martes, 3 de noviembre de 2015

Bethany Hamilton: alma de surfer

Bethany Hamilton estaba predestinada a las olas desde que llegó a este mundo. Nació en la cuna del surf, Hawaii, de padres surferos, y desde niña se rodeó de hermanos, amigos y vecinos surferos. A los ocho años ya competía -y ganaba- en las salvajes olas de Oahu; luego siguieron decenas de campeonatos y de trofeos. Cuando cumplió trece, un tiburón envidioso reclamó su propio trofeo: el brazo izquierdo de Bethany. Sólo tres meses después estaba compitiendo de nuevo. Con un brazo menos, pero con una fe, un coraje y un espíritu que han conmovido al mundo entero, dentro y fuera del mar.


La noche era clara y tranquila en la playa de la costa norte de Kauai aquel 31 de octubre de 2003; las olas rompían sin saña, limpia y suavemente. Un grupo de amigos celebraba la noche de Halloween en la blanca arena. Todo iba bien, hasta que el mar, siempre el mar, lanzó esa poderosa llamada de la que ningún surfer puede librarse si realmente tiene agua salada en las venas. Bethany escuchó el canto de sirenas y entró al agua, como cualquier otro día. No había motivo alguno de preocupación, no se percibía ni el menor rastro de peligro en el horizonte. Las olas eran pequeñas e inconsistentes y Bethany aguardaba la serie recostada sobre su tabla, relajada, con su brazo izquierdo buceando dentro de las oscuras aguas. 

Lo que sucedió después duró apenas un segundo. Sintió una enorme presión en el brazo y un par de rápidos tirones; luego, el mar teñido de rojo brillante a su alrededor. Sorprendentemente, Bethany mantuvo la calma. Su brazo izquierdo había desaparecido, arrancado casi hasta la axila, junto con un buen pedazo -rojo, blanco y azul- de su tabla de surf. No recuerda con claridad cómo llegó hasta la playa, pero sí lo que el enfermero le susurró al oído en la ambulancia, con voz suave y tranquilizadora: “Dios nunca te va a abandonar”. Estaba en lo cierto, porque ya desde los cinco años aceptó a Jesús en su corazón y nunca, ni antes ni después del tiburón tigre, la había abandonado.

Esta ayuda extra, además de una inconmensurable dosis de coraje, determinación, sacrificio, corazón y agallas -desde luego impropias en una niña de trece años-, obró el milagro. Después de haber perdido el brazo y un 60% de su sangre, y tras haber superado varias operaciones sin infección alguna, Bethany salió del hospital con la firme determinación de volver al agua, a sus olas, con urgencia. Nada de traumas, nada de depresión, nada de excusas. Una fuerza de espíritu que dejó absolutamente descolocados a los médicos y socorristas, que sólo encontraron una explicación: su pasión por el surf y su fe en Dios.



Un mes después del ataque, el 26 de noviembre, Bethany regresó a las olas, a su sueño de convertirse en surfer profesional. Tuvo que entrenar muy duro, aprender a remar con un solo brazo, encontrar un nuevo equilibrio sobre la tabla, redefinir su estilo. Su ejemplo de superación trascendió a la prensa y a la televisión y su nombre comenzó a resonar dentro y fuera del agua. En enero volvió a la competición, y en plena forma: quedó quinta en aquel primer campeonato. Continuó la temporada escalando puestos en el ranking, siguiendo un camino que ya tenía trazado antes del tiburón y que éste no logró desviar ni un milímetro. Si acaso le proporcionó aún más fuerza y determinación para alcanzar su meta, su sueño. Un año después de aquel fatídico 31 de octubre, Bethany ganó su primer título nacional.

Entre competición y competición, entre ola y ola, Bethany tenía todavía tiempo para aparecer en los principales programas de la televisión (del mítico Good Morning America a la MTV o al Show de Oprah Whinfrey), recibir multitud de galardones y homenajes (del mundo del surf, del deporte y de toda la sociedad), escribir su –incompleta- autobiografía (Alma de Surfer, en la que se ha basado la película Soul Surfer), visitar Tailandia para echar un cable tras el tsunami y dar incontables charlas motivadoras en universidades, comunidades e iglesias. 


En 2007 cumplió su sueño de hacerse surfer profesional, carrera que hoy continúa compaginando con su condición de luchadora ejemplar e inspiradora para libros (algunos escritos por ella misma), documentales y películas sobre su vida. Por supuesto, sigue viajando por todas las playas del mundo, en competición o en busca de buenas olas y mejores causas (en misión de ayuda a las comunidades necesitadas, a través de su propia fundación Friends Of Bethany). Ahora, desde hace apenas unos meses, Bethany tiene una nueva causa que añadir a su lista: su hijo Tobias. Con toda seguridad, aprenderá a surfear las olas de Hawaii antes incluso de aprender a andar.


La historia de Bethany Hamilton está incluida en mi libro "La muerte del egoísmo". 


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