lunes, 18 de diciembre de 2017

Plata, plomo y perdón. La historia de redención del hijo de Pablo Escobar.



Estoy mano a mano con Juan Pablo Escobar, en la presentación del congreso de valores de la Fundación Lo Que De Verdad Importa. Ha terminado la rueda de prensa “oficial” y ambos charlamos sobre algunos de los temas que va a detallar el viernes en su ponencia. Básicamente, el hijo del narco que no quiso ser narco, pero que nunca dejó de ser hijo. Y cómo esa decisión marcó sus siguientes veinticuatro años de vida. Hablamos de muerte y de violencia y de dinero —mucho dinero— y de corrupción y de criminales y de gobiernos y de la DEA. Hablamos de perdón. Y hablamos de narco series, un peligro real, endémico, mortalmente viral en su país, donde la inmensa mayoría de los jóvenes ensalzan como héroes a los narcotraficantes, ven los crímenes como gestas y a Pablo Escobar lo perciben como una suerte de Robin Hood latino, liberador de los oprimidos y azote de gobiernos corruptos. «Recibo cientos de cartas, emails, fotografías de jóvenes que me cuentan cuánto admiran a mi padre; jóvenes cuya única ambición en la vida es seguir sus pasos, emular sus hazañas. Ya no quieren ser deportistas, artistas o destacados profesionales, sólo narcos o sicarios». 

Juan Pablo me muestra una foto en su móvil: una espalda ancha y poderosa completamente tatuada con un retrato de Pablo Escobar y escenas de la serie Narcos. Da miedo. Este es el gran peligro, me dice, la pura y triste realidad en muchos países del entorno. Esa irresponsable banalización/glorificación de la violencia narcoterrorista, una violencia que él conoce muy bien desde niño. Y sabe de lo que es capaz. Por eso, la misión que Juan Pablo se ha impuesto a sí mismo es combatir esa plaga con las mejores armas de que dispone: su vida y su mensaje de paz y reconciliación. Una batalla que dura ya veinticuatro años, veinticuatro temporadas, y cuyo último capítulo parece aún muy lejano.  





Pablo Escobar 2.0

La vida de Juan Pablo es un milagro. Nació con todas las papeletas para ser un capo de la droga en su país. El lógico relevo generacional de Pablo Escobar. Pero el hecho es que está en el extremo contrario del tablero, negando con todas sus fuerzas la vida de violencia y maldad que vivió su padre. Si lo quisiera, tendría las puertas de ese mundo del crimen abiertas de par en par. Pero Juan Pablo eligió el camino difícil, prefirió ir en contra de su historia, de su apellido, de su destino. Eligió dormir cada noche con la conciencia tranquila. Renegó de todo el poder, la fortuna y el éxito que la vida le había servido en bandeja de oro con brillantes. «Algunos consideran el de mi padre un caso de éxito. Yo no, desde luego. Era uno de los hombres más ricos del mundo pero vivió como uno de los más pobres. Tenía un inmenso poder, pero carecía de libertad.»

El mensaje que transmite Juan Pablo no es de violencia sino de paz, no es de odio y miedo sino de amor y reconciliación. Razones poderosas para no haberse convertido en el Pablo Escobar 2.0 que muchos estaban esperando y otros tantos estaban temiendo. Juan Pablo no quería ser Escobar. Ni siquiera quería ser Pablo. Así que cambió su nombre por Sebastián y su apellido por Marroquín. «Nos aferramos a los apellidos en lugar de a las personas». Pero no somos el nombre que utilizamos, prosigue Juan Pablo/Sebastián, somos nuestros actos, somos nuestras palabras. Y sus consecuencias. Aunque no todos lo entienden así: las líneas aéreas, por ejemplo, no le vendían billetes por ser quien era; le perseguían los enemigos de su padre, la justicia le vigilaba y la única opción para escapar de todo aquello fue cambiar su nombre.

Aquel cambio de identidad, sin embargo, no implicó renunciar a su parentesco ni al amor de su padre. Para él un amor irrenunciable, innegociable, que pese a todo no le ha impedido reconocer el dolor y la violencia que ese padre causó en su país.

Pablo Escobar nació en una familia pobre, como la mayoría de los colombianos. En aquella época las dos facciones políticas, liberales y conservadores, literalmente se batían a machetazos. Y en medio de esta lucha se encontraban miles de familias de campesinos como la de Pablo Escobar, que se vieron obligadas a abandonar sus tierras para huir de esa violencia. La familia Escobar se asentó en La Paz, un barrio humilde a las afueras de Medellín, y allí Pablo se transformó en un hombre ambicioso. A los veintitrés años prometió a sus amigos que si a los treinta no tenía un millón de dólares se mataría. Sus amigos le rieron la bravuconada, pero antes de cumplir los treinta Pablo había depositado en el banco una cifra muy superior.

Empezó el negocio viajando en un pequeño Renault 4 a Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, para comprar la planta de coca que posteriormente era transformada en cocaína en sus pequeños laboratorios. Luego trasladaba la droga a Estados Unidos utilizando cualquier medio disponible, y contando con la inestimable ayuda de la corrupción en todos los pasos del proceso. «Si bien nuestros narcos son muy ricos, en realidad son los más pobres de toda la cadena de la droga. Existe una gran corrupción, no solo en la venta de la droga, también en la venta de armas para que los colombianos se maten unos a otros en esa lucha por el poder que propone la prohibición.», denuncia Juan Pablo.


Los cinco minutos de disfrute

Aquella infancia de carencias siempre estuvo presente en los recuerdos de Escobar. Enseñó a su hijo que debía agradecer todo lo que tenía, la ropa, los juguetes, la pasta de dientes… porque él nunca tuvo nada de eso. También se aseguraba de que Juan Pablo conociera los lugares más humildes de Colombia para que tuviera conciencia de la pobreza extrema en la que vivían muchos de sus compatriotas. «Paradójicamente, mi padre me inculcó que tenía que estudiar, que tenía que trabajar, que debía tener valores, muy a pesar de que él no los ponía en práctica fuera de casa. Yo crecí en un hogar en el que jamás faltó el amor. A pesar de la clandestinidad en la que vivía, él estaba muy pendiente de nosotros. Incluso había grabado casetes con su voz, contándonos cuentos para mi hermana y para mí».

En 1984, cuando Juan Pablo tenía siete años, su padre tomó una de las peores decisiones de su vida: mandar asesinar al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. Ello supuso el exilio de la familia en Panamá, que Juan Pablo recuerda como una vida de bandidos, siempre escondidos. «Mi padre tenía tantas órdenes de captura que no podía permanecer mucho tiempo en las fiestas y celebraciones. Pero la realidad es que nunca nos despegamos de ese amor hacia el padre, hacia la familia, y lo cierto es que ese amor también nos ha ayudado a sobrevivir  y a ser las personas que somos hoy.» Fue una época difícil. Tenían muchos coches, casas, fincas, un zoo, todo lo que podían soñar, pero era imposible disfrutar nada de aquello. Es lo que Juan Pablo llama “los cinco minutos de disfrute”, que las narco series han tomado como referencia «y los han transformado en ochenta capítulos de gran vida que mi padre nunca disfrutó.» La Hacienda Nápoles era el mayor símbolo de ostentación, de poder y de riqueza de Escobar: tres mil hectáreas, veintisiete lagos artificiales, aeropuerto, helipuertos, diez casas, más de cien vehículos, helicópteros, aviones. Hoy es una ruina, como todas las demás fastuosas propiedades de Pablo Escobar. «¿Para qué una mansión, si no hay nadie que nos esté esperando? ¿Para qué toda esa riqueza si por su causa perdimos toda la libertad?»

Y, en paralelo a la ostentación absurda y sin límite, el lado solidario del narco. Creó el programa “Medellín sin tugurios” para ayudar a miles de familias pobres. Recaudó fondos y donó grandes sumas de dinero para reconstruir todo un barrio destruido por el fuego, que fue rebautizado con el nombre de Pablo Escobar. «Pero no nos debemos confundir, porque esto no hace a mi padre un buen hombre, ni alguien digno de imitar. El dinero que utilizó para ayudar a todas estas personas llevaba detrás muchísima sangre, muchísimo dolor y muchísima violencia. Aquellos actos no le convertían en Robin Hood.»


En 1988, Pablo Escobar y el cártel de Cali estaban envueltos en una guerra sin reglas, sin piedad, sin límites. La noche del 13 de enero, el piso en el que dormían Juan Pablo, su madre y su hermana pequeña voló por los aires. Milagrosamente los tres salieron ilesos, pero aquella fecha marcó el inicio de la era narcoterrorista. «Los pocos valores que a mi padre le quedaban este atentado terminó por arrancárselos definitivamente». Ordenó la explosión de más de doscientas bombas por todo el país, contra objetivos del cártel de Cali, pero también de manera indiscriminada en calles y lugares públicos. «Miles de veces mi madre y yo le pedimos que parara el terrorismo, que la solución no era más violencia. Que el hecho de que me hayan puesto a mí una bomba no me da autoridad para salir a ponerle bombas a nadie». Pero su padre nunca fue de escuchar opiniones contrarias, y se amparaba en el atentado a su familia para justificar sus actos.

Pusieron precio a su cabeza, veinte millones de dólares. Y a la cabeza de Juan Pablo, cuatro millones. Se vieron obligados a vivir escondidos, agazapados. Aterrorizados. Tenían millones de dólares en efectivo en la casa, pero todo ese dinero no les servía para ir a la tienda de la esquina y comprarse un trozo de pan, cuando en realidad podían haberse comprado toda la comida de la ciudad. Habían perdido su libertad. «¿Y para qué? Siempre me pregunte cuál era el sentido de todo aquello, si lo único que traían esos millones era dolor, desolación y problemas».



Entre el papá y el bandido

«Yo conocí a estas dos personas. Fue uno de los bandidos más duros pero también fue un papá muy tierno, fue siempre cariñoso conmigo y me dio buenos consejos». Es la gran contradicción que definió al hombre que generó tanto daño, que engendró tanta maldad, y que fue también capaz de dar tanto amor a su familia; el terrorista, el secuestrador, el asesino, el narcotraficante… y el padre, el esposo. Cuando Juan Pablo tenía apenas siete años, tras el asesinato del ministro de Justicia, su padre le confesó: «Hijo, yo soy un bandido y eso es a lo que me dedico», y desde entonces no tuvo problema en ver las noticias con su hijo y señalarle aquellos crímenes en los que él sí había participado o tuvo alguna responsabilidad. Prefería confesarle sus crímenes a que se enterara por la prensa, que muchas veces estaba plagada de mentiras y exageraciones.

«Yo me crie con los peores bandidos de Colombia; con ellos crecí y con ellos compartí la vida hasta los dieciséis años. Y un día les pregunté qué era lo que mejor habían aprendido de Pablo Escobar y la respuesta fue: “Lo mejor que le hemos aprendido al patrón es lo buen papá que es contigo”. Y esto tiene mucho que ver con el amor a la familia, y cómo ese amor puede transformarnos para bien en un momento en el que todo podría parecer que nos vamos a salir del camino». La gran diferencia entre la familia Escobar y las familias de los demás bandidos tiene que ver con la presencia o la ausencia de amor. Aquellos hombres estuvieron desde niños vinculados de alguna manera con la violencia, que veían y experimentaban a diario en sus familias. Un caldo de cultivo ideal para un patrón que les ofrecía armas y dinero, impunidad y poder.


Otra de las aparentes contradicciones del Escobar padre y el Escobar bandido fue el consumo de droga. Pablo fumaba marihuana, pero nunca delante de su hijo o de su esposa. Por puro respeto. Y porque su labor era inculcar a su hijo los valores de los que él carecía. “Hijo, valiente es aquel que NO la consume”, le decía el hombre responsable del ochenta por ciento del mercado de las drogas en aquellos años. Le explicó los efectos de la marihuana, de la cocaína, del LSD, y le insistía: “Un día tus amigos te van a invitar a que la consumas y te van a decir no seas cobarde porque no te atreves a probar… Pero recuerda, el auténtico valiente es el que no la prueba, es el que no la consume.” Juan Pablo, sin duda, era el niño más expuesto de Colombia a las drogas; todos sus guardaespaldas consumían, y sus amigos también. «Es ahí donde yo defiendo el auténtico valor y el poder de la educación; el arma más poderosa para enfrentarse a las drogas no son las ametralladoras ni los helicópteros, es la educación.»


El perdón es una herramienta de liberación

En el documental “Pecados de mi padre” tienen especial protagonismo los hijos de Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara Bonilla, los políticos asesinados por sicarios de Escobar porque no se doblegaron ante las amenazas y no se corrompieron ante el dinero (“plata o plomo”). Juan Pablo quiso acercarse a ellos para pedirles su perdón. Pero ¿cómo te acercas a una víctima de tu padre? ¿Qué le dices, cuando el simple hecho de desearle buenos días puede considerarlo una ofensa? En ello lleva Juan Pablo muchos años y, afortunadamente, hasta ahora no ha tenido ningún rechazo, ni un reproche. Quizá tenga que ver con el proceso de paz que está viviendo Colombia, con el hartazgo frente a esa violencia de décadas y decenas de miles de muertes. Justamente, afirma Juan Pablo, son las víctimas de la violencia, las que más dolor han sufrido en esta guerra, quienes están más abiertas y predispuestas al perdón y a la reconciliación; a menudo mucho más que las personas que no han sufrido esa violencia, pero están llenas de odio y rencor. Pero la paz en Colombia nunca se logrará sin manos tendidas, sin brazos abiertos, sin corazones predispuestos. Como los de los hijos de Galán y Lara Bonilla, que acogieron al hijo del asesino de sus padres con las manos tendidas, los brazos abiertos y el corazón plenamente predispuesto al perdón y a la reconciliación.

A ellos Juan Pablo escribió una carta desde su propio corazón, que fue el principio de una relación que hoy perdura: «Diariamente me despierto en busca de la paz porque lo que aprendí de esta historia es que no creo que la violencia sea el camino o la excusa para nadie. Ninguno de nosotros pudo elegir a su padre, ni a su familia ni su apellido, simplemente nacimos y nos adaptamos a las circunstancias, al medio que nos rodeaba. Nuestro absoluto silencio en quince años de exilio no es más que un reflejo innato de prudencia y respeto por el país, pero el silencio absoluto nos mata a todos lentamente. Afectuosamente, Sebastián Marroquín». El encuentro se produjo en 2008. Fue un gesto valiente y noble por ambas partes. Y la constatación de que perdonar es posible.



En esa asignatura tuvo Juan Pablo la mejor maestra. «Mi madre fue mi gran maestra del perdón. Ella me enseñó que es posible perdonar, que es posible pedir perdón, que es posible sentir compasión por los demás y que se pueden sacar cosas muy positivas de todo ello». El perdón es una herramienta de liberación. «Mi madre tuvo un papel muy importante en la toma de conciencia de esas realidades, como familia y como país. La recuerdo pidiendo a mi padre que cesara la violencia, que encontrara una salida pacífica; y yo me sumé a esa voz de mi madre, que estaba sola». Eso es lo que salvó al resto de la familia, tras la muerte del patrón, el 2 de diciembre de 1993. «A  mi madre, en una reunión con cincuenta jefes mafiosos, se le dijo: “No se preocupe señora, a usted no le va a pasar nada, porque usted siempre le pidió paz a su marido y por eso está aquí, para hacer la paz con nosotros; pero a su hijo si se lo vamos a matar”. Mi madre dejó como garantía su vida ante todos esos jefes mafiosos porque yo me comportaría a la altura de las circunstancias. Y se tomaron muy en serio la oferta y por eso me dejaron vivir». Les condenaron a ser pobres, pero con la posibilidad de reinventarse. Una oportunidad que, desde luego, Juan Pablo no desaprovechó. Existen muy pocos narcos jubilados, para ellos solo hay dos caminos: la cárcel o la muerte. Juan Pablo siempre prefirió el camino del esfuerzo, el camino de la educación, de los estudios (es arquitecto), que paradójicamente es el que su padre le inculcó. Y es el que él intenta inculcar a miles de jóvenes a través de sus libros, sus conferencias y su testimonio de vida.


Una historia para no repetir

“A mi hijo Juan Emilio y a la humanidad, ante quienes me comprometo a permanecer como hombre de paz, para no dejarles un legado como el que heredé de mi padre… para que su historia no se vuelva a repetir”


Es la inequívoca dedicatoria de su segundo libro, Pablo Escobar. Lo que mi padre nunca me contó. Un deseo que él cree posible, y que la realidad aún se empeña en negarle. Pero hay un atisbo de esperanza. «Hace cincuenta años que vivimos en una guerra fratricida y nuestro peor enemigo somos nosotros mismos, los colombianos. Pero estamos aprendiendo a ejercitarnos en el camino de la paz, que es un camino completamente desconocido para nosotros. Hay que perseguir la paz por imperfecta que sea, por cara que parezca.» Su único deseo es no dejar a su hijo el mismo legado de violencia y prejuicios que a él le tocó. Amenazado por el Cali, por el gobierno, por EEUU; rechazado por los bancos, que no le permitían disponer de cuenta corriente por su apellido… «Fue muy duro superar aquello, reconstruir mi vida y tener una vida ‘normal’. Me tocó vivir rodeado por tanta violencia —un día cayó una granada a sus pies, en el coche; y si no hubiera estado la ventana abierta habrían volado por los aires—, pero la mayor violencia que ha quedado es la del prejuicio, la del rechazo, la de la etiqueta: si eres el hijo de Pablo Escobar entonces eres peor que él, o eres más bandido que él. Y esa es mi batalla, a pesar de que llevo toda mi vida luchando por lo contrario, la paz y no la guerra». Hoy vive exiliado en Buenos Aires. Le tocó pagar por los crímenes de su padre, una responsabilidad que no le correspondía.

Por eso, precisamente, quiere dejar a su hijo con el suficiente amor hacia su abuelo, pero también dejarle muy claro quién fue Pablo Escobar, para que cuando le llegue la hora de elegir tenga la capacidad suficiente para escoger un camino diferente al de Pablo Escobar. «Mi gran reto es enseñarle a querer al abuelo pero no al mafioso. Que sea un gran conocedor de la historia de mi padre, de lo bueno y de lo malo, para que nunca llegue a repetirla.»

Hay quienes están orgullosos de que Juan Pablo no sea narco y hay quienes le quieren matar por no ser narco. Es la realidad de su vida desde hace dos décadas. Pero nadie muere en la víspera. O, como dicen en México, “Si te toca, ni aunque te quites”. Así que Juan Pablo vive el presente como única realidad. «Yo vivo un día a la vez, mañana me preocupo por mañana. Pero duermo como un bebé todas las noches». Lo cierto es que agradece infinitamente a los enemigos de su padre que le dejaran con los bolsillos vacíos y la necesidad absoluta de ganarse la vida legalmente. Hoy es inmensamente rico porque puede mirar a su hijo a los ojos, puede jugar con él y contarle historias. «Estoy vivo, soy libre y sigo rodeado de una familia amorosa que permanece unida en los momentos de alegría o de adversidad. Esa es mi fortuna».


Pero aún le queda una dolorosa espina clavada en lo más hondo. Y es el mensaje equivocado que aún perciben muchos jóvenes en su país y en los países de su entorno. Y la moda de las narco series no ayuda, precisamente. Su testimonio se dirige a todos ellos, y a la sociedad en pleno: «Pensemos qué hemos aprendido de estas historias para no repetirlas; y los jóvenes, que piensen hasta tres veces antes de querer convertirse en narcotraficantes. Y que aprendan a diferenciar la realidad de la pantalla. Creo que es necesario contar la historia real, no tergiversada; la verdadera sabiduría que debería quedarnos como sociedad después de haber transitado por una violencia como esta.» Que tanto dolor sirva para algo más que para ganar audiencia.


La reivindicación de Don Winslow

Lo expresa magníficamente Don Winslow, el novelista que mejor conoce —y retrata— el mundo del narcotráfico mexicano, en la voz del protagonista de El cártel, el periodista Pablo Mora: «México, la tierra de las pirámides y los palacios, de los desiertos y las junglas, de las montañas y las playas, de las extensas plazas y los patios escondidos, ahora es conocido como la tierra de las matanzas. ¿Y para qué? Para que los estadounidenses puedan colocarse. Justo al otro lado del puente [de Juárez] se encuentra el gigantesco mercado, la insaciable máquina de consumo que trae la violencia hasta aquí. Los estadounidenses fuman la hierba, esnifan la coca, se inyectan la heroína y toman el cristal, y luego tienen el valor de señalar al sur y hablar del “problema de la droga en México” y de la corrupción mexicana. El problema de la droga no es mexicano, sino estadounidense. En cuanto a la corrupción, ¿quién es más corrupto? ¿El vendedor o el comprador? ¿Y hasta dónde llega la corrupción de una sociedad cuando sus ciudadanos necesitan colocarse para evadirse de la realidad a costa del derramamiento de sangre y el sufrimiento de sus vecinos. Corrupta hasta la médula.» Y quien dice Estados Unidos dice Europa.


Sí, la vida de Juan Pablo Escobar no ha sido fácil. Como tampoco lo es el tema del narcotráfico. Pero si algo ha aprendido, viviendo tantos años bajo el peso de su apellido, de su historia, es lo que de verdad importa en la vida. «Lo que de verdad importa es todo: desde el más pequeño hasta el más grande detalle. Importa el respeto, importa la libertad, importa la vida, importa el compromiso que tengamos, importa también el perdón y la reconciliación, para que, como sociedad, podamos darnos una segunda oportunidad». 
Así sea.   


NOTA: Este artículo lo escribí originalmente para la revista Milenio.


No hay comentarios:

Publicar un comentario