Años 50. Nuevo México. Chuck Tatum es un periodista de poca monta y menos escrúpulos que,
tras quedarse sin trabajo en Nueva York, acaba, por un capricho del destino y
de la gasolina, en un pueblo –un agujero- perdido en el desierto. Albuquerque
se llama, el agujero. Allí alquila su pluma y su talento al diario local, en espera de alguna miserable noticia que
reseñar. La suerte sonríe a Tatum cuando el indio Leo Mimosa queda atrapado en una mina. Rescatarlo puede ser
cuestión de horas, pero Tatum se saca de la manga una jugada maestra y convence
al ambicioso sheriff, al corrupto capataz
del equipo de rescate y a la amargada esposa de Leo, Lorraine, de realizar el salvamento de forma que dure varios días y
dé tiempo a convertirse en noticia, en “la Gran Historia ”, y en
la gran exclusiva, claro. Un hombre atrapado entre la vida y la muerte en las entrañas
de la roca; una esposa desconsolada esperando, impotente, a sus pies; unos
hombres jugándose el tipo por rescatarlo; y un cronista que tiene acceso en
exclusiva al condenado, que incluso se convierte en su único amigo, para contar
la historia día a día, minuto a minuto, resuello a resuello.
La cosa funciona: el bar de Lorraine empieza a
recibir visitantes curiosos, primero de la región, luego de todo el país.
Llegan coches, caravanas, autobuses, trenes. Se montan tiendas de campaña junto
a la mina, y después tiendas de souvenirs
y puestos de comida y casetas de feria y atracciones y hasta una noria. Miles y
miles de personas, de insensibles voyeurs
de la tragedia de Leo, de espectadores sin corazón y sin cerebro, sin
conciencia, expectantes ante el mínimo acontecimiento de esta historia “de
interés humano”. Y Tatum, el narrador, saboreando el éxito de la jugada. Pero su
ambición no se detiene ahí, y además de jugar con la vida de Leo, se la juega también con su mujer. Lo
que haga falta por la noticia, todo por la gran historia.
Al final, claro, Leo muere («¡El circo ha terminado! ¡Váyanse a sus casas!»). Y el público de
este gran carnaval de miserias hace que lo siente, y se retira apesadumbrado,
decepcionado, a la falsa y gris felicidad de sus hogares. Lorraine, la esposa, la
viuda, ve abierta la puerta de su celda y escapa de su vida, de sus fantasmas,
de su agujero en Albuquerque. Y el desalmado Chuck Tatum, el periodista, el
carroñero, acaba siendo devorado por el monstruo ambicioso y desalmado que él
mismo ha creado. Y puede que por su propia conciencia.
“El Gran
Carnaval” (Ace In The Hole, 1951) es una obra maestra, otra más, del genio
Billy Wilder (y una de las más
impactantes interpretaciones de un enorme Kirk
Douglas). Su película más cáustica, más despiadada y más corrosiva. Y
probablemente la más real. Por eso es también la única de sus obras que no
triunfó, porque el espejo que colocó frente a la sociedad norteamericana de la
época fue demasiado cruel y demasiado certero.
De Albuquerque
a Totalán
La tragedia que ha desolado a España entera estas
dos últimas semanas, por una vez, no se ha parecido en (casi) nada al desalmado
carnaval de Wilder. Totalán no ha
sido Albuquerque, ni el pequeño Julen –gracias a Dios- ha sufrido lo que el
indio Leo; no ha habido ningún Tatum que haya convertido el drama de una
familia en carne –en carroña- de exclusiva (salvo ese bulo miserable que lanzó
algún hijo de puta, la prensa y la tv han sido más respetuosas que morbosas); y
tampoco un sheriff manipulable y deleznable, ni un capataz corrupto, vendido
por un puñado de dólares; ni, por supuesto, un carnaval de morbo montado a los
pies de ese pozo maldito que encerraba la esperanza de todo un país en el
cuerpecito de un niño.
Todo lo contrario. Totalán, el pueblo entero (un
pueblo roto por el dolor), ha sido un ejemplo de empatía, de solidaridad y
de calidad humana extraordinarias; desde el alcalde hasta el último vecino,
pasando por el párroco y esas mujeres que durante dos semanas, sin descanso,
han estado preparando desayuno, comida y cena para los trescientos
profesionales que conformaban el dispositivo de salvamento. Trescientas
personas totalmente ajenas a la familia que se han volcado en el rescate como si fueran sus propios hijos los
que hubieran caído a ese pozo maldito. Luchando contra la montaña día y noche,
hora tras hora, sin descanso, sin resuello, sin queja. Voluntarios, Protección
Civil, ingenieros, operarios y bomberos; las empresas que trabajaron en tiempo
récord para fabricar los tubos y la cabina, o llevar la tuneladora desde Madrid;
la Guardia Civil en pleno (TEDAX,
montaña, judicial, tráfico, espeleología); y, claro, la Brigada de Salvamento Minero de Asturias. Para todos ellos, sin
excepción, lo único importante es haberse dejado el pellejo por una esperanza
–un milagro- que, por desgracia, al final ha resultado vana. Su único consuelo,
el de todos y cada uno, haber hecho «todo
lo que he podido».
Trescientas personas ajenas entre sí, ajenas al
pueblo y a la familia (magníficamente coordinadas por el ingeniero Ángel García Vidal) que lo han dado
todo y más durante dos semanas por salvar a un niño a quien no conocían, pero
que les importaba tanto como si fuera suyo. Todos ellos están hoy exhaustos y
apenados, destrozados por la batalla y la impotencia. Tremendamente conmocionados
por no haber podido salvar al pequeño, a pesar del gigantesco esfuerzo. Pero el ejemplo de solidaridad, de compromiso,
de entrega, de empatía, de profesionalidad, de unidad que nos han dado
tardará mucho en olvidarse. Quiero pensar que es así como somos en realidad,
los españoles. Que cuando nos ponemos no hay montaña que se nos resista. Por
muy hija de puta que sea (y esta lo ha sido, de qué manera). Que cuando
queremos –o nos aprietan las circunstancias- somos capaces de darlo todo sin
pensarlo. Y, lo que es más importante, sin mirar a quién.
No. Totalán no es Albuquerque. Ni los españoles
hemos sido la América profunda de Wilder. Y doy gracias a Julen (descansa en
paz, pequeño) por haber conseguido el milagro. Que durante dos semanas nos hayamos olvidado de lo que nos divide (en
estos tiempos en los que ya nos enfrenta hasta la comida) y hayamos echado a
los de siempre de las portadas; que durante dos semanas un pueblecito de Málaga
haya sido España entera, la misma, la de todos; que durante dos semanas el
mismo dolor, y la misma esperanza, hayan sido competencia de las 17 Comunidades
Autónomas; que durante dos semanas hayamos cambiado –prensa y tv incluidas- la
víscera por el corazón, el morbo por el interés humano (salvo excepciones,
claro). Que durante dos semanas hayamos demostrado al mundo lo grandes que
podemos ser en altruismo, en capacidad de sacrificio, en calidad humana y en
profesionalidad, cuando nos ponemos. Esto es, cuando no andamos a garrotazo
limpio. Que es casi siempre.
Por desgracia, mañana volveremos a esa rutina
goyesca. Y a mí me quedará la sensación de que estas dos semanas de unión en el
dolor y en la esperanza no habrán sido sino un bonito sueño, aunque breve y
vano. Como si hubiera vivido dos semanas en otro país. Ojalá no fuera así. Pero
las portadas de hoy ya me están dando la razón.
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