miércoles, 28 de diciembre de 2011

Estafas, venganzas y otras inocentadas

Celebrando que hoy es el día de los inocentes, y aprovechando los últimos hallazgos, declaraciones y contradeclaraciones del caso Urdangarín, aquí tenéis un artículo sobre diversas estafas, timos y venganzas del pasado que puede resultar muy revelador en estos tiempos...

El mundo está lleno de inocentes. Que se lo digan si no al conde checo Victor Lustig y a su compinche norteamericano Dan Collins, de profesión estafadores. En 1925 Lustig se hacía pasar por un alto funcionario francés del Ministerio de conservación de edificios públicos; en su despacho parisiense había reunido a seis importantes hombres de negocios para explicarles que la Torre Eiffel debía ser desmantelada, debido a su altísimo coste de mantenimiento. Siete mil toneladas de hierro de la mejor calidad estaban a disposición de quien realizara la mejor oferta de compra.
A la mañana siguiente, el acaudalado André Poisson recibió la grata noticia de que su oferta había resultado la ganadora. Una semana después, recaudado el dinero, Poisson se reunió con el conde Lustig y su “secretario” en el Hotel de Crillon, les entregó el cheque certificado y una cartera repleta de billetes, y se despidió feliz con el documento oficial de venta en sus manos. Sólo una hora más tarde, Lustig y Collins habían cobrado su cheque y se instalaban en su compartimento del expreso de Viena, rumbo a una vida de lujo. Durante un mes comprobaron que nada se mencionaba en la prensa sobre su “faena”; Poisson estaba demasiado avergonzado para denunciar la estafa. Confiados, Lustig y Collins repitieron la hazaña… solo que esta vez la víctima sí acudió a la Policía francesa. Y aunque los astutos estafadores jamás fueron capturados, no pudieron volver a vender la Torre Eiffel una tercera vez.
Siempre ha habido falsificadores, pero seguramente ninguno tan joven como William Henry Ireland. Hijo de un grabador de libros londinense, Ireland se enamoró de Shakespeare y de su obra a los 13 años, en una visita a Stratford Upon Avon, cuna del dramaturgo inglés. Su particular homenaje se tradujo en una serie de pequeñas falsificaciones, utilizando papel de la época isabelina y tinta envejecida artificialmente. Primero fue la firma. Luego, un manuscrito “original” del Rey Lear y algunas escenas de Hamlet, imitando la caligrafía shakesperiana. Expertos y críticos certificaron “sin ninguna duda” la autenticidad de los documentos, lo que dio alas al temerario joven para intentar el más difícil todavía: crear una obra inédita de Shakespeare, desconocida, totalmente original y escrita por William… Ireland. El intrépido falsificador tenía 17 años cuando eligió una obra al azar, contó el número de versos (2.800) y empezó a escribir. En dos meses estaba finalizada. La tinta, el papel y la caligrafía otorgaron credibilidad al “hallazgo”, y aunque los expertos pusieron en tela de juicio la calidad de la obra, no dudaron de su autoría. El 1 de abril de 1796 (Día de los Inocentes) se estrenó en el teatro Drury Lane la obra recientemente descubierta Vortigern y Rowena, de William Shakespeare. Esa misma noche, con el teatro lleno, el fraude fue decubierto por el actor principal y William Ireland confesó la verdad. A lo largo de su vida escribió numerosas novelas y poesías, pero sólo se recuerdan sus textos apócrifos de Shakespeare, cuyos manuscritos se conservan en el Museo Británico.
El caso del pintor Van Meegeren fue a un tiempo falsificación y venganza. Denostado por el renombrado crítico de arte Abraham Bedius, que había destruido su incipiente carrera años atrás, decidió demostrar su habilidad artística falsificando obras de Vermeer. Fue tal su nivel de perfección, su delicadeza y composición del cuadro, su lograda textura envejecida, que algunas de ellas se llegaron a admirar, por ejemplo, en el Museo Boymans de Rotterdam. Otras fueron vendidas a prestigiosos coleccionistas y museos por verdaderas fortunas. En 1945, una de sus falsificaciones fue confiscada de la colección privada del dirigente nazi Goering; siguiendo su rastro, la policía llegó hasta Meegeren, quien fue acusado de colaborar con los alemanes. Ante la amenza de ser ejecutado, finalmente confesó: “¡Idiotas, no vendí ningún Vermeer a los alemanes, sólo un Van Meegeren! No colaboré con ellos, los engañé”. Por supuesto, esta declaración fue suficiente para destruir la reputación de Bedius y los demás expertos, que era, en realidad, lo que siempre había perseguido Meegeren. El aunténtico arte de la venganza.



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