lunes, 3 de diciembre de 2018

Pablo Pineda. Rebelde con una buena causa: ser normal



Hace veintimuchos años, el story board de un anuncio de televisión llegó a una de las agencias de Publicidad más importantes de España. La idea que contaba este aprendiz de publicitario era muy sencilla: se ve la silueta de una persona a contraluz, y mientras la cámara se va acercando, se escucha la voz del locutor diciendo, con voz grave, «Pablo tiene 18 años. Acaba de terminar COU. Si aprueba Selectividad, quiere estudiar Magisterio». La cámara se acerca hasta llegar a un primer plano del personaje, ahora con el rostro iluminado. El locutor prosigue: «Pablo tiene Síndrome de Down, pero como él dice, si quieres puedes». El anuncio se cerraba con una imagen de un grupo de sonrientes jóvenes Down, repitiendo al unísono la misma frase. Este anuncio nunca pasó de ser una idea plasmada en viñetas, sobre una cartulina, pero quedó como testigo premonitorio de una vida que ya en aquel entonces apuntaba lejos. El Pablo de ese anuncio nunca emitido era real, y su historia también. Ese Pablo era (y es) Pablo Pineda, hoy famoso por sus abundantes apariciones en televisión, sus inspiradoras conferencias de superación e integración (es uno de los ponentes más queridos de Lo Que De Verdad Importa) y por haber sido galardonado con la Concha de Oro al mejor actor en el Festival de Cine de San Sebastián (por la película Yo también, con Lola Dueñas). Hace treinta años, noticia por haber accedido a la Universidad con síndrome de Down y poco después, noticia de nuevo por haber sido el primer joven con síndrome de Down en Europa que obtenía la titulación universitaria. Que luego fue doble.

Hay noticias que no deberían ser noticia. Y hay historias extraordinarias que no deberían haber sido más que anécdotas de la normalidad. Muy a su pesar, Pablo Pineda fue y es noticia por algo que en la mayoría de nosotros es “lo normal”. Desde el colegio, desde que se enteró de que era síndrome de Down con 6 o 7 años, ésta ha sido su lucha permanente, su reivindicación casi obsesiva: que la sociedad le acepte como una persona normal. Con sus carencias y virtudes, como todos; con sus habilidades y sus debilidades, como todos. Sin embargo, cuando lo extraordinario asoma en esta sociedad forjadora de mediocres, no debemos desperdiciar la oportunidad de ensalzarla y utilizarla, de blandirla incluso como un poderoso ejemplo de esfuerzo, de tesón, de valentía. Pablo reclama normalidad, pero su vida relata lo extraordinario.


«En ocasiones, cuando pierdes un don consigues otro», le dijo a un adolescente Johnny Cash su amigo Pete, que tocaba maravillosamente la guitarra a pesar de su parálisis infantil. «A partir de ese momento —relata Cash en su autobiografía— nunca más volví a verlo como un lisiado, sino como alguien con un don». Pablo Pineda, como Pete, también es alguien con un don. Con varios dones: su perseverancia, su inteligencia, su sentido común, su ironía, su autoestima, su sensibilidad… y sus padres. Fueron sus padres quienes decidieron tratarlo igual que a sus dos hermanos mayores, sin distinciones ni privilegios por ser Down; y fueron sus padres quienes decidieron que estudiara siempre en colegios públicos, en igualdad de condiciones que los otros niños. Sus padres siempre pensaron que debía ser autónomo y lo educaron para ello. A veces le dejaban colgado a la salida del colegio para ver cómo reaccionaba y Pablo se tenía que buscar la vida, volver solo en autobús. «Si caían cuatro gotas y le pedía a mi padre que me llevara al colegio, me decía: ‘Ponte el impermeable y vete en autobús’. Mis padres han sido fuertes, nunca han cedido, nunca les he pillado el punto débil.»

El instituto, recuerda Pablo, fue una época muy dura «pero poco a poco me fui sacando ese torrente de magia o de cariño y fui conquistando a mis compañeros, porque era muy consciente de que debía hacerlo. Sabía que tenía que atacar charlando, metiéndome entre ellos, y eso fue lo que hice». Como cualquier otro, pero un poco más difícil. No por él, sino por los propios prejuicios de la sociedad. El profesorado, por ejemplo: con los profesores jóvenes aprendía porque creían en él, a los mayores era imposible abrirles la mente más allá de lo que veían sus ojos. «El fin de tener una mente abierta, como el de una boca abierta, es llenarla con algo valioso» sentenciaba Chesterton, pero aquellos trasnochados profesores, llenos de recelo y prejuicios, no debieron leer al sabio autor británico.


No todo fue un camino de rosas en su paso por el colegio, a veces la integración se hacía complicada. Las matemáticas se le atragantaban (¿y a quién no?), aunque le encantaban la historia y las ciencias sociales; y el griego. Un problema añadido era la ignorancia de la gente y especialmente ser tratado como un niño: «La gente piensa que eres un niño siempre. Sé que es por el físico, pero eso me molesta». Lo más duro, recuerda, era estar permanentemente demostrando lo que puedes hacer, lo que vales. Él lo tiene muy claro desde siempre, desde que, con sólo 8 años salió en televisión, en el programa “Hoy habla Pablo” y dijo que a los síndrome de Down había que llevarlos al colegio con los demás niños y dejarlos jugar en los recreos. Esa es la clave, para Pablo, porque el problema es más cultural que genético, y vivir en una burbuja lo único que consigue es mantenerte en una burbuja. Y esa fue su obsesión en el instituto, ser como los demás chicos; y para ser como los demás, sólo debía hacer lo que hacían los demás. Por eso, por ejemplo, dejó de escuchar música clásica y se pasó a los 40 Principales, por la sencilla razón de que es lo que escuchaban los chicos de su edad. «Los 40 principales es el mundo real». Y también, como los demás, tuvo sus desengaños amorosos. En BUP siempre estaba enamorado, un amor platónico detrás de otro. «Cuando veo a una niña guapa, es que ya me estoy enamorando». Y luego un desengaño detrás de otro. En esa época descubrió que el síndrome de Down iba a marcar su vida, y todavía hoy se sigue rebelando contra ese pensamiento. Pero sabe que esa posible novia debería ser tan especial que pocas podrían serlo. Aún hoy sigue esperándola.


A los 21 años llegó el nuevo reto: la Universidad. Y otra vez ganó. Diplomado en Magisterio, profesión con la que se ganaba la vida en el Ayuntamiento de Málaga. Después de años de premios, reconocimientos y lucha infatigable por alcanzar la normalidad, su siguiente logro fue la licenciatura en Psico-pedagogía. Luego llegarían los libros, las conferencias, y proyectos de todo tipo. En un mundo donde los jóvenes teóricamente normales están encadenados a la pereza o al éxito fácil, tratando de alcanzar las cotas mínimas del conocimiento y del esfuerzo, Pablo sigue dando ejemplo de coraje, de valor, de garra, de capacidad… y de ganas de exprimir lo mejor de la vida.


Hoy, a pesar de la fama por su premio cinematográfico (que aún colea, a pesar de los años) y su continua presencia en programas de televisión, o de su ejemplar doble licenciatura, Pablo Pineda demuestra que sigue siendo un tipo fuera de lo normal, pero tirando por arriba. Ya lo dijo entonces, cuando la Concha de Oro: «Nunca me voy a arrepentir, pero prefiero trabajar, tengo 35 años y ya toca. Todo esto del 'faranduleo' está muy bien pero hay que poner los pies en el suelo». Pablo opositó para trabajar en el Ayuntamiento de Málaga; y lo logró, durante un tiempo. Luego tuvo que buscarse la vida. Está muy bien eso de ser el primer síndrome de Down licenciado en la universidad; todo el mundo te admira… pero luego no te dan trabajo. Esa ha sido estos últimos años su reivindicación. Y lo cierto es que su lucha, su presencia, su ejemplo han logrado mucho, muchísimo, en favor de la integración y la concienciación, en esta sociedad nuestra de prejuicios y etiquetas. Lo de “capacitado” y “discapacitado”, por ejemplo.

Pero nunca es suficiente. Por eso, Pablo seguirá rebelándose #Contralasetiquetas, y luchando por cumplir sus ilusiones y por que todas las personas con síndrome de Down –u otras presuntas discapacidades- tengan también las suyas, y puedan también cumplirlas. «El hombre tiene ilusiones como el pájaro alas. Eso es lo que lo sostiene». Pascal tenía razón. Las alas de Pablo nunca han dejado de volar. Ni su corazón de soñar. Ni sus ojos de reír.








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