viernes, 9 de marzo de 2012

El lugar más seguro

Sucedió en el tren, camino de Santander, una sofocante tarde de julio. El viaje, largo, se hacía relativamente soportable gracias al aire acondicionado, a la soledad de mi asiento y al ipod (la película que habían programado era bastante mala). Estaba escuchando una selección de la banda sonora de House, esa magnífica serie sobre la vida y la muerte, en la que cada canción tiene un significado preciso e intenso. Y cada canción me trasladaba a un momento de la serie, y también a algún momento de mi vida en el que había escuchado esa canción (eso es precisamente lo que hace la música: recordarte tu vida). Y entonces sonó la voz dolorosa, triste, de Damien Rice cantando (llorando) “Grey Room”, implorando un poco de calor a su desolada y gris soledad, y recordé ese capítulo en el que una joven, Eve, embarazada tras una violación, se niega a abortar, a pesar de la insistente recomendación del doctor House. Para ella es, simplemente, un asesinato, y además de su hijo. Para House no es más que una solución cómoda, puro pragmatismo social. Al final, por desgracia, House gana. Y el perdedor muere.

La guitarra lastimera de Damien Rice se iba perdiendo en mi cabeza, mientras la historia de Eve y House me recordaba otra historia que escuché en otro tren, no importa hacia dónde. Fue de esas conversaciones que empiezas escuchando sin querer y acabas enganchado como a una buena película. Sólo que esta historia era muy real.

Eran cuatro jóvenes, dos chicos y dos chicas. Según sus comentarios debían pertenecer a una productora de televisión y se encaminaban a rodar un reportaje. La que parecía ser la jefa era una joven guapa y menuda; no debía de llegar a los 27 y se notaba nerviosa por la responsabilidad, probablemente recién estrenada. No recuerdo en qué momento ni por qué la conversación de trabajo cambió de tema y de tono y comenzaron las confidencias (debió de ser cuando los dos chicos se fueron a investigar el vagón restaurante). La jefa, con voz entrecortada, susurró: “He decidido no hacerlo”. Su compañera, que además era su amiga, le preguntó, sorprendida “¿Vas a seguir entonces? ¿Pero no lo tenías tan claro?”. “Sí, eso creía yo. Pero estaba equivocada. Ahora es cuando lo tengo claro”. “Pero… ¿qué pasó? ¿No fuiste ayer al ginecólogo para confirmar la fecha de la intervención?”.
     Ella entonces, casi en un susurro, contó a su amiga cómo, efectivamente, había acudido la mañana anterior a su ginecólogo. Estaba embarazada de 10 semanas y había decidido abortar (“interrumpir voluntariamente mi embarazo”, se auto convencía). El médico la había intentado persuadir en una consulta anterior, explicándole otras opciones para no acabar con la vida de su hijo (era niño); pero ella se enfadó y se escudó en su trabajo y en la relación fallida con su pareja y en los planes de futuro y en su derecho a elegir y a decidir sobre su cuerpo y… y le habló hasta de las guerras y de África y de lo injusta que es la vida. Y acabó llorando. Ni siquiera sabía por qué, ya que lo tenía tan claro; y ese médico no tenía derecho a reprocharle una decisión que había tomado con plena conciencia. ¡Faltaría más!

     Pero en esa segunda ocasión el ginecólogo no abrió la boca. “Bien, pensó ella, calladito está mejor”. Se tumbó sobre la camilla, de espaldas al monitor del ecógrafo, y la enfermera le desabrochó la blusa, dejando asomar una tripa incipiente. Le extendió el gel y el médico colocó el transductor por debajo del ombligo, moviéndolo con suavidad mientras observaba fijamente la pantalla del monitor. En ese momento, la joven comenzó a percibir un sonido que no había escuchado la primera vez. Era como una pulsación regular, rápida, que cada segundo se hacía más intensa. “¿Qué es ese sonido?” preguntó ella. “Es el corazón de tu hijo”, respondió el médico, mirándola a los ojos con inesperada ternura. “¿Quieres verlo?”. Ella apenas si pudo asentir con la cabeza, probablemente sin querer hacerlo, y él giró el monitor y señaló el corazón latiente del feto. Ella comenzó a llorar, levemente al principio, y luego afloró de golpe todo el llanto que llevaba dentro, que era mucho y muy profundo.
     Tras unos minutos de intenso desahogo, el ginecólogo le entregó una ‘foto’ de su hijo y se despidió “hasta la próxima consulta”. Ella susurró un “gracias” y salió de la consulta abrazada a la imagen de la ecografía. Esa noche apenas durmió. A la mañana siguiente, se despertó con la foto sobre su tripa, la miró y volvió a llorar, sólo que esta vez el motivo del llanto era muy distinto: “Hijo… mi niño… ¡qué guapo eres!
     “Mira, éste es mi bebé” le dijo a su amiga, mostrándole la ecografía “Esto es lo que tengo dentro de mí. A que es precioso”. “Sí lo es”, dijo su amiga y añadió: “Yo te ayudaré a cuidarlo”. “Gracias. Creo que lo necesitaré”.

Ya estaba llegando a Santander. Se notaba el verde vivo y fresco de los prados cántabros en contraste con el seco amarillo que había decorado todo el viaje. Una historia bonita, pensé, que se repetiría muchas más veces si, simplemente, las mujeres y las adolescentes que quieren abortar escucharan el latido vivo del ser que llevan dentro. Mientras, en mi iPod sonaba One Safe Place de Marc Cohn: “Life is trial by fire, And love’s the sweetest taste / And I pray it lifts us higher / To one safe place” (la vida es una prueba de fuego, y el amor es el sabor más dulce; y rezo para que nos eleve más arriba, hacia un lugar seguro).

Y pensé que el lugar más seguro del mundo debería ser el vientre de una madre.

1 comentario:

  1. He terminado llorando a moco tendido... Mi enhorabuena por una bonita historia y, sobre todo, por una gran redacción (me ha enganchado desde el primer momento).

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