martes, 27 de febrero de 2018

Felicidad también rima con enfermedad


Dice Anne-Dauphine Julliand que si hay algo universal es la infancia. Es lo que fuimos todos, en algún tiempo más o menos lejano. Es lo que muchos olvidan en alguna cuneta perdida del camino hacia la racionalidad (lo que quiera que signifique eso de racionalidad). Y es lo que algunos, no sé si pocos o muchos, nos resistimos a perder, a olvidar, a superar. Con uñas y dientes. Todos empezamos siendo niños, lo que significa que todos hemos conocido de primera mano el valor del presente, de la amistad compartida, del juego, de la despreocupación, de la sinceridad sin filtros. El valor del TIEMPO. «Insensato es el hombre, pues permite que se escape el tiempo, siendo éste irreparable», nos dejó escrito Séneca. No sé si por “hombre” se refería el filósofo cordobés al ser humano en genérico, pero me gustaría pensar que estaba diferenciando entre “hombre” y “niño”. Porque es precisamente el niño quien no permite que se escape su tiempo. Conoce su valor, y aprovecha cada instante; a su modo, claro, pero cada instante.

Es justo lo que hacen los niños que protagonizan la película/documental de Anne-Dauphine Julliand. Aprovechar cada momento de su vida, aunque sus vidas no sean siempre fáciles y aunque esas vidas estén condenadas de antemano a ser breves. O precisamente por ello. Ambre, Camille, Charles, Imad y Tugdual padecen enfermedades -graves, raras, terminales- que sin embargo no les impiden llevar una vida de niño “normal” (y lo de normales es un decir, porque son extraordinariamente fuertes y vivos). Juegan, se pelean, ríen, cuentan chistes, bailan, actúan, intercambian confidencias, hacen amigos… y los añoran cuando se van.  


A pesar de llevar esas losas con nombres terroríficos como “hipertensión arterial pulmonar”, “epidermólisis bullosa” o “tumor neuroblastoma”, a pesar de tener un hospital como hogar, a pesar de las doce horas de diálisis, o de la quimio, a pesar de los  momentos de bajón, de tantas preguntas sin respuesta, del llanto y la impotencia que a veces se asoma sin avisar, a pesar del dolor insoportable estar enfermos no les impide ser felices. No les impide disfrutar de sus vidas. De la amistad. De la familia. Del amor (“el amor es más fuerte que la muerte” recita Camille en su ensayo de teatro). Del hoy y el ahora. Que en realidad es la vida. «Es lo que hay», asumen los niños. «Toca vivir con ello», dicen. Pero no lo dicen con resignación, ni con tristeza, ni con reproche. Lo dicen… porque es lo que hay. Y punto. Y a partir de ahí, la vida. Como la de cualquier otro niño. De hecho, la expresión que más se repite a lo largo de la película es “Hakuna matata”. Ahí queda todo dicho.


Esa es la gran lección que nos muestra Anne-Dauphine Julliand, con extraordinaria sensibilidad, con una mirada sincera y cercana –de niño-, sin caer en el drama fácil. Y razones no le habrían faltado, desde luego. El día que su hija Thaïs cumplió dos años, los médicos le diagnosticaron una enfermedad degenerativa genética cuyo nombre oficial es leucodistrofia metacromática. No había cura posible, y la pequeña estaba condenada a morir al cabo de unos meses o quizá en unos pocos años; y previamente iría perdiendo todas sus capacidades, todo lo que había aprendido desde que nació, hacía tan solo dos años (andar, hablar, sentarse, oír, ver, moverse, comer). 

Una vez sobrepuestos del tsunami emocional –del llanto, de la impotencia, de la rabia- Anne-Dauphine y su marido tomaron una decisión: luchar. Anne- Dauphine se prometió a sí misma: «Si no puedo añadir días a su vida, sí puedo añadir vida a sus días, a cada día que formará parte de su corta vida». Y eso hizo. Thaïs murió con «tres años y tres cuartos». Y Anne-Dauphine cumplió su promesa: tuvo una vida bonita, feliz, mientras vivió. Simplemente porque desde aquel día de su segundo cumpleaños, hasta el mismo instante de su muerte nunca le faltó amor. Una historia que se repitió años después, punto por punto, con su hija Azylis. La misma enfermedad, la misma lucha, la misma fortaleza, el mismo amor. Y la misma pérdida, hace ahora doce meses.

Por eso este documental sabe de lo que habla. Sabe qué cuenta y quién lo cuenta. Lo importante es que nosotros, adultos, asumamos también el reto. La directora nos recuerda que esta película hay que verla con el corazón bien abierto. Y con la memoria bien abierta. Recuperar el niño que fuimos, el que aún somos, aunque a menudo nos cueste admitirlo, aunque a veces, incluso, reneguemos de ello. «El tiempo es un ladrón que se lleva a los niños». Bueno, ir al cine a ver Ganar al viento es una maravillosa manera de recuperar lo robado.

Y por terminar con otra frase sabia y necesaria, que viene muy a cuento: «El ayer es historia, el mañana es un misterio, pero el día de hoy es un regalo. Por eso se llama "presente"». No es de Séneca, es del Maestro Shifu. Sí, el de  Kung Fu Panda. 

Por cierto, parte importante del mensaje de esta obra se condensa magistralmente en los tres minutos de esta preciosa canción de Renaud. Mistral Gagnant. Un precioso canto a las cosas pequeñas de la vida, que son las más grandes. 



PS. La historia de Anne-Dauphine Julliand y su hija Thaïs es uno de los capítulos más emotivos, conmovedores e impactantes del segundo libro de Lo Que De Verdad Importa, que tuve el honor de escribir para la Fundación. En esta foto, con Anne-Dauphine en la presentación.


Este post fue publicado originalmente en CinemaNet


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