Hace veintimuchos años, el story board de un
anuncio de televisión llegó a una de las agencias de Publicidad más importantes
de España. La idea que contaba este aprendiz de publicitario era muy sencilla:
se ve la silueta de una persona a contraluz, y mientras la cámara se va acercando,
se escucha la voz del locutor diciendo, con voz grave, «Pablo tiene 18 años.
Acaba de terminar COU. Si aprueba Selectividad, quiere estudiar Magisterio». La
cámara se acerca hasta llegar a un primer plano del personaje, ahora con el
rostro iluminado. El locutor prosigue: «Pablo
tiene Síndrome de Down, pero como él dice, si quieres puedes». El anuncio
se cerraba con una imagen de un grupo de sonrientes jóvenes Down, repitiendo al
unísono la misma frase. Este anuncio nunca pasó de ser una idea plasmada en
viñetas, sobre una cartulina, pero quedó como testigo premonitorio de una vida
que ya en aquel entonces apuntaba lejos. El Pablo de ese anuncio nunca emitido
era real, y su historia también. Ese Pablo era (y es) Pablo Pineda, hoy famoso por sus abundantes apariciones en
televisión, sus inspiradoras conferencias de superación e integración (es uno de los ponentes
más queridos de Lo Que De Verdad Importa) y por haber sido galardonado con la Concha de Oro al mejor actor en el Festival de Cine de San
Sebastián (por la película Yo también, con Lola Dueñas). Hace treinta años, noticia por haber accedido a la Universidad
con síndrome de Down y poco después, noticia de nuevo por haber sido el primer joven con síndrome de Down en
Europa que obtenía la titulación universitaria. Que luego fue doble.
Hay noticias
que no deberían ser noticia. Y hay historias extraordinarias que no deberían
haber sido más que anécdotas de la normalidad. Muy a su pesar, Pablo Pineda fue y es
noticia por algo que en la mayoría de nosotros es “lo normal”. Desde el
colegio, desde que se enteró de que era síndrome de Down con 6 o 7 años, ésta
ha sido su lucha permanente, su reivindicación casi obsesiva: que la sociedad le acepte como una persona
normal. Con sus carencias y virtudes, como todos; con sus habilidades y sus
debilidades, como todos. Sin embargo, cuando lo extraordinario asoma en esta
sociedad forjadora de mediocres, no debemos desperdiciar la oportunidad de
ensalzarla y utilizarla, de blandirla incluso como un poderoso ejemplo de
esfuerzo, de tesón, de valentía. Pablo reclama normalidad, pero su vida relata
lo extraordinario.
«En
ocasiones, cuando pierdes un don consigues otro», le dijo a un adolescente Johnny Cash su amigo Pete, que tocaba
maravillosamente la guitarra a pesar de su parálisis infantil. «A partir de ese
momento —relata Cash en su autobiografía— nunca
más volví a verlo como un lisiado, sino como alguien con un don». Pablo
Pineda, como Pete, también es alguien con un don. Con varios dones: su
perseverancia, su inteligencia, su sentido común, su ironía, su autoestima, su sensibilidad… y
sus padres. Fueron sus padres quienes decidieron tratarlo igual que a sus dos
hermanos mayores, sin distinciones ni privilegios por ser Down; y fueron sus
padres quienes decidieron que estudiara siempre en colegios públicos, en
igualdad de condiciones que los otros niños. Sus padres siempre pensaron que debía ser autónomo y lo educaron para
ello. A veces le dejaban colgado a la salida del colegio para ver cómo
reaccionaba y Pablo se tenía que buscar la vida, volver solo en autobús. «Si
caían cuatro gotas y le pedía a mi padre que me llevara al colegio, me decía:
‘Ponte el impermeable y vete en autobús’. Mis padres han sido fuertes, nunca
han cedido, nunca les he pillado el punto débil.»
El
instituto, recuerda Pablo, fue una época muy dura «pero poco a poco me fui
sacando ese torrente de magia o de cariño y fui conquistando a mis compañeros,
porque era muy consciente de que debía hacerlo. Sabía que tenía que atacar
charlando, metiéndome entre ellos, y eso fue lo que hice». Como cualquier otro, pero un poco más difícil. No por él, sino por los
propios prejuicios de la
sociedad. El profesorado, por ejemplo: con los profesores
jóvenes aprendía porque creían en él, a los mayores era imposible abrirles la
mente más allá de lo que veían sus ojos. «El fin de tener una mente abierta,
como el de una boca abierta, es llenarla con algo valioso» sentenciaba Chesterton,
pero aquellos trasnochados profesores, llenos de recelo y prejuicios, no
debieron leer al sabio autor británico.
No todo fue
un camino de rosas en su paso por el colegio, a veces la integración se hacía
complicada. Las matemáticas se le atragantaban (¿y a quién no?), aunque le
encantaban la historia y las ciencias sociales; y el griego. Un problema añadido era la ignorancia de la
gente y especialmente ser tratado como un niño: «La gente piensa que eres
un niño siempre. Sé que es por el físico, pero eso me molesta». Lo más duro,
recuerda, era estar permanentemente demostrando lo que puedes hacer, lo que
vales. Él lo tiene muy claro desde siempre, desde que, con sólo 8 años salió en
televisión, en el programa “Hoy habla Pablo” y dijo que a los síndrome de Down
había que llevarlos al colegio con los demás niños y dejarlos jugar en los recreos.
Esa es la clave, para Pablo, porque el
problema es más cultural que genético, y vivir en una burbuja lo único que
consigue es mantenerte en una burbuja. Y esa fue su obsesión en el instituto,
ser como los demás chicos; y para ser como los demás, sólo debía hacer lo que
hacían los demás. Por eso, por ejemplo, dejó de escuchar música clásica y se
pasó a los 40 Principales, por la sencilla razón de que es lo que escuchaban
los chicos de su edad. «Los 40 principales es el mundo real». Y también, como
los demás, tuvo sus desengaños amorosos. En BUP siempre estaba enamorado, un
amor platónico detrás de otro. «Cuando
veo a una niña guapa, es que ya me estoy enamorando». Y luego un desengaño
detrás de otro. En esa época descubrió
que el síndrome de Down iba a marcar su vida, y todavía hoy se sigue
rebelando contra ese pensamiento. Pero sabe que esa posible novia debería ser
tan especial que pocas podrían serlo. Aún
hoy sigue esperándola.
A los 21
años llegó el nuevo reto: la Universidad. Y
otra vez ganó. Diplomado en Magisterio,
profesión con la que se ganaba la vida en el Ayuntamiento de Málaga. Después de
años de premios, reconocimientos y lucha infatigable por alcanzar la
normalidad, su siguiente logro fue la licenciatura en Psico-pedagogía. Luego llegarían los libros, las conferencias, y
proyectos de todo tipo. En un mundo donde los jóvenes teóricamente normales
están encadenados a la pereza o al éxito fácil, tratando de alcanzar las cotas
mínimas del conocimiento y del esfuerzo, Pablo
sigue dando ejemplo de coraje, de valor, de garra, de capacidad… y de ganas
de exprimir lo mejor de la vida.
Hoy, a pesar
de la fama por su premio cinematográfico (que aún colea, a pesar de los años) y
su continua presencia en programas de televisión, o de su ejemplar doble
licenciatura, Pablo Pineda demuestra que sigue siendo un tipo fuera de lo normal,
pero tirando por arriba. Ya lo dijo entonces, cuando la Concha de Oro: «Nunca
me voy a arrepentir, pero prefiero trabajar, tengo 35 años y ya toca. Todo esto
del 'faranduleo' está muy bien pero hay que poner los pies en el suelo». Pablo
opositó para trabajar en el Ayuntamiento de Málaga; y lo logró, durante un
tiempo. Luego tuvo que buscarse la vida. Está muy bien eso de ser el primer
síndrome de Down licenciado en la universidad; todo el mundo te admira… pero luego no te dan trabajo. Esa ha sido
estos últimos años su reivindicación. Y lo cierto es que su lucha, su
presencia, su ejemplo han logrado mucho, muchísimo, en favor de la integración
y la concienciación, en esta sociedad nuestra de prejuicios y etiquetas. Lo de
“capacitado” y “discapacitado”, por ejemplo.
Pero nunca
es suficiente. Por eso, Pablo seguirá rebelándose #Contralasetiquetas, y luchando por cumplir sus ilusiones y por que
todas las personas con síndrome de Down –u otras presuntas discapacidades- tengan
también las suyas, y puedan también cumplirlas. «El hombre tiene ilusiones como
el pájaro alas. Eso es lo que lo sostiene». Pascal tenía razón. Las alas de Pablo nunca han dejado de volar. Ni su corazón de soñar. Ni sus ojos de reír.
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