Lo malo, a veces, de echar una mirada en
internet es que puedes darte de bruces con tu pasado. Así, sin previo aviso ni anestesia
emocional. Es, precisamente, lo que me sucedió hace un tiempo cuando me topé,
sin querer, con un grupo de facebook cuyo
nombre agitó mi memoria como una turbadora coctelera de añoranza, realidad y unas
gotas de melancolía. El agitador nombre era “Amantes de Tartufo”; y no, no se
trataba de una comunidad de conquistas despechadas del impostor de Moliére,
sino de una pequeña discoteca de aquel Madrid de los 80 que una vez fue nuestra
casa.
No sé en qué año nació Tartufo. Finales de los 70, creo. Pero sí
recuerdo el año en que yo entré por primera vez: 1980. Tenía 15 años, y fue el
comienzo de una gran y prolongada amistad. Llegábamos cada sábado en vespino o en
vespa (los más pudientes) y esperábamos como clavos, a las siete de la tarde, hasta
que Carlos, el gran Carlos, nos abría las puertas de nuestro Tartufo. Nuestro, sí, porque éramos una gran familia; todos
nos conocíamos, todos nos divertíamos, todos nos reencontrábamos cada semana,
todos bailábamos la música que nos gustaba... y todos esperábamos las lentas de
las nueve para intentar ligar, casi siempre infructuosamente (y con los minutos
contados, justo hasta que empezaba el piano de ‘American Pie’, que era el paso
de las lentas a las rápidas).
Allí, regados en sanfranciscos,
destornilladores y años después en Ballantine’s con hielo, saltábamos frenéticamente con
Tequila, Secretos (‘Déjame’ sonaba varias veces cada tarde), Alaska, Police,
Meat Loaf, Loquillo, Bowie e, invariablemente, el ‘Sultans of Swing’ de Dire
Straits, con ese punteo inmortal que salía de nuestros vasos, reconvertidos en
la fender de Mark Knopfler. Allí
vimos en directo, apiñados todos alrededor de la minúscula pista, a Mecano,
cuando ya eran medio famosos; y nos partimos de risa con Tip y Coll y su afrancesada
y surrealista jarra de agua.
Con el tiempo, los más veteranos teníamos nuestra mesa (la 5,
recuerdo) y nuestras botellas, con el nombre y el privilegio de la bandeja y las
copas, servidas por Emilio o por José Luis (Hulk),
o por Pepe Román
en la barra, un santo Job; o colándonos en el mismísimo office, que era el súmmum del reconocimiento y la complicidad. Los
más de lo más hasta tenían un azulejo con su nombre detrás de la barra. Luis , el jefe
de sala, mantenía el local en orden, Carlos, en la puerta, no nos dejaba entrar
con zapatillas y la
adorable Esperanza en el guardarropa nos arropaba como a sus
propios sobrinos; y nosotros la queríamos mucho más que a nuestras tías. Un
personal entrañable, familiar (todos sabían tu nombre), educado y profesional como
no ha habido en otro local de Madrid. Tartufo era un sitio pequeño, pero allí
nos sentíamos importantes; y lo que es más, nos sentíamos queridos.
Año tras año, nuestra
fidelidad fue pasando de la tarde a la noche. La vespa se transformó en R-5 o Fiat Uno,
que te aparcaban más o menos cerca según la veteranía. Los
amigos seguían siendo los mismos, y las novias solían durar más tiempo; la
música sonaba igual de bien (lentas incluidas) y despedíamos cada velada
coreando el ‘New York, New York’ del amigo Sinatra. Carlos Moro, relaciones
públicas de aquellos años dorados, organizaba
magníficas fiestas y saraos de todo tipo (en alguno, como el de la hípica, le ayudé yo); y, probablemente, era el único local
en el que se podía vivir Fin de Año sin morir en el intento.
Hubo otros sitios míticos en aquellos tiempos: Taste, El Callejón,
Honky, Pachá, Joy, el Penta, ¡el Sol!... Pero Tartufo era mágico, especial,
único, íntimo. Muy nuestro. Allí vivimos muchos años de diversión, buen rollo, risas,
novietas, rupturas, celebraciones, piques en la pista y exaltación de la
amistad. La última noche (murió recién entrados los 90), recuerdo, algunos
lloraron; otros bebimos a la salud de aquellos días inolvidables,
preguntándonos, eso sí, adónde iríamos al día siguiente.
Hoy, gracias en parte a facebook,
todos esos momentos no se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia,
sino que permanecerán en nuestra memoria como guiños de un tiempo pasado que,
sí, fue mejor.