, miedo,
inseguridad, desilusión, depresión, desinterés por todo… Es la crisis del s.
XXI, agravada en los adolescentes por la pandemia. ¿La solución? Trabajo (compromiso, esfuerzo,
motivación) y Amor (a uno mismo, a
los demás, a las propias creencias). Y mucha oxitocina, esto es, muchos
abrazos de más de 8 segundos, mucha empatía, mucho mirarse a los ojos y
muchas personas vitamina alrededor.
Segunda sacudida: Sarah Almagro.
Campeona de surf adaptado… sin manos ni pies.
Sarah
es muy joven (22 años) pero muestra una seguridad y una madurez extraordinarias.
Será porque tuvo que madurar de golpe –muy de golpe- cuando apenas tenía 18
años. El futuro, eso que planeas tan
detenidamente, puede desaparecer en un instante, nos dice. Y entonces te
das cuenta de que te has olvidado de vivir el presente. Sarah, multideportista
desde los 5 años (surf, tenis, crossfit, fútbol), activa, rebelde, luchadora,
vivió ese cambio drástico del destino cuando sufrió una meningitis que le robó las manos y los pies (sus padres se
enfrentaron a los médicos para que no le amputaran hasta el hombro y las
ingles, que era la idea inicial), y la encadenó a una máquina de diálisis. Fue un golpe durísimo (“¿Por qué
a mí?”) que casi acaba en depresión, en rendición.
Pero
Sarah peleó por su vida (en equipo con su familia), batió todos los records en la rehabilitación, salió de la silla de
ruedas, se libró de la diálisis (su padre le regaló uno de sus riñones) y se
volvió a subir a una tabla de surf. En menos de tres años después de aquel coma
inducido, en el delgado filo de una muerte casi cierta, Sarah estaba ganando el
Campeonato de España (dos veces) y colgándose una medalla de plata en el Mundial de Surf Adaptado celebrado en
California. “La vida no es maravillosa. Es una auténtica mierda (enfermedades,
pobreza, guerras) pero podemos hacer que sea maravillosa. Depende de ti y de tu
actitud”. Al final, nos dice –y nos demuestra- Sarah, la fuerza de voluntad es lo que mueve el mundo.
Tercera sacudida: Nacho y Leto. El
poder del amor en los momentos más oscuros
La
historia de adicción, familias rotas, redención y amor sin fisuras de Nacho y
Leto fue una demostración de hasta qué punto se puede desnudar un alma en
público. Algo habitual en los congresos de LQDVI, porque aquí nadie juzga; sólo escucha, interioriza, entiende –o no- y
reflexiona. Nacho era un adolescente con una vida cómoda y una familia
normal, como cualquier otra. Pero solo en apariencia. Porque el alcohol era el
dueño de ese hogar y los hijos fueron las primeras víctimas. Enviado a los 9
años a un internado en Suiza, a 9.000 km de su casa y de sus padres, en México,
Nacho se sentía abandonado, rabioso, una
bomba de emociones y problemas conductuales en el colegio. Esa bomba acabó
explotando en Madrid, donde fue a vivir con su madre, ya separada. Ahí probó el
alcohol y ya no lo soltó. Le gustó ese efecto de evadirse, borrarse, ser otro. A
la fiesta se unieron luego el hachís y la cocaína. Y encadenado a esa noria se
pasó años.
Conoció
a Leto y se enamoró. Nacho intentó bajar
el nivel de drogas y alcohol durante esa relación. Pero siempre volvía (“la
cagaba, la cagaba y la cagaba”). Ni siquiera cuando ella se quedó embarazada y meses
después nació Lola. El día del parto Nacho estaba colocado. Entre Miami y
Madrid la cosa no cambió, hasta que
Nacho eligió salvarse, por su familia más que por él, e ingresó en un centro de
desintoxicación. Tenía 24 años. Tras seis meses de tratamiento intenso y
duro, resucitó. Se volcó en el deporte (sacrificio, orden, conducta), acabó la
carrera y volvió con Leto. Se casaron y hoy viven una vida feliz, limpia,
serena (aunque Nacho sigue yendo a terapia), rodeados de cuatro hijos de cuento
(Lola ya tiene 16) y arropados por todo el amor del mundo. Una vida sumida en
la oscuridad durante años que vio la luz gracias al milagroso poder de la
familia.
Cuarta sacudida: Ara Malikian. El
poder transformador de la música, incluso entre las bombas.
Ara Malikian es hoy un músico conocido y admirado en todo el mundo. Violinista virtuoso y especialista en sacudir los formalismos inamovibles de la música clásica, colecciona sold outs en los más prestigiosos teatros y auditorios (y en plazas de pueblos y pequeñas iglesias) y es recibido con los brazos abiertos en docenas de países. Un tipo peculiar y exitoso, carismático y global. Y un hijo de la guerra. Malikian nació de padres armenios huidos al Líbano por un genocidio que el gobierno turco aún niega. A los 6 años le tocó vivir otra guerra que duró más de 20 años. Allí, entre las bombas y los disparos, el pequeño Ara practicaba el violín día y noche, en casa o en el sótano (“Como los Beatles en el garaje” le motivaba su padre). Y allí, entre las bombas y los disparos, Ara descubrió el poder transformador de la música: esos sótanos estaban llenos de fiesta, baile, canciones, música, ¡vida! Algo parecido a la felicidad.
Con
el tiempo, sus padres lo enviaron a estudiar música a Alemania, cuna de Bach,
Mozart y Beethoven, pero donde él se sentía un bicho raro. Tocando en bares y “amenizando
bodas judías durante cuatro años” logró pagarse los estudios. Y descubrió, de
paso, que las razas y las religiones no
están hechas para odiar (como le habían enseñado desde pequeño), sino para unir.
Y la música es el pegamento de contacto. Practicó duro, diez veces más que sus
compañeros, y se convirtió en un virtuoso del violín. Y también en un
renovador. Porque Ara amaba la música clásica, pero también se impregnaba de
todas las músicas que escuchaba en los bares y clubes en los que tocaba. Luego,
estuvo 7 años en una orquesta en un teatro de ópera; un salario, seguridad,
confort… pero se sentía atrapado, “hasta que salí del foso”. Años después, con su violín al hombro,
conquistó el mundo. Y descubrió que aquel viejo violín (un “Alfredo Ravioli”
auténtico) que le regaló su padre
había salvado la vida de su abuelo años atrás, disfrazado de violinista para
huir del genocidio armenio. Al final, nos dice Ara, la música tiene un gran
poder, porque llega al corazón. Y es un
arma poderosísima para hacer del mundo un lugar más justo, más noble y más
respetuoso con los demás. Nuestro deber, con o sin violín, es intentarlo.
Después de escuchar estas cuatro historias y sentir estas cuatro sacudidas uno ya no es el mismo que cuando entró en ese majestuoso auditorio. Es lo que tienen los congresos de LQDVI. Que te sacuden por dentro como una ola de seis metros en Mavericks. Y te dejan baldado. Y renovado. Y, sí, un poco mejor persona. Eso es, al fin y al cabo, lo que de verdad importa.
Lo dijo Jorge Font, ponente habitual, deportista y poeta: “Si no vas a un congreso de LQDVI, no te pasará nada. Pero si vas, te pasa algo seguro”. Hasta el año que viene, pues.
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