viernes, 25 de mayo de 2012

¡El circo ha terminado!

Son malos tiempos, es cierto. Pero no son los peores. Otros vivieron tiempos más difíciles, más duros, más terribles (guerra, hambre, miseria, destrucción). Pero tenían otra mentalidad, una visión diferente de lo que es la vida, o lo que debiera ser. Y trabajaron duro para construirla. Nosotros, en cambio, nos limitamos a quejarnos. Clamamos al cielo por estos malos tiempos que nos ha tocado vivir y no somos conscientes de que hemos sido nosotros quienes los hemos hecho malos. O peores. Rechinamos los dientes por la herencia recibida y somos incapaces de reconocer que somos los únicos culpables de haberla dilapidado. Estúpidamente. Inconscientemente. Como auténticos nuevos ricos, malcriados y descerebrados.

“¿Quiénes son los pobres? Los nietos de los ricos” nos restriega un viejo aforismo castellano. No siempre es cierto, porque nuestros padres no fueron ricos pero nuestros hijos sí son cada vez más pobres. No fueron ricos, nuestros padres, aunque sí prósperos. Salieron de la miseria tras una guerra autodestructiva y levantaron un país con sus manos, con su sangre, con su esfuerzo; con una mentalidad de honradez y austeridad, de trabajo y ahorro, de comprar cuando hay y no gastar cuando no hay. Simplemente. De cuidar que sus hijos vivieran mejor de lo que vivieron ellos, de darles lo que ellos nunca tuvieron. Cosas tan simples como ir a la universidad, tener vacaciones o comprarse un coche antes de los treinta.

Lo expresa magníficamente Fernando Sánchez Salinero en un artículo que llegó hace poco a mi email y me obligó a reflexionar. La generación que construyó España es su título y dice verdades como ésta:

«Son gente que veían el trabajo como una oportunidad de progresar, como algo que  les abría a un futuro mejor, y se entregaron a ello en condiciones muy difíciles.  Son  una  generación  que compraba las cosas cuando podía y del nivel  que  se  podía  permitir, que no pedía prestado más que por estricta necesidad, que  pagaban sus facturas con celo, y ahorraban un poco “por si pasaba  algo”, que gastaban en ropa y lujos lo que la prudencia les dictaba y  se  bañaban  en  ríos  cercanos,  disfrutando  de  tortillas de patata y embutidos, en domingos veraniegos de familia y amigos. Y  tan  sensatos,  prudentes  y trabajadores fueron, que constituyeron casi todas las empresas que hoy conocemos, y que dan trabajo a la mayoría de los españoles. Sabían  que  el  esfuerzo  tenía recompensa y la honradez formaba parte del patrimonio  de  cada  familia.  Se podía ser pobre, pero nunca dejar de ser honrado.»

Lo mismito que hoy, vamos.

Hemos sido -seguimos siendo- un país de nuevos ricos (a nivel particular e institucional) que hace tiempo hemos perdido el sentido común y arruinado, literalmente, la herencia de nuestros padres. Los míos, por suerte, me enseñaron austeridad; que el lujo era, en efecto, un lujo y que se disfruta mejor en pequeñas dosis; que había que sacar buenas notas para recibir premio y que, en la vida, el esfuerzo es el único camino para ganarse la recompensa, aunque esta no sea siempre justa; que hay que trabajar duro, pero también estar en casa y dar a nuestros hijos algo (o mucho) de ese tiempo que no tenemos; que somos unos privilegiados, y hay que devolver el favor de lo que nos han regalado ayudando a los que no tuvieron tanta suerte (que cada vez son más); que lo importante no es el coche, sino quien lo conduce, y que vestir bien no significa vestir de etiqueta (o sea, enseñando bien la etiqueta); que siempre quedan agujeros para apretarse el cinturón un poquito más, y no pasa nada si este mes no se sale a cenar; que no es cutre llevarse las palomitas al cine desde casa si eso significa poder ir al cine; que la dignidad de cada uno está en darse a los demás (a los tuyos y a los otros); que el éxito es un concepto muy relativo -y a menudo sobrevalorado- y que un pequeño logro es siempre una gran alegría; que la modestia es un valor, lo mismo que la generosidad, lo mismo que la honestidad, lo mismo que la bondad.

Me enseñaron que la verdadera riqueza está dentro de nosotros, no en nuestros bolsillos. Y que esta vida no es un fin, sino un medio. Que estamos aquí de paso y que lo mejor que podemos hacer es el bien. Que no somos más que el de al lado; y tampoco menos. Que el apellido vale lo que vale la persona. Que engañar es malo, que robar también, que la ambición es legítima pero ha de tener límites, y que ser honrado no es ser tonto, es ser honrado.

Y aunque a veces uno se pregunte si realmente merece la pena tanto esfuerzo para tan poco, si podía haber hecho más para ganar más viviendo menos, si estar dando a otros es estar quitando a mis hijos, o si es mejor seguir una vocación poco productiva que una profesión más generosa pero infinitamente más ingrata… entonces, miro hacia atrás y recuerdo lo que me enseñaron. Y pienso que sí, que estoy en el buen camino. Que en esta vida lo único importante, lo verdaderamente importante, es ser buena persona. Y hacer lo que se debe en cada momento. Punto.

Pienso que a todos nos enseñaron más o menos los mismos valores. El problema es que la mayoría de nuestra generación los ha olvidado y sustituido por conceptos como ‘ambición’, ‘codicia’, ‘dinero’, ‘éxito’, ‘imagen’. La consecuencia es que hemos quemado el futuro. El nuestro, seguro; el de nuestros hijos, depende de lo que les enseñemos a partir de ahora. Si es que hemos aprendido la lección. Hoy, más que nunca, resuena ese grito rabioso y culpable del carroñero Chuck Tatum (Kirk Douglas) desde lo alto de la colina en El Gran Carnaval (la obra genial de Billy Wilder): «¡El circo ha terminado!»




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