Leonardo Da Vinci fue un “hombre de muchas almas”, según expresión de la época. Fue, en efecto, muchas cosas y en todas puso el alma. Pintor, escultor, músico, arquitecto, urbanista, ingeniero militar, científico, anatomista, matemático, naturalista. Y también inventor fecundo y polifacético, precursor del automóvil, la bicicleta, el tanque, las cadenas articuladas, el batiscafo, la ametralladora y la aviación. Fue genio y hombre, perfeccionista y caótico, apasionado y curioso. Siempre artista. Y, ante todo, un enamorado de la vida.
Tal vez
suene a tópico afirmar que Leonardo Da Vinci nació en el lugar adecuado y en la
época propicia para desarrollar su infinita capacidad creadora. Pero así es. En
el año 1452 Italia era un mosaico de ciudades-estado, pequeñas repúblicas y
feudos bajo el poder de los príncipes o el papa. Todos ellos amaban dos cosas:
la guerra y el arte. Así que hacían la guerra para conquistar poder y riquezas;
y con éstas compraban el arte que hacía resplandecer aquél. El abono ideal para
un genio renacentista. Un talento inusual, el de Leonardo, que su padre le descubrió
de niño (cuando se topó con un dibujo de Medusa tan realista que casi le
derriba del susto) y que potenció enviándole, a los 14 años, al taller de
Andrea del Verocchio en calidad de aprendiz.
A lo largo de seis años, aprendió
del maestro todo lo que éste le pudo enseñar sobre pintura, escultura, técnicas
y mecánicas de la creación artística. Cuando Leonardo abandonó el taller para
comenzar su carrera como artista libre, el discípulo ya había superado al
maestro. Tras unos años desarrollando sus habilidades en Florencia, en 1482 se
presentó ante el poderoso Ludovico Sforza, dueño y señor de Milán, para quien
trabajaría durante diecisiete años como “pictor
et ingenierius ducalis”. Y aunque oficialmente su principal ocupación era la de
ingeniero militar, sus proyectos abarcaron la hidráulica, la arquitectura, la
mecánica, además de la pintura y la escultura.
Es en esta
época cuando su verdadero talento artístico comienza a deslumbrar. Lo que él
consigue, está más allá de su tiempo. Leonardo funde magia y técnica, razón y
arte en una nueva y revolucionaria técnica: el sfumato. Difumina sombras y luz, disolviendo los contornos de los
objetos con la atmósfera que los rodea. Esta alquimia prodigiosa de la luz nos
descubre una realidad más poética, rebosante de sensibilidad, de vida y
ciencia. Porque para él la belleza no se limita al arte. Como describe Dimitri
Merezhkovski en su novela biográfica El
romance de Leonardo, “Veía con el mismo goce la fuerza desarrollada por las
máquinas, ruedas, palancas, resortes, correas, cilindros de hierro o
engranajes, que la fuerza del Espíritu por la que se mueven los mundos”.
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Leonardo es,
ante todo, gran observador. (“Mira, instrúyete, observa para conocer la
expresión de todos los sentimientos humanos” aconseja a sus discípulos). Con curiosidad
casi matemática busca expresiones, reacciones, rostros, modelos; anota sus
observaciones, dibuja, analiza. Llena cientos de cuadernos (códices) con
bocetos, ideas y escritos que siglos más tarde nos acercarán a la verdadera
dimensión de su genio. Pero su trabajo es caótico, de tan prolífico. Lo quiere
abarcar todo y la mayoría de lo que empieza queda sin terminar. Se puede pasar
días trabajando en la cabeza del apóstol San Juan, en La última cena, y cuando le queda el toque final se queda en casa
estudiando el vuelo de los abejorros o las moscas; y examina la estructura de sus
alas tan profundamente que descubre que las patas traseras les sirven de timón:
un hallazgo que aplicará a su máquina voladora. De seguido, se olvida de la
mosca y se vuelca en un escudo para la Academia Milanesa
de pintura. A veces, durante días observa y dibuja gatos, sus posturas y
costumbres; o contempla con idéntica curiosidad los peces y otros animales
acuáticos en una pecera. O el vuelo de un halcón cayendo en picado sobre su
presa, movimiento que rápidamente dibuja en su cuaderno. Es diverso e
inconstante (“genio del desorden”); y se asombra de todo, alegre y ávidamente,
como un niño.
Sabe de todo y todo le atrae. Es
capaz de planificar una ciudad para 35.000 habitantes con calles de dos alturas
o proyectar un canal que une el río Ticinio con el Sesia para regar las
praderas de Lomellina; puede diseñar un carro de combate con imposibles
cuchillas o un ingenio mecánico que mide los segundos con asombrosa precisión; y
también mostrar las proporciones del hombre perfecto o escudriñar sus músculos
y huesos previa disección.
Pero su
verdadera obsesión (y frustración) es volar. Y al diseño de una máquina
voladora dedica largas horas de investigación y meditación. Curvado sobre su
mesa de trabajo, hundido en sus pensamientos, acariciándose con sus finos dedos
y gesto lento su larga barba ondulada, observa a través de la ventana el vuelo
de una golondrina: “¡qué fácil, qué sencillo!” se maravilla, acompañándola con
la mirada, envidioso y triste; luego contempla en su cuaderno el gigantesco
esqueleto de murciélago de su último intento y se pregunta si lo logrará algún
día. Su ayudante ejerce de piloto de pruebas; sube al tejado, se coloca
alrededor del cuerpo vejigas de buey y cerdo para no romperse los huesos,
levanta las alas y, empujado por el viento, vuela escasos metros, agita los pies
en el aire y cae verticalmente sobre un montón de estiércol, reventando todas
las vejigas con gran estrépito. “¡Esta máquina nos conducirá a todos a la ruina!”
exclama, cuando logra sacar la cabeza del pestilente montículo.
Hacia 1499
su protector, Ludovico, pierde el poder y Leonardo regresa a Florencia tras 20
años de ausencia. Allí entabla amistad con Maquiavelo y trabaja para César
Borgia y su desmesura guerrera. Continúa pintando, por libre y por encargo, y
continúa también dejando obras inconclusas (La batalla de Angheri). No
es el caso de su pintura más sublime, perfecta y querida. A lo largo de tres
años, en las tardes brumosas de luz tenue, el maestro prepara con
desacostumbrado mimo pinceles y pinturas en espera de la hora (“hoy la luz y
las sombras parecen hechas para su rostro”); invita al estudio a los mejores
músicos, cantantes y poetas para distraer y evitar el aburrimiento de la dama,
una mujer de unos 30 años, vestida con un traje sencillo y oscuro, un ligero
velo transparente que baja hasta la mitad de la frente. Es monna Lisa, la Gioconda ; hija de Antonio
Gerardini y esposa de Francesco di Giocondo.
Leonardo ha pasado ya la cincuentena, pero se impacienta como un
niño en espera de su premio del día. Cuando llega, piensa que la viviente monna
Lisa le parece menos real que la retratada en el lienzo. Tal es el grado de
perfección que ha logrado otorgar a la pintura. Lo esencial del parecido reside
menos en los rasgos del rostro que en la expresión de los ojos y la sonrisa.
Una sonrisa que ya había reflejado en su Eva, y en el ángel de la Virgen de las Rocas, y en Leda y en muchos
otros rostros femeninos antes de conocer a la Gioconda ; como si toda su
vida, en todas sus creaciones, hubiera buscado el reflejo de su propio encanto
y lo hubiese encontrado al fin en el rostro de la monna Lisa. Una sonrisa llena
de misterio, serena, semejante a un agua tranquila y transparente; y al mismo
tiempo irreal, lejana, extraña. Una sonrisa que se refleja en el alma del
propio Leonardo. Igual que su mirada.
Sus años
finales los pasa Leonardo en Amboise como “pintor, ingeniero y arquitecto
oficial” del rey francés Francisco I. Se lamenta de la dispersión de su obra,
de la multitud de proyectos inacabados. Trata de concluir sus estudios para construir
una máquina voladora, con la esperanza de que la creación de las alas humanas
salvaría y justificaría toda la labor de su vida. Se entrega a la tarea con
tenacidad, sin pensar en la muerte, dominando la enfermedad; olvidándose de
comer y dormir, pasa noches enteras haciendo cálculos y dibujos. Pero el
agotamiento acaba por minar sus fuerzas. El 23 de abril de 1519, sábado de
Pasión, manda llamar a un confesor y a un notario, para quedar en paz con Dios
y con el mundo.
Escasos días después, en la mañana del 2 de mayo, ante Fray
Guillermo y su discípulo Francesco Melzi, su corazón deja de latir. Su rostro
conserva esa expresión de serena y profunda atención que Leonardo mostraba con
tanta frecuencia. Recibe sepultura en el convento de San Florentino, aunque
pronto su tumba –y su memoria- fue quedando olvidada en el tiempo. Su fiel
Francesco escribió: “Creo que todos deben afligirse por la pérdida de un hombre
tan extraordinario como no volverá a haber jamás. ¡Dios mío, concédele eterno
reposo!”
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