miércoles, 13 de mayo de 2015

Relatos perplejos (I): Feliciano


Se llamaba Feliciano Buenaventura, pero no era feliz. Desde muy pequeño había creído que si su padre le hubiera bautizado Felicísimo, como el santo confesor, tal vez sí hubiera sido feliz. Pero estaba equivocado. Había nacido en San Felices de Buelna, y eso tampoco le hacía feliz. Quizás porque la casona familiar donde vio la luz estaba en el barrio Sopenillas, y eso, pensó, anulaba de alguna manera la supuesta felicidad adquirida de nacimiento. Su esposa, Fortunata, era la rica del pueblo. Buena, guapa y muy rica. Aunque eso tampoco hacía feliz a Feliciano. Nada le hacía feliz. Y a sus cincuenta años, pensó, se merecía al menos atisbar, siquiera de refilón, eso de la felicidad. Sólo por saber de qué iba la cosa.

   —¡Mujer! —convocó a su esposa un día— Me voy.
   —¿Adónde?
   —A buscar la felicidad
   —¿Volverás para la cena?
   —No lo creo
   —Te la mantendré caliente, por si acaso.

Y Feliciano partió en busca de la felicidad. Buscó primero en otros San Felices, que le cogían más o menos de paso: San Felices de Odra Pisuerga, San Felices de los Gallegos, San Felices del Bilibio, San Felices de Solana, hasta en San Felices de Guarga, que ya ni sale en los mapas. Pero no.
   Consultó a videntes, a echadoras de cartas, a futurólogos licenciados, a brujas de magia blanca y de magia negra, a vuduistas… pero ni pagando.
   Se leyó todos los libros sobre la felicidad que encontró en bibliotecas y librerías, incluidos los 3.000 estudios científicos del Archivo Mundial de la Felicidad y “El Viaje de la Felicidad”, donde el eminente y sabio científico E. Punset revelaba al mundo la fórmula más buscada desde la noche de los tiempos (Felicidad = E [M+B+P]/R+C), que Feliciano se aplicó sin resultado ninguno.
   Nada de nada. Ni un atisbo.

Recorrió el mundo, conoció decenas de religiones y filosofías que hablaban de la felicidad, que ofrecían la felicidad, que prometían la felicidad, que aseguraban la felicidad. Pero ninguna daba la felicidad. Al menos a Feliciano.
   Viajó a Bután, “El Reino de la Felicidad”, en lo más recóndito del Himalaya, por si era más fácil hallar la felicidad por la senda de la espiritualidad. Pero sólo encontró frío.
   Se aventuró entonces a Chongqing, llamada la “Ciudad de la Doble Felicidad”, pero —pensó— debieron equivocarse en la traducción.
  Siguió buscando, incansable. Fue primero paria y luego misionero en Calcuta, desbancó un casino en Las Vegas, practicó el Feng Shui con los maestros más sabios y fue amante de la más bella bailarina balinesa, a quien poseyó sobre la dorada arena de la playa escondida de Dreamland, al norte de Ulu-Watu.
   Vivió infinitas experiencias maravillosas, increíbles, fascinantes, excitantes, prodigiosas; pero de la felicidad, ni asomo.

Transcurridas cuarenta semanas de infructuosa búsqueda, Feliciano se rindió. Llegó a su casa justo el 8 de marzo a la hora de cenar. El cocido estaba caliente. Miró a su mujer. Sonreía. Miró a la criatura que dormía plácidamente en su regazo, y él también sonrió.

—Nació ayer. Se llama Felicidad, Felicidad Perpetua.



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