martes, 29 de diciembre de 2015

Yo también merezco celebrar la Navidad



Mi amigo Javi me dijo una gélida tarde pre Nochebuena «yo también merezco celebrar la Navidad». Aún lo tengo grabado, a fuego, en el corazón; y me resuena cada año por esta fechas, insistentemente, clamorosamente. Recuerdo que lo dijo cuando me detuve en su semáforo para darle un “aguinaldo” de veinte euros a cambio de un paquete de kleenex —que es de lo que vive— y mientras él me mostraba el interior de la Caja de Navidad que otro amigo del vecindario, más generoso que yo, le había regalado aquella mañana. Orgulloso y agradecido me señalaba la cecina ahumada, los espárragos, el turrón, las peladillas y demás lujosas viandas que esa noche, Nochebuena, compartiría con su compañera Adela, que andaba enganchada a Javi desde hacía un par de años… y enganchada a otras cosas desde mucho antes.

Mi amigo Javi lleva más de treinta años en esa esquina, y no es que sea viejo, Javi, aunque sus ojos dicen que sí; es que lleva en esa esquina desde que era un chaval. Treinta años de inviernos lacerantes («¡qué frío hace hoy, Pepe!» me dice, con su frágil anorak empapado como papel de fumar), treinta años de veranos asfixiantes, de primaveras de tregua-trampa, de otoños tristes, apagados. Y Javi, ahí, al pie del semáforo, siempre amable, siempre alegre el tío, siempre agradecido, como si el que lo pasara mal fueras tú, ahí en tu coche, con la calefacción o el aire acondicionado a tope, que tienes que hacer el esfuerzo de abrir la ventanilla para darle un par de euros por los kleenex; que coges o no, porque si le dejas el paquete, mejor, que ya se lo colocará a otro, sin problema, oye, sin falsas ofensas a la dignidad… ni al pragmatismo. Y le ves ahí, cada día, semáforo a semáforo, después de dejar a tus hijos en el cole, bien peinaditos y prestos a aprender para labrarse un futuro mínimamente cierto, y piensas «¡Dios, qué suerte tenéis, hijos! ¡Y qué suerte tienes tú, Pepe; sobre todo tú!»

«Yo también merezco celebrar la Navidad» me dijo, con la sonrisa a media asta, como justificándose; o más bien reivindicando, sí, reivindicando su derecho a una noche buena al menos una vez al año. Desde luego, si alguien la merece ése es Javi. Y la tuvo, al fin, hace cinco Navidades. Del Cielo le llegó un regalo inesperado pero maravilloso: Daniela, su niña. Un regalo para él y para Adela; y un ejemplo para esta sociedad enferma y egoísta, en la que la vida de un niño no nacido vale tan poco como un capricho adolescente. Ellos decidieron "tirar p'alante", desoyendo los consejos de los expertos, de los asistentes sociales, de los políticos e incluso del sentido común. Javi y Adela tuvieron a su niña hace justo cinco años, porque pensaron que toda vida merece ser vivida, y tenían (tienen) la esperanza de que la de su hija Daniela iba a ser mejor que la suya. Para empezar, abandonaron la heroína y el cutre refugio de cartones, plástico y luz ‘prestada’ (del tendido eléctrico) en el que habían pasado los últimos años de indigencia, y se instalaron en un humilde piso de alquiler, ayudados por la madre de Adela (una santa), por el párroco de ‘su’ esquina y por la caridad de sus clientes, que subieron automáticamente la cotización del paquete de kleenex y aportaron, además, la correspondiente contribución en especie (una cuna, ropita para la niña, una buena cesta de Navidad, un anorak contundente, pañales…). Aquella Navidad, Javi y Adela celebraron la Nochebuena entre paredes de verdad por primera vez en años; y cenaron caliente, sobre una mesa de verdad, en familia; y durmieron en una cama de verdad, y a su lado, una cuna azul y una niña agradecida por haber nacido, les recordó que quien tiene un porqué para vivir puede enfrentarse a todos los cómos.


Han pasado cinco años desde aquella Navidad, y no ha sido fácil para Javi y su familia (como para muchas otras, que hace tres años tenían un trabajo y cena caliente, y hoy sueñan con salir de la cola del INEM mientras hacen cola en el comedor de Cáritas). Pero han salido adelante; con esfuerzo y con ayuda, con fe y valentía. Ahora, cuando veo a Javi en su semáforo, veo más cansancio en su mirada, más años en sus ojos prematuramente envejecidos. «Es la niña, que me da las noches. Pero ¿sabes, Pepe?, también me da una razón para estar aquí, con los cataplines congelaos». Hace unos días la vimos, con su madre, de visita a la ‘oficina’ de papá; regordeta, sanota, sonriente, pícara… feliz. Desde luego, una justa recompensa para esa pareja ejemplar. Tal vez la primera justa recompensa que reciben en su vida.
Termino de escribir estas líneas y echo un vistazo al Nacimiento que mis hijos me han ayudado a instalar en el salón, con su San José y su Virgen María y su Niño Jesús, que nos recuerdan que la familia es sagrada, y pienso en Javi y en Adela y en su valiente y generosa decisión de traer a su hijita Daniela a este mundo de cobardes egoísmos. Y pienso en la coincidencia de que su nacimiento fuera, precisamente, en Navidad, ese día en que un niño pobre nació para hacernos mejores. Y me digo, convencido, que aún tenemos esperanza.
Feliz Navidad, Javi y familia. Y a todos vosotros, Feliz Navidad. Lo necesitamos más que nunca.

La historia de Javi y Daniela es uno de los capítulos incluidos en mi libro "La muerte del egoísmo"

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