martes, 18 de marzo de 2025

Nino Redruello: Lo contrario del éxito no es el fracaso, es no intentarlo por miedo.



«El éxito solo habita en los ojos de los demás», escribe Marcos de Quinto en el primer capítulo de su libro Notas desde la trinchera. Y continúa: «La gente suele envidiar los galones del uniforme ajeno, mientras ignora las cicatrices que ese mismo uniforme cubre. Yo no capto demasiado bien lo que se entiende por ‘un individuo de éxito’, pero sí entiendo lo que significa ser una persona íntegra, que ha luchado y nunca se ha rendido».

Releo esta reflexión sobre el éxito del que fue vicepresidente ejecutivo y director mundial de marketing de The Coca-Cola Company después de escuchar una charla de Nino Redruello, y no puedo evitar pensar que estas palabras están escritas para él. No porque Nino se defina a sí mismo como ‘un individuo de éxito’ (más bien lo contrario), sino porque lo que revela toda su vida, desde la adolescencia hasta hoy, es una trayectoria repleta de galones y también de cicatrices (físicas y mentales), de integridad absoluta y de lucha constante, incombustible, sin dejar ni un pequeño resquicio para la rendición. Pero, sobre todo, porque ha podido dedicar su vida entera –casi cada minuto desde los 15 años- a su pasión, ser cocinero; su sueño de niño hecho realidad. Y eso, dicen, es como no trabajar.

En teoría, claro. Porque disfrutar apasionadamente de tu trabajo no implica necesariamente que no curres como el que más; que no eches más horas porque no hay más horas en el día; que no te impliques en cuerpo, alma y neuronas; que no te desveles por las noches y no sufras y maldigas y reniegues y quieras tirar la toalla (o el mandil) cada semana. Todo, para que luego tú y yo vayamos a La Ancha a devorar un ‘Armando’ como si no hubiera un mañana, y se nos llene la cara de felicidad. Una felicidad, la del cliente, que es en realidad la razón de ser de todo este sacrificio y desvelo, el propósito de vida de un cocinero vocacional y apasionado, de un empresario valiente y comprometido, de una persona íntegra, luchadora y entregada. De un individuo de éxito.

Porque Nino soñó de pequeño ser cocinero y es cocinero, y eso es lo que le hace feliz. Porque lo que él hace en la cocina tiene un propósito: hacer felices a los demás («eso es lo bonito de la cocina, que buscas el bienestar de los demás; que cocinar significa que estás dedicando tu tiempo, tu atención, tu ilusión para que otros estén bien. Es pura generosidad»). Y porque Nino dirige una empresa familiar, junto a su hermano Santi, con más de cien años de historia que empezó con una tabernita y hoy, cuatro generaciones después, es un grupo de restauración de enorme prestigio con diez locales (La Ancha, Las tortillas de Gabino, Fismuler, Club Financiero Génova, Molino de Pez, Armando), con 500 empleados y con llenos diarios. Si eso no es tener éxito…

Las primeras generaciones Redruello

El bisabuelo Benigno, de La Estrecha a La Ancha

Pero vayamos al principio, que es donde nacen las buenas historias. Todo empezó hace más de un siglo, en 1919, cuando Benigno Redruello, bisabuelo de Nino, abrió las puertas de la primera taberna de la familia: La Estrecha, en la calle Mayor de Madrid. El bisabuelo Benigno dejó su pequeña aldea asturiana y una vida de vacas y cabras para montar ese pequeño negocio en la capital; un salto al vacío, sin duda, pasar de vaqueiro de alzada a tabernero, de pastorear ganado en los silenciosos prados de la montaña a servir comidas caseras en pleno centro de una gran ciudad en constante ebullición. Pero es lo que tiene el espíritu emprendedor y, sobre todo, el deseo –la necesidad- de probar suerte para dar una vida mejor a los suyos.

Una vida cimentada en el trabajo duro, la constancia y el sacrificio personal. Nos lo cuenta Nino: “Mi bisabuelo se tiró 25 años durmiendo en un taburete hasta las cinco de la madrugada, recostado sobre la puerta de la taberna, para poder atender a los panaderos de la tahona vecina cuando abrían; luego ya se iba a casa a dormir de verdad. Sólo por facturar cuatro o cinco pacharanes”. Una lección de pundonor y valores que aún permanece en el ADN de la familia Redruello.

Pronto Benigno necesitó otras manos que le ayudaran en la pequeña taberna y se trajo de Asturias a su hijo Santiago, que apenas tenía diez años. A aprender el negocio trabajando duro, lo mismo que su padre. Lo mismo que tantos miles de españoles en aquellos años difíciles: tiempos duros para gente dura, de otra pasta. El niño creció y aprendió y con el tiempo y la experiencia acabó tomando las riendas del negocio, nueve años después de su llegada. Una segunda generación Redruello que ya tenía ganas de cambiar las cosas, de “ensanchar” horizontes y ambiciones. Comenzaba una nueva década y era el momento de avanzar, de modo que Santiago decide ampliar la taberna y La Estrecha se convierte en La Ancha.

Años más tarde, como hizo su padre Benigno, Santiago puso a trabajar a sus hijos en la taberna en cuanto tuvieron fuerza para recoger los platos y altura para servir las mesas. Estudiar no era una opción y toda mano era necesaria para sostener el negocio, tanto como evitar cualquier salario innecesario. Porque había días en que no entraba nadie por la puerta, y días de sólo dos clientes, o cuatro, o ninguno de nuevo. Pero a base de empeño y dedicación, de mucha honestidad y mucha verdad, el abuelo Santiago logró sacar la empresa adelante.

La Ancha, ya regentada por la tercera generación (Antonio, padre de Nino, y su hermano Benigno), abrió en 1957 un restaurante en la calle Velázquez, que una década después se trasladó a Príncipe de Vergara; y en 1988 los hermanos abrieron un nuevo La Ancha en la calle Zorrilla. Ambos restaurantes permanecen a día de como el buque insignia del Grupo, con llenos diarios y un prestigio ganado a pulso a lo largo de los años. Pero lo más bonito, para Nino, «es la cantidad de familias que nos dicen: “yo celebré aquí mi Primera Comunión” o “Recuerdo cuando me traía mi abuelo” o “Venimos en homenaje a mi padre, que era fan del Armando”».

El principiante

El legado, la pasión y la mano destrozada

En 2005 son los hijos de Antonio, Nino y Santi, quienes asumen la dirección de la casa madre. Reciben un legado lleno de historia y reconocimiento, que asumen con respeto, ilusión y compromiso; Nino en los fogones y Santi en la sala. Pero ambos llevan el veneno del inconformismo en la sangre -es también parte del legado Redruello- y deciden emprender nuevos conceptos que vuelven a ensanchar el horizonte de la Familia La Ancha.

Pero no nos adelantemos. Demos un paso atrás y volvamos a Nino y sus inicios en la cocina. Bastante atribulados, por cierto.

Fue una pasión temprana, la suya. Mezcla de vocación y responsabilidad. «Yo tenía 15 años, y mis hermanos estaban uno en arquitectura y el otro en empresariales, así que comprendí que yo era el responsable de seguir la tradición, de asumir el legado, de mantener viva la antorcha del negocio familiar». Y con 15 años empezó a trabajar en La Ancha, a las órdenes de su tío Benigno, los tres meses de verano, del primer al último día de vacaciones. Una experiencia potente, reconoce: «Fue duro, porque en aquella época se trabajaban mil horas, había mucha tensión, las cocinas eran muy duras y los cocineros para mí eran como ninjas, trabajando a una velocidad alucinante». Pero fue una magnífica escuela, en la que aprendió la realidad de la cocina y, de paso, descubrió lo torpe que era llevando los platos en la mano, que caían al suelo con demasiada frecuencia («así que me quedaba por las tardes practicando con garbanzos»).

El verano siguiente repitió en La Ancha y además trabajó de extra en las cocinas de un famoso catering para ampliar experiencia («para ver cositas»). Para su desgracia, también tuvo un incidente con los platos una noche en que le tocó ser camarero: «Al servir un guiso a una señora se me cayó en el abrigo de visón. Y yo: “lo siento mucho… perdóneme… yo le pago el tinte…” Y entonces llegó el maitre, me cogió, me llevó a una esquina y me dijo: “no hagas nada más esta noche, quédate mirando a la pared y haznos un favor a todos y no te dediques a esto”». Una situación humillante como pocas, pero que no desanimó al joven –y torpe- aprendiz de cocinero.

Por supuesto, Nino no hizo caso del cabreado maitre y siguió dedicándose a lo que realmente le apasionaba, a lo único que daba sentido a su existencia: la cocina, los fogones, la capacidad de crear y de hacer felices a los comensales. De modo que volvió con 17 años («Me gustaba la marcha»).

La vida es un sofrito

Aquel verano en La Ancha, Nino aprendió una lección fascinante. El secreto de la cocina… y de la vida. «Mi tío llegaba todos los días las 8 de la mañana y arrancaba los sofritos. Él solo, en silencio. Casi como un ritual místico. Y aquellos días yo lo hacía con él. Y de tanto ver los sofritos entendí algo maravilloso: el sofrito es la base de toda la esencia de la cocina española. Coges un buen aceite y unas buenas verduras, las pones a freír a la temperatura exacta, y entonces hay un trasvase de valores precioso: el aceite, que es el canalizador del sabor, coge el aroma de esas verduras y se lo otorga, con todo el respeto y el cariño del mundo, al guiso. Pero hay que hacerlo despacio, con paciencia, con atención. Si tienes mucha prisa, subes el fuego, ese aceite ya no se infusiona del sabor de las verduras, ya no absorbe el aroma. Y, por el contrario, si te despistas y tienes el fuego muy bajo, esa verdura no se dora como si tiene que dorar. Y entonces entendí que la vida es un poco eso, que la vida tiene sus tempos y no puedes ir demasiado rápido porque en la primera curva derrapas; y si vas muy despacio te quedas como en tu rinconcito, ahí parado, y no le sacas el jugo a la vida».

Nino siguió sacándole jugo a la vida y a su pasión por la cocina. Acabó COU y se fue a estudiar dos años gastronomía en San Sebastián, hizo prácticas en el restaurante Akelarre de Pedro Subijana (tres Estrellas Michelin) y descubrió nuevos mundos y formas de trabajar en Barcelona, Bérgamo, Londres, otra vez San Sebastián… Una escuela de técnicas, procesos, conocimientos y prácticas que le enseñó muchísimo sobre la cocina y también sobre sí mismo. Y un concepto que definiría el resto de su vida: la determinación. Constancia, trabajo, compromiso, dedicación. Esfuerzo. Un duro entrenamiento para la vida que te prepara para enfrentarte a cualquier proyecto. «Mi padre, cuando nos ve dispersos, nos dice: “todos los días es la inauguración”. Él ha vivido toda su vida con la intensidad de que te la juegas todo el rato, todas las noches. Y yo entendí que quería llenarme de esa capacidad de esfuerzo, porque sabía que iba a volver a La Ancha, y ese iba a ser mi momento.» La obsesión, en aquellos años intensos y agotadores, fue recrearse en el esfuerzo, en el aprendizaje, en la búsqueda de la perfección («aquella cocina antigua en la que, cuando estás haciendo un guiso, llega ese momento en el que pasa de ser un gran guiso a algo sublime. Y tú lo sabes. Y el jefe de cocina también»).


La felicidad entre fogones

En el restaurante Lindsay House, del chef irlandés Richard Carrigan, la jornada se alargaba de ocho de la mañana a medianoche, con apenas veinte minutos para comer. Nino acababa tan exhausto que a menudo se quedaba dormido en el autobús dando vueltas por Londres, de Heathrow a Picadilly y de Picadilly a Heathrow. «Fue una experiencia muy dura pero también muy bonita», reconoce. Luego llegaría El Bulli, el restaurante que revolucionó la gastronomía mundial, que fue aún más duro, más frenético y más enriquecedor. «Ferrán Adriá nos instaba a mirar la cocina y la vida con mirada crítica, siempre, en todo; y me enseñó que el conocimiento es la base de la creatividad, y la creatividad es imprescindible para ser libre y crear tu propia realidad». Nino tenía 23 años, y una capacidad ilimitada de absorber conocimiento. Y de asombrarse de todo cuanto sucedía a su alrededor. «Vivía buscando el asombro como actitud. Y cuando tú vives constantemente en ese asombro, reaccionas con creatividad. Y llega un momento en que te vuelves proactivo, creces, estás siempre en movimiento y haces una versión inevitablemente un poquito mejor de ti mismo».

De esa actitud surgirían luego proyectos como Las Tortillas de Gabino, La Gabinoteca o Armando, un delivery con el plato más icónico de la Casa, que nació en plena pandemia y que acabó siendo un bombazo (después de solucionar ciertos problemas iniciales, como suele suceder). Nuevos conceptos que no habrían nacido sin esa mirada diferente, sin esa actitud proactiva, sin esa búsqueda de retos ilusionantes.

José Manuel García_Cristina Lasvignes_Santi Redruello_Nino Redruello_Ekaitz Almandoz

Ilusiones, miedos y tortillas sorprendentes

Nino volvió a La Ancha, donde volcó todo aquel intensivo aprendizaje con los grandes chefs, y pronto llegó a ser jefe de cocina, trabajando mano a mano con su tío. Pero el veneno del emprendimiento seguía corriendo por sus venas, imparable, y a los pocos años decidió crear un proyecto propio, guiado por esa mirada diferente y por su propio espíritu inconformista. Buscando la magia… en la tortilla.

«Mi hermano Santi y yo montamos Las tortillas de Gabino porque nos habíamos enganchado tanto a la magia de lo que genera la hostelería, cuando le ves la cara al cliente feliz, o asombrado, que sólo deseábamos hacer nuestra propia magia». El sueño de Nino era crear un restaurante solo de tortillas, pero no cualquier tortilla, sino elevar ese plato popular y universal a una categoría superior, con ingredientes sorprendentes, salsas de todo tipo, mesa con mantel de restaurante de alto standing. No fue fácil. En absoluto. Además de la tensión, el estrés y el horario (de 8 de la mañana a 3 de la madrugada), la incertidumbre de si aquello iba a funcionar o no; o si funcionaba al principio pero luego se pasaba de moda. Porque, como le decía su padre años atrás, todos los días son el día de la inauguración.

Pero el éxito les acompañó desde el primer día, desde la primera crítica (y les sigue acompañando). Y se lanzaron a crear otro espacio completamente diferente, llevados por ese principio de Ferrán Adriá de que no sólo hay que dar de comer sino crear emociones, ilusionar, sorprender. Lo más difícil, quizá, fue el miedo a que la gente no entendiera ni valorara ese novedoso concepto. Y eso fue –y es- parte de la lucha diaria. La batalla contra sus propios miedos. «Yo he vivido 20 años con miedos todo el tiempo, con un nudo en el estómago. Miedo a todo ¿Y si se me va el cocinero o me roban a los camareros? ¿Y si no llenamos el restaurante? ¿Y si esto no funciona, con lo que hemos invertido? Y te das cuenta de que en realidad los miedos son una mierda».  Nino tuvo una gran suerte, nos confiesa: que la vida le regaló el fracasar (el cierre de La Gabinoteca quizá lo más duro, pero también otros). Aquello le ayudó a enfrentarse a sus miedos y a derrotarlos sin concesiones. «Ningún miedo es suficientemente grande como para que no vivas la vida que quieres vivir. Lo contrario del éxito no es el fracaso, es el miedo a intentarlo. Si no intentas vencerlos van a estar contigo toda la vida».

Nino presumiendo de Armando

La mano de mi padre y una puesta de sol

Después de tantos años, de tantos esfuerzos, sacrificios y aprendizajes; de tantas luchas, de tantas victorias y derrotas, Nino sigue siendo un tipo feliz, afortunado. Un soñador que cada día vive su sueño hecho realidad y ahora, además, con tiempo para disfrutar de los suyos. Y que ha conseguido aquello que se prometió muchos años atrás, cuando era un aprendiz patoso y hambriento de experiencias en la cocina de La Ancha: «¿Veis, al final tengo la mano de mi padre. Tengo este dedo con cuatro puntos, este es el dedo roto, este es el dedo quemado, este es el dislocado, que es con el que hago el perrito para mis hijos; y este es el de Pinky Promise, que es con el que le hago las promesas a mi hija

Nino ha logrado también un logro extraordinario: detener este alocado mundo cada día. Al menos durante unos minutos. Es lo que sucede cada puesta de sol en el Club Financiero Génova. Durante cinco minutos se paran las cocinas, los camareros dejan de servir y los clientes dejan sus cubiertos sobre la mesa para asomarse, todos juntos, a la terraza del restaurante y, simplemente, observar el atardecer. En silencio. En paz. Y durante esos cinco preciosos minutos el mundo se detiene. Y los problemas, el estrés, las preocupaciones, las prisas… todo se desvanece en la magia del momento. Un pequeño milagro. «En este mundo, solo hay dos tipos de personas, las que creen que no existen los milagros, y las que creen que todo es un milagro. La elección depende de cada uno de nosotros».

La puesta de sol desde la terraza del Club Financiero Génova

Nino eligió hace mucho creer en los milagros y en los sueños. En los grandes y en los pequeños. Es la única razón por la que ha llegado hasta donde está, a ejercer «la profesión más hermosa que se pueda tener en esta vida». Y también lo que le ha llevado a emprender un proyecto social precioso y valioso: Cocina para Restaurar, el primer restaurante social del mundo. La idea es que todas esas personas necesitadas que hoy se ven obligadas a acudir a los comedores sociales (con la ineludible percepción de pérdida de la dignidad), que no pueden ni llevar a su hijo a un McDonald’s por su cumpleaños, puedan acudir a un restaurante de verdad, ser atendidos en la mesa por un camarero diligente, elegir qué quieren comer en una carta llena de platos cocinados y emplatados con todo el amor del mundo y, en definitiva, volver a sentirse como personas. Ante la sociedad, ante su familia y ante sí mismos.

«Un proyecto súper bonito. Y ahora ya, en febrero o marzo, empezamos un domingo al mes. Y mi idea es compartir este proyecto con todos los cocineros que quieran sumarse, los días que tienen el restaurante cerrado. Y regalar esos pequeños momentos a esas personas sin recursos, para que tengan un momento de ilusión. Por eso se llama Cocina para Restaurar. Es restaurar ilusión, dignidad, vidas».

Viendo la trayectoria vital de Nino Redruello a lo largo de todos estos años, como cocinero y como persona, no puedo evitar pensar en una cita de Séneca que le define maravillosamente: «Gran parte de la bondad consiste en querer ser bueno». Sin duda, Nino ha cultivado siempre esa bondad proactiva en los fogones y en la vida. Tratando de ser mejor cada día y disfrutando cada paso del camino. Como reza la Guía Michelin, en referencia a los restaurantes con tres Estrellas: «Merece el viaje».


¿La quinta generación?

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