Estoy mano a
mano con Juan Pablo Escobar, en la
presentación del congreso de valores de la Fundación Lo Que De Verdad Importa.
Ha terminado la rueda de prensa “oficial” y ambos charlamos sobre algunos de
los temas que va a detallar el viernes en su ponencia. Básicamente, el hijo del
narco que no quiso ser narco, pero que nunca dejó de ser hijo. Y cómo esa
decisión marcó sus siguientes veinticuatro años de vida. Hablamos de muerte y
de violencia y de dinero —mucho dinero— y de corrupción y de criminales y de
gobiernos y de la DEA. Hablamos de perdón. Y hablamos de narco series, un
peligro real, endémico, mortalmente viral en su país, donde la inmensa mayoría
de los jóvenes ensalzan como héroes a los narcotraficantes, ven los crímenes como
gestas y a Pablo Escobar lo perciben como una suerte de Robin Hood latino, liberador de los oprimidos y azote de gobiernos
corruptos. «Recibo cientos de cartas,
emails, fotografías de jóvenes que me cuentan cuánto admiran a mi padre;
jóvenes cuya única ambición en la vida es seguir sus pasos, emular sus hazañas.
Ya no quieren ser deportistas, artistas o destacados profesionales, sólo narcos
o sicarios».
Juan Pablo me muestra una foto en su móvil: una espalda ancha
y poderosa completamente tatuada con un retrato de Pablo Escobar y escenas de la serie Narcos. Da miedo. Este es el gran peligro, me dice, la pura y
triste realidad en muchos países del entorno. Esa irresponsable banalización/glorificación
de la violencia narcoterrorista, una violencia que él conoce muy bien desde
niño. Y sabe de lo que es capaz. Por eso, la misión que Juan Pablo se ha
impuesto a sí mismo es combatir esa plaga con las mejores armas de que dispone:
su vida y su mensaje de paz y reconciliación. Una batalla que dura ya
veinticuatro años, veinticuatro temporadas, y cuyo último capítulo parece aún
muy lejano.
Pablo Escobar 2.0
La vida de
Juan Pablo es un milagro. Nació con todas las papeletas para ser un capo de la
droga en su país. El lógico relevo generacional de Pablo Escobar. Pero el hecho
es que está en el extremo contrario del tablero, negando con todas sus fuerzas la
vida de violencia y maldad que vivió su padre. Si lo quisiera, tendría las puertas
de ese mundo del crimen abiertas de par en par. Pero Juan Pablo eligió el
camino difícil, prefirió ir en contra de su historia, de su apellido, de su
destino. Eligió dormir cada noche con la conciencia tranquila. Renegó de todo
el poder, la fortuna y el éxito que la vida le había servido en bandeja de oro
con brillantes. «Algunos consideran el de
mi padre un caso de éxito. Yo no, desde luego. Era uno de los hombres más ricos
del mundo pero vivió como uno de los más pobres. Tenía un inmenso poder, pero
carecía de libertad.»
El mensaje que transmite Juan Pablo no es
de violencia sino de paz, no es de odio y miedo sino de amor y reconciliación.
Razones poderosas para no haberse convertido en el Pablo Escobar 2.0 que muchos
estaban esperando y otros tantos estaban temiendo. Juan Pablo no quería ser
Escobar. Ni siquiera quería ser Pablo. Así que cambió su nombre por Sebastián y
su apellido por Marroquín. «Nos aferramos
a los apellidos en lugar de a las personas». Pero no somos el nombre que
utilizamos, prosigue Juan Pablo/Sebastián, somos nuestros actos, somos nuestras
palabras. Y sus consecuencias. Aunque no todos lo entienden así: las líneas
aéreas, por ejemplo, no le vendían billetes por ser quien era; le perseguían
los enemigos de su padre, la justicia le vigilaba y la única opción para
escapar de todo aquello fue cambiar su nombre.
Aquel cambio de identidad, sin embargo, no
implicó renunciar a su parentesco ni al amor de su padre. Para él un amor
irrenunciable, innegociable, que pese a todo no le ha impedido reconocer el
dolor y la violencia que ese padre causó en su país.
Pablo
Escobar nació en una familia pobre, como la mayoría de los colombianos. En
aquella época las dos facciones políticas, liberales y conservadores,
literalmente se batían a machetazos. Y en medio de esta lucha se encontraban
miles de familias de campesinos como la de Pablo Escobar, que se vieron
obligadas a abandonar sus tierras para huir de esa violencia. La familia
Escobar se asentó en La Paz, un barrio humilde a las afueras de Medellín, y
allí Pablo se transformó en un hombre ambicioso. A los veintitrés años prometió
a sus amigos que si a los treinta no tenía un millón de dólares se mataría. Sus
amigos le rieron la bravuconada, pero antes de cumplir los treinta Pablo había
depositado en el banco una cifra muy superior.
Empezó el negocio viajando en un pequeño Renault
4 a Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, para comprar la planta de coca que
posteriormente era transformada en cocaína en sus pequeños laboratorios. Luego
trasladaba la droga a Estados Unidos utilizando cualquier medio disponible, y contando
con la inestimable ayuda de la corrupción en todos los pasos del proceso. «Si bien nuestros narcos son muy ricos, en
realidad son los más pobres de toda la cadena de la droga. Existe una gran
corrupción, no solo en la venta de la droga, también en la venta de armas para
que los colombianos se maten unos a otros en esa lucha por el poder que propone
la prohibición.», denuncia Juan Pablo.
Los cinco minutos de disfrute
Aquella infancia de carencias siempre estuvo presente en los recuerdos de Escobar. Enseñó a su hijo que debía agradecer todo lo que tenía, la ropa, los juguetes, la pasta de dientes… porque él nunca tuvo nada de eso. También se aseguraba de que Juan Pablo conociera los lugares más humildes de Colombia para que tuviera conciencia de la pobreza extrema en la que vivían muchos de sus compatriotas. «Paradójicamente, mi padre me inculcó que tenía que estudiar, que tenía que trabajar, que debía tener valores, muy a pesar de que él no los ponía en práctica fuera de casa. Yo crecí en un hogar en el que jamás faltó el amor. A pesar de la clandestinidad en la que vivía, él estaba muy pendiente de nosotros. Incluso había grabado casetes con su voz, contándonos cuentos para mi hermana y para mí».
En 1984,
cuando Juan Pablo tenía siete años, su padre tomó una de las peores decisiones
de su vida: mandar asesinar al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. Ello supuso el exilio de la familia en
Panamá, que Juan Pablo recuerda como una vida de bandidos, siempre escondidos. «Mi padre tenía tantas órdenes de captura
que no podía permanecer mucho tiempo en las fiestas y celebraciones. Pero la
realidad es que nunca nos despegamos de ese amor hacia el padre, hacia la
familia, y lo cierto es que ese amor también nos ha ayudado a sobrevivir y a ser las personas que somos hoy.» Fue
una época difícil. Tenían muchos coches, casas, fincas, un zoo, todo lo que
podían soñar, pero era imposible disfrutar nada de aquello. Es lo que Juan
Pablo llama “los cinco minutos de disfrute”, que las narco series han tomado
como referencia «y los han transformado
en ochenta capítulos de gran vida que mi padre nunca disfrutó.» La Hacienda
Nápoles era el mayor símbolo de ostentación, de poder y de riqueza de Escobar: tres
mil hectáreas, veintisiete lagos artificiales, aeropuerto, helipuertos, diez
casas, más de cien vehículos, helicópteros, aviones. Hoy es una ruina, como
todas las demás fastuosas propiedades de Pablo Escobar. «¿Para qué una mansión, si no hay nadie que nos esté esperando? ¿Para
qué toda esa riqueza si por su causa perdimos toda la libertad?»
Y, en paralelo a la ostentación absurda y
sin límite, el lado solidario del narco. Creó el programa “Medellín sin
tugurios” para ayudar a miles de familias pobres. Recaudó fondos y donó grandes
sumas de dinero para reconstruir todo un barrio destruido por el fuego, que fue
rebautizado con el nombre de Pablo Escobar. «Pero no nos debemos confundir,
porque esto no hace a mi padre un buen hombre, ni alguien digno de imitar. El
dinero que utilizó para ayudar a todas estas personas llevaba detrás muchísima
sangre, muchísimo dolor y muchísima violencia. Aquellos actos no le convertían
en Robin Hood.»
En 1988,
Pablo Escobar y el cártel de Cali estaban envueltos en una guerra sin reglas,
sin piedad, sin límites. La noche del 13 de enero, el piso en el que dormían
Juan Pablo, su madre y su hermana pequeña voló por los aires. Milagrosamente
los tres salieron ilesos, pero aquella fecha marcó el inicio de la era
narcoterrorista. «Los pocos valores que a
mi padre le quedaban este atentado terminó por arrancárselos definitivamente».
Ordenó la explosión de más de doscientas bombas por todo el país, contra objetivos
del cártel de Cali, pero también de manera indiscriminada en calles y lugares
públicos. «Miles de veces mi madre y yo
le pedimos que parara el terrorismo, que la solución no era más violencia. Que el
hecho de que me hayan puesto a mí una bomba no me da autoridad para salir a
ponerle bombas a nadie». Pero su padre nunca fue de escuchar opiniones
contrarias, y se amparaba en el atentado a su familia para justificar sus
actos.
Pusieron
precio a su cabeza, veinte millones de dólares. Y a la cabeza de Juan Pablo,
cuatro millones. Se vieron obligados a vivir escondidos, agazapados.
Aterrorizados. Tenían millones de dólares en efectivo en la casa, pero todo ese
dinero no les servía para ir a la tienda de la esquina y comprarse un trozo de
pan, cuando en realidad podían haberse comprado toda la comida de la ciudad.
Habían perdido su libertad. «¿Y para qué?
Siempre me pregunte cuál era el sentido de todo aquello, si lo único que traían
esos millones era dolor, desolación y problemas».
Entre el
papá y el bandido
«Yo conocí a estas dos personas. Fue uno de
los bandidos más duros pero también fue un papá muy tierno, fue siempre
cariñoso conmigo y me dio buenos consejos». Es la gran contradicción que
definió al hombre que generó tanto daño, que engendró tanta maldad, y que fue
también capaz de dar tanto amor a su familia; el terrorista, el secuestrador, el
asesino, el narcotraficante… y el padre, el esposo. Cuando Juan Pablo tenía apenas
siete años, tras el asesinato del ministro de Justicia, su padre le confesó: «Hijo,
yo soy un bandido y eso es a lo que me dedico», y desde entonces no tuvo
problema en ver las noticias con su hijo y señalarle aquellos crímenes en los
que él sí había participado o tuvo alguna responsabilidad. Prefería confesarle
sus crímenes a que se enterara por la prensa, que muchas veces estaba plagada
de mentiras y exageraciones.
«Yo me
crie con los peores bandidos de Colombia; con ellos crecí y con ellos compartí
la vida hasta los dieciséis años. Y un día les pregunté qué era lo que mejor
habían aprendido de Pablo Escobar y la respuesta fue: “Lo mejor que le hemos
aprendido al patrón es lo buen papá que es contigo”. Y esto tiene mucho que ver
con el amor a la familia, y cómo ese amor puede transformarnos para bien en un
momento en el que todo podría parecer que nos vamos a salir del camino». La
gran diferencia entre la familia Escobar y las familias de los demás bandidos
tiene que ver con la presencia o la ausencia de amor. Aquellos hombres
estuvieron desde niños vinculados de alguna manera con la violencia, que veían
y experimentaban a diario en sus familias. Un caldo de cultivo ideal para un
patrón que les ofrecía armas y dinero, impunidad y poder.
Otra de las aparentes contradicciones del
Escobar padre y el Escobar bandido fue el consumo de droga. Pablo fumaba
marihuana, pero nunca delante de su hijo o de su esposa. Por puro respeto. Y
porque su labor era inculcar a su hijo los valores de los que él carecía. “Hijo,
valiente es aquel que NO la consume”, le decía el hombre responsable del ochenta
por ciento del mercado de las drogas en aquellos años. Le explicó los efectos
de la marihuana, de la cocaína, del LSD, y le insistía: “Un día tus amigos te
van a invitar a que la consumas y te van a decir no seas cobarde porque no te
atreves a probar… Pero recuerda, el auténtico valiente es el que no la prueba,
es el que no la consume.” Juan Pablo, sin duda, era el niño más expuesto de
Colombia a las drogas; todos sus guardaespaldas consumían, y sus amigos también.
«Es ahí donde yo defiendo el auténtico valor y el poder de la educación; el
arma más poderosa para enfrentarse a las drogas no son las ametralladoras ni
los helicópteros, es la educación.»
El perdón es una herramienta de liberación
En el
documental “Pecados de mi padre” tienen especial protagonismo los hijos de Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara Bonilla, los políticos asesinados
por sicarios de Escobar porque no se doblegaron ante las amenazas y no se
corrompieron ante el dinero (“plata o plomo”). Juan Pablo quiso acercarse a
ellos para pedirles su perdón. Pero ¿cómo te acercas a una víctima de tu padre?
¿Qué le dices, cuando el simple hecho de desearle buenos días puede considerarlo
una ofensa? En ello lleva Juan Pablo muchos años y, afortunadamente, hasta
ahora no ha tenido ningún rechazo, ni un reproche. Quizá tenga que ver con el
proceso de paz que está viviendo Colombia, con el hartazgo frente a esa
violencia de décadas y decenas de miles de muertes. Justamente, afirma Juan
Pablo, son las víctimas de la violencia, las que más dolor han sufrido en esta
guerra, quienes están más abiertas y predispuestas al perdón y a la
reconciliación; a menudo mucho más que las personas que no han sufrido esa
violencia, pero están llenas de odio y rencor. Pero la paz en Colombia nunca se
logrará sin manos tendidas, sin brazos abiertos, sin corazones predispuestos.
Como los de los hijos de Galán y Lara Bonilla, que acogieron al hijo del
asesino de sus padres con las manos tendidas, los brazos abiertos y el corazón plenamente
predispuesto al perdón y a la reconciliación.
A ellos Juan Pablo escribió una carta
desde su propio corazón, que fue el principio de una relación que hoy perdura: «Diariamente me despierto en busca de la paz
porque lo que aprendí de esta historia es que no creo que la violencia sea el
camino o la excusa para nadie. Ninguno de nosotros pudo elegir a su padre, ni a
su familia ni su apellido, simplemente nacimos y nos adaptamos a las
circunstancias, al medio que nos rodeaba. Nuestro absoluto silencio en quince
años de exilio no es más que un reflejo innato de prudencia y respeto por el
país, pero el silencio absoluto nos mata a todos lentamente. Afectuosamente,
Sebastián Marroquín». El encuentro se produjo en 2008. Fue un gesto
valiente y noble por ambas partes. Y la constatación de que perdonar es
posible.
En esa
asignatura tuvo Juan Pablo la mejor maestra. «Mi madre fue mi gran maestra del perdón. Ella me enseñó que es posible
perdonar, que es posible pedir perdón, que es posible sentir compasión por los
demás y que se pueden sacar cosas muy positivas de todo ello». El perdón es
una herramienta de liberación. «Mi madre
tuvo un papel muy importante en la toma de conciencia de esas realidades, como
familia y como país. La recuerdo pidiendo a mi padre que cesara la violencia,
que encontrara una salida pacífica; y yo me sumé a esa voz de mi madre, que
estaba sola». Eso es lo que salvó al resto de la familia, tras la muerte
del patrón, el 2 de diciembre de 1993. «A mi madre, en una reunión con cincuenta jefes
mafiosos, se le dijo: “No se preocupe señora, a usted no le va a pasar nada,
porque usted siempre le pidió paz a su marido y por eso está aquí, para hacer
la paz con nosotros; pero a su hijo si se lo vamos a matar”. Mi madre dejó como
garantía su vida ante todos esos jefes mafiosos porque yo me comportaría a la
altura de las circunstancias. Y se tomaron muy en serio la oferta y por eso me
dejaron vivir». Les condenaron a ser pobres, pero con la posibilidad de
reinventarse. Una oportunidad que, desde luego, Juan Pablo no desaprovechó. Existen
muy pocos narcos jubilados, para ellos solo hay dos caminos: la cárcel o la
muerte. Juan Pablo siempre prefirió el camino del esfuerzo, el camino de la
educación, de los estudios (es arquitecto), que paradójicamente es el que su
padre le inculcó. Y es el que él intenta inculcar a miles de jóvenes a través
de sus libros, sus conferencias y su testimonio de vida.
Una historia para no repetir
“A mi hijo Juan Emilio y a la humanidad, ante
quienes me comprometo a permanecer como hombre de paz, para no dejarles un
legado como el que heredé de mi padre… para que su historia no se vuelva a
repetir”
Es la
inequívoca dedicatoria de su segundo libro, Pablo
Escobar. Lo que mi padre nunca me contó. Un deseo que él cree posible, y
que la realidad aún se empeña en negarle. Pero hay un atisbo de esperanza. «Hace
cincuenta años que vivimos en una guerra fratricida y nuestro peor enemigo
somos nosotros mismos, los colombianos. Pero estamos aprendiendo a ejercitarnos
en el camino de la paz, que es un camino completamente desconocido para
nosotros. Hay que perseguir la paz por imperfecta que sea, por cara que
parezca.» Su único deseo es no dejar a su hijo el mismo legado de violencia y
prejuicios que a él le tocó. Amenazado por el Cali, por el gobierno, por EEUU; rechazado
por los bancos, que no le permitían disponer de cuenta corriente por su
apellido… «Fue muy duro superar aquello, reconstruir mi vida y tener una vida
‘normal’. Me tocó vivir rodeado por tanta violencia —un día cayó una granada a sus
pies, en el coche; y si no hubiera estado la ventana abierta habrían volado por
los aires—, pero la mayor violencia que ha quedado es la del prejuicio, la del
rechazo, la de la etiqueta: si eres el hijo de Pablo Escobar entonces eres peor
que él, o eres más bandido que él. Y esa es mi batalla, a pesar de que llevo
toda mi vida luchando por lo contrario, la paz y no la guerra». Hoy vive
exiliado en Buenos Aires. Le tocó pagar por los crímenes de su padre, una
responsabilidad que no le correspondía.
Por eso, precisamente, quiere dejar a su
hijo con el suficiente amor hacia su abuelo, pero también dejarle muy claro quién
fue Pablo Escobar, para que cuando le llegue la hora de elegir tenga la
capacidad suficiente para escoger un camino diferente al de Pablo Escobar. «Mi
gran reto es enseñarle a querer al abuelo pero no al mafioso. Que sea un gran
conocedor de la historia de mi padre, de lo bueno y de lo malo, para que nunca
llegue a repetirla.»
Hay quienes
están orgullosos de que Juan Pablo no sea narco y hay quienes le quieren matar
por no ser narco. Es la realidad de su vida desde hace dos décadas. Pero nadie
muere en la víspera. O, como dicen en México, “Si te toca, ni aunque te quites”.
Así que Juan Pablo vive el presente como única realidad. «Yo vivo un día a la vez, mañana me preocupo por mañana. Pero duermo
como un bebé todas las noches». Lo cierto es que agradece infinitamente a
los enemigos de su padre que le dejaran con los bolsillos vacíos y la necesidad
absoluta de ganarse la vida legalmente. Hoy es inmensamente rico porque puede
mirar a su hijo a los ojos, puede jugar con él y contarle historias. «Estoy vivo, soy libre y sigo rodeado de
una familia amorosa que permanece unida en los momentos de alegría o de
adversidad. Esa es mi fortuna».
Pero aún le queda una dolorosa espina
clavada en lo más hondo. Y es el mensaje equivocado que aún perciben muchos
jóvenes en su país y en los países de su entorno. Y la moda de las narco series
no ayuda, precisamente. Su testimonio se dirige a todos ellos, y a la sociedad
en pleno: «Pensemos qué hemos aprendido
de estas historias para no repetirlas; y los jóvenes, que piensen hasta tres
veces antes de querer convertirse en narcotraficantes. Y que aprendan a
diferenciar la realidad de la pantalla. Creo que es necesario contar la
historia real, no tergiversada; la verdadera sabiduría que debería quedarnos
como sociedad después de haber transitado por una violencia como esta.» Que
tanto dolor sirva para algo más que para ganar audiencia.
La reivindicación de Don Winslow
Lo expresa
magníficamente Don Winslow, el
novelista que mejor conoce —y retrata— el mundo del narcotráfico mexicano, en
la voz del protagonista de El cártel,
el periodista Pablo Mora: «México, la
tierra de las pirámides y los palacios, de los desiertos y las junglas, de las
montañas y las playas, de las extensas plazas y los patios escondidos, ahora es
conocido como la tierra de las matanzas. ¿Y para qué? Para que los
estadounidenses puedan colocarse. Justo al otro lado del puente [de Juárez] se
encuentra el gigantesco mercado, la insaciable máquina de consumo que trae la
violencia hasta aquí. Los estadounidenses fuman la hierba, esnifan la coca, se
inyectan la heroína y toman el cristal, y luego tienen el valor de señalar al
sur y hablar del “problema de la droga en México” y de la corrupción mexicana.
El problema de la droga no es mexicano, sino estadounidense. En cuanto a la
corrupción, ¿quién es más corrupto? ¿El vendedor o el comprador? ¿Y hasta dónde
llega la corrupción de una sociedad cuando sus ciudadanos necesitan colocarse
para evadirse de la realidad a costa del derramamiento de sangre y el
sufrimiento de sus vecinos. Corrupta hasta la médula.» Y quien dice Estados
Unidos dice Europa.
Sí, la vida
de Juan Pablo Escobar no ha sido fácil. Como tampoco lo es el tema del
narcotráfico. Pero si algo ha aprendido, viviendo tantos años bajo el peso de
su apellido, de su historia, es lo que de verdad importa en la vida. «Lo que de verdad importa es todo: desde el
más pequeño hasta el más grande detalle. Importa el respeto, importa la
libertad, importa la vida, importa el compromiso que tengamos, importa también
el perdón y la reconciliación, para que, como sociedad, podamos darnos una
segunda oportunidad».
Así sea.
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