viernes, 21 de junio de 2024

El río que nos lleva. 40 años rendido a Bruce Springsteen

 


La primera vez que escuché The River, a finales de 1980, yo tenía 15 años recién cumplidos. Una edad en la que ya me entendía más o menos bien con la música (y empezaba mis primeros pinitos en la escritura). Pero a partir de ese doble disco, inmenso, melancólico, repleto de historias de perdedores y de relaciones complicadas y de amor visceral y de lugares lejanos que podían estar a la vuelta de la esquina, después de ese doble disco, digo, la música se convirtió en protagonista de mi vida y el Río de Bruce Springsteen, como un torbellino de sentimientos y emociones que no había sentido hasta entonces, me arrastró irremisiblemente, poderosamente, y me trasladó a lugares de los que no quería volver.

The River se convirtió automáticamente en mi canción favorita (lo sigue siendo), pero había otras historias en el álbum que aún hoy me hacen estremecer, por muchas veces que las haya escuchado: Independence Day (con la que siempre me he identificado), Point Blank (dura, trágica, hermosa), I Wanna Marry You (una historia de amor real como la vida), Sherry Darling (ese saxo, ¡por Dios!), Fade Away, Drive All Night, Two Hearts, Hungry Heart… No descartaría ninguna, aunque muchas llegaron a The River precisamente como descartes de Darkness on The Edge of Town (otro discazo: Badlands, Racing in the Street, The Promised Land, Something in the Night…).



Agosto, 1988. Primer shock en el Calderón

El río de Bruce me fue arrastrando año tras año, descubriéndome los nuevos y los viejos discos, presentándome a los miembros de la E-Street Band, a los que empezaba a apreciar como hermanos (especialmente a Roy Bittan y Max Weinberg, que también protagonizan mi otro disco favorito, Bat Out Of Hell, de Meat Loaf/Jim Steinman). Tuvieron que pasar ocho años hasta que pude verlo en directo por primera vez, en agosto de 1988. Aquella noche, asfixiante y expectante, el Calderón estaba lleno hasta la bandera. El calor era abrasador en el césped, y ahí estábamos, rodeados de miles de cuerpos ardientes que impedían el paso del aire como un muro de contención, pero abrazados a miles de corazones que buscaban, como nosotros, ese soplo fresco, potente y revitalizador que bramaba sobre el desnudo escenario. Fue un concierto apoteósico, gigantesco, contundente. No recuerdo si fueron tres horas o cuatro, ni qué canciones resonaron en la candente noche madrileña, pero sí recuerdo que llegué a casa en éxtasis, sin voz pero con el alma llena de Bruce, llena de E-Street Band, llena de rock, llena de adrenalina, llena de vida. Llena de un Río que, ese día lo supe, no dejaría de arrastrarme jamás.

 

Han pasado muchos años desde aquella primera vez. Y han pasado muchas cosas (historias, trabajo, familia, aprendizajes, vaivenes, sueños, despertares, otros cinco o seis conciertos…), pero si hay algo permanente en mi vida, en mi banda sonora emocional, es la música de Bruce Springsteen. El río que no cesa de fluir. Es algo que nunca falla, que siempre está ahí cuando lo necesitas, que te empuja a rememorar momentos olvidados, que te obliga a despertar emociones dormidas, que te invita a zambullirte en lo más profundo de ti mismo. Porque esos mensajes, esas melodías, esas historias no envejecen, no se oxidan, no menguan con el tiempo ni con la edad. Ese río, poderoso e imparable, no pierde un ápice de su fuerza demoledora, de su inspiradora y mundanal poesía, de su inagotable capacidad de recordarnos quiénes somos en realidad, y para qué estamos aquí. Por qué o por quién luchamos. «La idea de luchar por una vida perdida siempre ha estado presente en mis canciones», nos dice Bruce. Quizá también la nuestra.

 


Junio, 2024. Otra vez "el mejor concierto jamás tocado"

Y eso es, precisamente, lo que volvimos a vivir el otro día en el Metropolitano. Con todo su poder, con toda su brutal y exultante contundencia. Con toda su épica y su pasión y su voltaje de alta intensidad. Con toda su melancolía, con toda su mística y su reverencial carisma y su cercanía y su perfecta comunión con el público. Y su inquebrantable complicidad con la banda, ese prodigio de precisión, equilibrio y unidad. Y su maestría y su generosidad y su integridad a prueba de egos, conforts y estrellatos fugaces. En cada concierto la misma consigna: «No salimos a pasar el rato, sino a tocar el mejor concierto jamás tocado». Y una vez más (la quinta para mí) lo volvieron a dar todo. Todo. Porque el Boss es así. No contempla una segunda opción. Ni necesita nada más. Con el cariño del público, su público, la lealtad de su banda y su capacidad de transmitir a través de su música, el Jefe va servido.

Y nosotros, claro -60.000 almas entregadas-, también lo dimos todo. Porque estábamos ahí arriba, con Bruce, con Steven, con Max, con Roy, con Nils, con Garry, con Patti, con Jake (y añorando a Clarence y Danny). Porque esa noche, como cada noche, Bruce y la E-Street fuimos todos nosotros. Es el gran truco de magia del Boss: que él se refleja en su público y su público se refleja en él, en su actitud, en sus canciones, en sus historias y personajes. «Cuando das con la música y la letra adecuadas, tu voz se transforma en la de aquellos sobre quienes has decidido escribir». Y esos somos tú y yo.

 


Porque, ¿quién no ha superado un día de soledad, una tormenta, una traición? ¿Quién no ha prometido alguna vez que jamás se rendiría? ¿Quién no escucha con el alma a sus fantasmas, sus guitarras, sus voces; quién no ve su luz, tan viva, tan presente? ¿Quién no piensa que dos corazones son mejor que uno, sobre todo si el corazón está hambriento de amor o tiene que caminar solo por el lado oscuro del alma… o de la ciudad? ¿Quién no ha conducido alguna vez en busca de la tierra prometida, en el desierto de Utah, en el condado de Darlington o en rincones perdidos de Madrid?

¿Quién no añora su terruño, su hogar, sus raíces aunque se haya sentido atrapado y haya renegado de ellas a los dieciocho? ¿Quién no se ha sumergido en un río que le ha arrastrado por la vida a golpes, pero siempre manteniendo la cabeza firme y a flote? ¿Quién no se ha sentido alguna vez el último hombre en pie, el único superviviente de un pasado que ya no está, la única imagen viva de una vieja fotografía en blanco y negro?

¿Quién no se ha ocultado en los oscuros callejones, corriendo por su vida, tratando de respirar el aire abrasador en el corazón de la noche; esa noche que, lo sabes bien, solo pertenece a los amantes? ¿Quién no ha tenido la tentación de empezar de cero, destruyendo su pasado con una bola de demolición? ¿Quién no ha necesitado alguna vez una mano que le sacara de la oscuridad, o de las malas tierras, y le llevara hacia el resplandor, hacia la redención, hacia la tierra de las esperanzas y los sueños? ¿Quién no ha sentido en su juventud que había nacido para correr, en busca de nuevos sueños e ilusiones, aunque fuera atravesando la Carretera del Trueno?  

 


Va por ti, Ramón

¿Quién, en fin, no recuerda a sus amigos, a los que ya no están, los que te han dejado un vacío en el corazón; quién no recuerda las canciones que compartíais, vuestros discos favoritos, los conciertos del Boss que nunca os queríais perder; quién no recuerda aquella (casi) última vez, en el cine Palafox, viendo –viviendo- Western Stars, saboreando cada canción, deslumbrados ante cada estrella? Esos añorados amigos -¿verdad, Ramón?- a los que seguimos viendo en nuestros sueños, a los que seguimos manteniendo vivos en el corazón; esos amigos que el pasado miércoles también estuvieron allí, en el Metropolitano, saltando, cantando, vibrando, emocionándose con las canciones de su ídolo, con las historias que hablan de la vida, de los sueños, de nosotros, de ti y de mí, de todos los que adoramos a este tipo que parece recién salido de una granja de Milwaukee, o de una fábrica de New Jersey, pero que es capaz de hacernos sentir vivos, libres, únicos, héroes cada vez que escuchamos sus canciones.

 

Por eso el Boss es el Boss. Por eso el río continúa fluyendo en mí, imparable y poderoso, como aquel primer día en otoño del 80. Quizá más calmado, más sereno, pero con la misma intensidad, con la misma capacidad de revolcarme por dentro en cada canción, de mostrarme el lado correcto de las cosas, de reconfortar mi espíritu en momentos de tormenta, de mantenerme despierto en cada viaje por carreteras infinitas, aunque acabe literalmente sin voz. Como en el último concierto. ¡Bendito seas, Bruce, bendito seas!