Hubo un
tiempo, hace muchos muchos años, cuando aún no existían las películas de Walt
Disney, antes incluso de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm y Charles
Perrault, en que los cuentos de hadas maravillosas, duendes mágicos y príncipes
azules eran tan perversos, violentos y oscuros como el mundo en que acontecieron.
En aquella Europa tenebrosa del medievo, los niños vivían, hablaban y
trabajaban como adultos, delinquían como adultos, se embriagaban como
adultos... y escuchaban los relatos de los adultos. En aquellos tiempos lejanos,
los niños convivían con la violencia, la crueldad y la perversión como hoy lo
hacen con los videojuegos; solo que en esos tiempos, el juego era la vida.
Por eso, los mitos que han llegado a
nuestros días como “cuentos infantiles” versaban entonces de todo tipo de bajos
instintos y desmedidas crueldades. Así fueron concebidos y transmitidos en su
origen oral, y lo que ha llegado a nosotros no es sino la versión suavizada,
tamizada, “civilizada” por recolectores –reescritores-
como Perrault, los Grimm, Andersen o Disney. Ellos fueron los inventores de los
finales felices, del triunfo del bien y la verdad, de la esperanza. Pero no
siempre fue así.
Por empezar
con otra película que se acaba de estrenar, la dulce Blancanieves
no se libra de los detalles escabrosos. En la primera versión de los hermanos
Grimm, la reina vanidosa y despiadada no era la madrastra, sino la propia madre
de Blancanieves, hecho que escandalizó a la sociedad de la época. Pero aún más
cruel es el final de un relato anterior, en el que la pérfida madrastra es
obligada a calzarse unos zapatos de hierro al rojo vivo y bailar hasta caer
muerta, presa de un espantoso frenesí. Y además en la boda de su odiada hijastra.
Caperucita Roja, en su versión ancestral (y
perversa) el licántropo no solo se come a la abuela, también devora
violentamente a la niña y, además, antes de descuartizarla la engaña para que
beba la sangre de su propia abuela (“-Abuelita, este
vino está muy rojo. -Calla y
bébelo, es la sangre de tu abuela.”). Ya en versiones posteriores se suavizó
el final, salvando a Caperucita del lobo con fórmulas de lo más peregrinas: una
avispa oportuna, las necesidades fisiológicas de la niña, un cazador que pasaba
por ahí...
El caso de La Cenicienta es aún más violento, si cabe. En la arcaica versión
italiana, Zezolla mata a su primera madrastra brutalmente, rompiéndole el
cuello; su padre se casa entonces con el ama de llaves, que es tan cruel como
la anterior y además aporta dos hermanastras igualmente siniestras. Al final, Zezolla
logra asistir al baile en palacio, enamorar al príncipe y perder el zapato (de
raso, no de cristal); y las hermanastras consiguen encajar el delicado escarpín
en sus grotescos pies... cortándose el dedo gordo una y rebanándose el talón la otra. Oportunamente ,
dos palomas muestran los restos de sangre al príncipe, destapando la dolorosa
trampa. El día de la boda, las hermanastras aún recibirán mayor castigo: las
palomas les arrancan los ojos como escarmiento.
Otros finales no felices que quedaron
perdidos en el tiempo son, por ejemplo, el de Pinocho, que en la primera versión de Carlo Collodi el muñeco muere
ahorcado (“dando una gran sacudida, se quedó tieso”) en castigo por su mal
comportamiento. O la
delicada Ricitos de Oro, que en el relato de 1831 era
una vieja iracunda y hambrienta, que al final es torturada por los osos y
empalada en la aguja del campanario. O Piel
de Asno, donde la heroína escapa de un padre que intenta abusar de ella.
Moraleja: que cada tiempo tiene sus cuentos.
Y sus bondades y sus maldades. Y sus finales felices. Y, en fin, sus perdices o
sus lombrices.
No hay comentarios:
Publicar un comentario