Bethany Hamilton
estaba predestinada a las olas desde que llegó a este mundo. Nació en la cuna
del surf, Hawaii, de padres surferos, y desde niña se rodeó de hermanos, amigos
y vecinos surferos. A los ocho años ya competía -y ganaba- en las salvajes olas
de Oahu; luego siguieron decenas de campeonatos y de trofeos. Cuando cumplió
trece, un tiburón envidioso reclamó su propio trofeo: el brazo izquierdo de
Bethany. Sólo tres meses después estaba compitiendo de nuevo. Con un brazo
menos, pero con una fe, un coraje y un espíritu que han conmovido al mundo
entero, dentro y fuera del mar.
La noche era clara y tranquila en
la playa de la costa norte de Kauai aquel 31 de octubre de 2003; las olas
rompían sin saña, limpia y suavemente. Un grupo de amigos celebraba la noche de
Halloween en la blanca arena. Todo iba bien, hasta que el mar, siempre el mar,
lanzó esa poderosa llamada de la que ningún surfer puede librarse si realmente
tiene agua salada en las venas. Bethany escuchó el canto de sirenas y entró al
agua, como cualquier otro día. No había motivo alguno de preocupación, no se
percibía ni el menor rastro de peligro en el horizonte. Las olas eran pequeñas
e inconsistentes y Bethany aguardaba la serie recostada sobre su tabla,
relajada, con su brazo izquierdo buceando dentro de las oscuras aguas.
Lo que sucedió después duró
apenas un segundo. Sintió una enorme presión en el brazo y un par de rápidos
tirones; luego, el mar teñido de rojo brillante a su alrededor.
Sorprendentemente, Bethany mantuvo la calma. Su brazo izquierdo había
desaparecido, arrancado casi hasta la axila, junto con un buen pedazo -rojo,
blanco y azul- de su tabla de surf. No recuerda con claridad cómo llegó hasta
la playa, pero sí lo que el enfermero le susurró al oído en la ambulancia, con
voz suave y tranquilizadora: “Dios nunca te va a abandonar”. Estaba en lo
cierto, porque ya desde los cinco años aceptó a Jesús en su corazón y nunca, ni
antes ni después del tiburón tigre, la había abandonado.
Esta
ayuda extra, además de una inconmensurable dosis de coraje, determinación,
sacrificio, corazón y agallas -desde luego impropias en una niña de trece años-,
obró el milagro. Después de haber perdido el brazo y un 60% de su sangre, y
tras haber superado varias operaciones sin infección alguna, Bethany salió del
hospital con la firme determinación de volver al agua, a sus olas, con
urgencia. Nada de traumas, nada de depresión, nada de excusas. Una fuerza de
espíritu que dejó absolutamente descolocados a los médicos y socorristas, que
sólo encontraron una explicación: su pasión por el surf y su fe en Dios.
Un mes después del ataque, el 26
de noviembre, Bethany regresó a las olas, a su sueño de convertirse en surfer
profesional. Tuvo que entrenar muy duro, aprender a remar con un solo brazo,
encontrar un nuevo equilibrio sobre la tabla, redefinir su estilo. Su ejemplo
de superación trascendió a la prensa y a la televisión y su nombre comenzó a
resonar dentro y fuera del agua. En enero volvió a la competición, y en plena
forma: quedó quinta en aquel primer campeonato. Continuó la temporada escalando
puestos en el ranking, siguiendo un camino que ya tenía trazado antes del
tiburón y que éste no logró desviar ni un milímetro. Si acaso le proporcionó
aún más fuerza y determinación para alcanzar su meta, su sueño. Un año después
de aquel fatídico 31 de octubre, Bethany ganó su primer título nacional.
Entre competición y competición,
entre ola y ola, Bethany tenía todavía tiempo para aparecer en los principales
programas de la televisión (del mítico Good Morning America a la MTV o al Show de Oprah Whinfrey),
recibir multitud de galardones y homenajes (del mundo del surf, del deporte y
de toda la sociedad), escribir su –incompleta- autobiografía (Alma de Surfer, en la que se ha basado
la película Soul Surfer), visitar
Tailandia para echar un cable tras el tsunami y dar incontables charlas
motivadoras en universidades, comunidades e iglesias.
En 2007 cumplió su sueño de hacerse
surfer profesional, carrera que hoy continúa compaginando con su condición de
luchadora ejemplar e inspiradora para libros (algunos escritos por ella misma),
documentales y películas sobre su vida. Por supuesto, sigue viajando por todas
las playas del mundo, en competición o en busca de buenas olas y mejores causas
(en misión de ayuda a las comunidades necesitadas, a través de su propia
fundación Friends Of Bethany). Ahora, desde hace apenas unos
meses, Bethany tiene una nueva causa que añadir a su lista: su hijo Tobias. Con
toda seguridad, aprenderá a surfear las olas de Hawaii antes incluso de
aprender a andar.
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