Son malos tiempos, es cierto. Pero no son los peores. Otros vivieron
tiempos más difíciles, más duros, más terribles (guerra, hambre, miseria,
destrucción). Pero tenían otra mentalidad, una visión diferente de lo que es la
vida, o lo que debiera ser. Y trabajaron duro para construirla. Nosotros, en
cambio, nos limitamos a quejarnos. Clamamos al cielo por estos malos tiempos
que nos ha tocado vivir y no somos conscientes de que hemos sido nosotros quienes
los hemos hecho malos. O peores. Rechinamos los dientes por la herencia
recibida y somos incapaces de reconocer que somos los únicos culpables de
haberla dilapidado. Estúpidamente. Inconscientemente. Como auténticos nuevos
ricos, malcriados y descerebrados.
“¿Quiénes son los pobres? Los nietos de los ricos” nos restriega un
viejo aforismo castellano. No siempre es cierto, porque nuestros padres no
fueron ricos pero nuestros hijos sí son cada vez más pobres. No fueron ricos, nuestros padres, aunque
sí prósperos. Salieron de la miseria tras una guerra autodestructiva y
levantaron un país con sus manos, con su sangre, con su esfuerzo; con una
mentalidad de honradez y austeridad, de trabajo y ahorro, de comprar cuando hay
y no gastar cuando no hay. Simplemente. De cuidar que sus hijos vivieran mejor
de lo que vivieron ellos, de darles lo que ellos nunca tuvieron. Cosas tan
simples como ir a la universidad, tener vacaciones o comprarse un coche antes
de los treinta.
Lo expresa magníficamente Fernando Sánchez Salinero en un artículo que
llegó hace poco a mi email y me obligó a reflexionar. La generación que construyó España es su título y dice verdades
como ésta:
«Son gente que veían el trabajo como una oportunidad de progresar,
como algo que les abría a un futuro mejor, y se entregaron a ello en
condiciones muy difíciles. Son una generación que
compraba las cosas cuando podía y del nivel que se
podía permitir, que no pedía prestado más que por estricta necesidad, que
pagaban sus facturas con celo, y ahorraban un poco “por si pasaba algo”,
que gastaban en ropa y lujos lo que la prudencia les dictaba y se
bañaban en ríos cercanos, disfrutando de
tortillas de patata y embutidos, en domingos veraniegos de familia y amigos. Y tan sensatos, prudentes y trabajadores fueron, que
constituyeron casi todas las empresas que hoy conocemos, y que dan trabajo a la
mayoría de los españoles. Sabían que el esfuerzo tenía
recompensa y la honradez formaba parte del patrimonio de cada
familia. Se podía ser pobre, pero nunca dejar de ser honrado.»
Lo mismito
que hoy, vamos.
Hemos sido -seguimos siendo- un país de nuevos ricos (a nivel particular
e institucional) que hace tiempo hemos perdido el sentido común y arruinado,
literalmente, la herencia de nuestros padres. Los míos, por suerte, me
enseñaron austeridad; que el lujo era, en efecto, un lujo y que se disfruta
mejor en pequeñas dosis; que había que sacar buenas notas para recibir premio y
que, en la vida, el esfuerzo es el único camino para ganarse la recompensa,
aunque esta no sea siempre justa; que hay que trabajar duro, pero también estar
en casa y dar a nuestros hijos algo (o mucho) de ese tiempo que no tenemos; que
somos unos privilegiados, y hay que devolver el favor de lo que nos han
regalado ayudando a los que no tuvieron tanta suerte (que cada vez son más);
que lo importante no es el coche, sino quien lo conduce, y que vestir bien no
significa vestir de etiqueta (o sea, enseñando bien la etiqueta); que siempre
quedan agujeros para apretarse el cinturón un poquito más, y no pasa nada si
este mes no se sale a cenar; que no es cutre llevarse las palomitas al cine
desde casa si eso significa poder ir al cine; que la dignidad de cada uno está
en darse a los demás (a los tuyos y a los otros); que el éxito es un concepto
muy relativo -y a menudo sobrevalorado- y que un pequeño logro es siempre una
gran alegría; que la modestia es un valor, lo mismo que la generosidad, lo
mismo que la honestidad, lo mismo que la bondad.
Me enseñaron que la verdadera riqueza está dentro de nosotros, no en
nuestros bolsillos. Y que esta vida no es un fin, sino un medio. Que estamos
aquí de paso y que lo mejor que podemos hacer es el bien. Que no somos más que
el de al lado; y tampoco menos. Que el apellido vale lo que vale la persona.
Que engañar es malo, que robar también, que la ambición es legítima pero ha de
tener límites, y que ser honrado no es ser tonto, es ser honrado.
Y aunque a veces uno se pregunte si realmente merece la pena tanto
esfuerzo para tan poco, si podía haber hecho más para ganar más viviendo menos,
si estar dando a otros es estar quitando a mis hijos, o si es mejor seguir una
vocación poco productiva que una profesión más generosa pero infinitamente más
ingrata… entonces, miro hacia atrás y recuerdo lo que me enseñaron. Y pienso
que sí, que estoy en el buen camino. Que en esta vida lo único importante, lo
verdaderamente importante, es ser buena persona. Y hacer lo que se debe en cada
momento. Punto.
Pienso que a todos nos enseñaron más o menos los mismos valores. El problema es
que la mayoría de nuestra generación los ha olvidado y sustituido por conceptos
como ‘ambición’, ‘codicia’, ‘dinero’, ‘éxito’, ‘imagen’. La consecuencia es que
hemos quemado el futuro. El nuestro, seguro; el de nuestros hijos, depende de
lo que les enseñemos a partir de ahora. Si es que hemos aprendido la lección.
Hoy, más que nunca, resuena ese grito rabioso y culpable del carroñero Chuck
Tatum (Kirk Douglas) desde lo alto de la colina en El
Gran Carnaval (la obra genial de Billy Wilder): «¡El circo ha terminado!»
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