martes, 6 de febrero de 2018

El milagro (real) de Anne Sullivan y Helen Keller


Hasta que Anne llegó a su vida, Helen no era más que un ser con apariencia de niña incapaz de comunicarse con el mundo exterior, de sentir, de entender. Ciega y sordomuda, asilvestrada e impredecible, consentida por su madre y repudiada por su padre, sólo en Anne halló Helen sentido a su existencia. Anne no se compadeció de ella, luchó por ella (y a veces contra ella) con tesón, paciencia y generosidad más allá de cualquier límite. Y, sobre todo, con fe inquebrantable. El ángel guardián y el alma perdida que trata de abrirse al mundo; la puerta serán las palabras, y el amor. "El milagro de Ana Sullivan" es una película dura y hermosa sobre el aprendizaje, la soledad compartida y la ceguera, no sólo física. La historia real de Anne y Helen va todavía más allá. Mucho más allá.

La historia empieza en 1882, pocos meses después del nacimiento de Helen Keller. Postrada en su cuna, víctima de una infección febril, el bebé no reacciona a los estímulos de su madre. Es cuando ésta se da cuenta, horrorizada, de que su hija no es normal. Su grito desgarrador no será sino el preludio de una vida presidida por la culpa, el infortunio y la desesperanza.
Helen crece y se convierte en una niña asilvestrada, aparentemente incapaz de relacionarse con el mundo que la rodea; caprichosa y tiránica con su madre, que no puede soportar que sufra y cae en la trampa de la sobreprotección (probablemente motivada por un doloroso sentimiento de culpa); para su padre (el ‘Capitán’), sin embargo, es un ser salvaje que debería vivir con las gallinas.


Pero la niña sí quiere comunicarse con el mundo, siente una necesidad casi dolorosa de entender la realidad, de conocer, de contactar; y siente también la rabia de la impotencia, quizá no tanto por no poder hacerse entender sino, sobre todo, por no ser comprendida por su propia familia. En una escena de la película absolutamente conmovedora y reveladora, Helen, en plena pataleta, arranca violentamente un botón de la camisa de su tía; nadie sabe por qué (nadie se pregunta siquiera para qué), hasta que su madre comprende lo que le ocurre: simplemente necesita los botones para coserlos en el rostro de su muñeca, ¡porque quiere que tenga ojos!


“El mayor consuelo en la desgracia es encontrar corazones compasivos”, sentenció el comediógrafo griego Menandro. Pero Helen no necesita compasión, ni sobreprotección, ni la vida consentida y vacía (ciega) que le ofrece su familia; y a ello está condenada de por vida, pues todos han tirado la toalla. No, lo que Helen necesita no es un corazón compasivo, sino un corazón luchador; un corazón valeroso que no se rinda, que no la abandone, que la saque de ese pozo de silencio y oscuridad, de incomunicación e incomprensión en que la ha sumido la desgracia… y en el que la mantienen sus propios padres. Un corazón abnegado que crea en ella, luche por ella, dé su vida por ella. “A veces creemos que lo que necesitamos es compasión, cuando lo único que nos hace falta es fe”. 

Y es cuando llega a su vida Anne Sullivan. Un alma curtida por el sufrimiento (ella también perdió la visión de niña, fue abandonada por su madre y aún no se ha recuperado de la muerte dolorosa de su hermano), que va en busca de su propia redención. Y la encuentra a través de Helen. Aunque la niña no la acepta desde el primer momento, incluso la rechaza con violencia (sabe que ha venido a alterar su vida consentida),  Anne no se arredra: sabe perfectamente lo que tiene enfrente y sabe también lo que tiene que hacer. El aprendizaje es duro, para ambas. Requiere gigantescas dosis de paciencia, tesón, coraje; y también de fuerza, física y moral; y de cariño, y de convencimiento, y de compromiso. Y, por encima de todo, de amor.
Las batallas entre Anne y Helen se suceden una tras otra. Crucial es la que tienen lugar en el comedor. Helen no se sienta a la mesa, ni utiliza los cubiertos para comer, se pasea libremente y coge lo que quiere con las manos. Anne no lo puede aceptar y echa a la familia del comedor. A solas con la niña malcriada, comienza una lucha titánica (y violenta) entre la desobediencia y la paciencia, entre el despotismo y el amor. Al final, la maestra vence: «¡Ha comido de su propio plato! Y además con cuchara. Ella sola. Y ha doblado su servilleta. El comedor está en ruinas pero ha doblado su servilleta». Es sólo una pequeña victoria. La guerra no ha hecho más que empezar.

Lo importante, sin embargo, es que Helen y Anne han encontrado un camino para comunicarse, a través del contacto físico: el lenguaje de los signos sobre la palma de su mano. Poco a poco ambas se van acercando, venciendo la desconfianza de la familia; Anne sabe que lo puede conseguir, aunque Helen parezca no querer («Esa cabecita se está muriendo por saber. Y tengo que aprovechar ese afán de saber»); sus padres y su hermano dudan, se compadecen, menoscaban sus logros. Anne les recuerda que «la obediencia sin comprensión también es ceguera». Pero se acaba el tiempo y la familia de Helen finalmente decide prescindir de la maestra. Y es en ese preciso momento, en el instante de la despedida, cuando se produce el milagro: por primera vez Helen descubre la conexión entre los objetos y los signos; eufórica, corretea por el jardín tocándolo todo, conociendo sus nombres, maravillada ante una realidad que antes se le negaba y ahora por fin entiende: el agua que emana de la fuente, la tierra, el árbol, el escalón, la campana… madre… papá… maestra.


Hasta aquí la película. Una maravillosa obra maestra que Arthur Penn dirigió en 1962 con pulso dramático, gran belleza y un realismo nada edulcorado; y en la que Anne Bancroft y la desconocida Patty Duke, soberbias, inmensas, llevaron a sus personajes más allá de la mera interpretación (ambas ganaron el Oscar). Pero la realidad de la historia entre Anne y Helen no terminó con el The End de “El milagro de Ana Sullivan” (The Miracle Worker). Fue, más bien, el principio de una hermosa relación de amistad, solidaridad y generosidad que duró más de tres décadas.
En los años siguientes Helen continuó sus estudios en diferentes instituciones para sordos, siempre acompañada por su amiga y maestra. Aprendió a hablar, a leer y a escribir, llegó a la universidad y, tras cuatro años de duro trabajo (por parte de ambas), en 1904 se graduó con mención cum laude en Radcliffe College, siendo la primera persona sorda y ciega en conseguirlo. Y aún le dio tiempo a escribir en braille su primer libro: “La historia de mi vida”.





Siguiendo su vocación pedagógica y la necesidad de compartir sus experiencias para ayudar a personas con problemas similares, Anne y Helen comenzaron a recorrer el país contando su historia en charlas y conferencias, mostrando los logros que el tesón, la fe y el cariño podían conseguir; al mismo tiempo Helen continuaba escribiendo libros y recaudando fondos para la Fundación Americana de Ciegos y se involucraba en campañas para mejorar las condiciones de vida de las personas ciegas, que en aquellos tiempos oscuros eran rechazadas por la sociedad —y por sus propias familias— y abandonadas a su suerte en asilos poco recomendables. 
Entregadas a la causa de los ciegos y los sordomudos, como educadoras y defensoras,  transcurrieron las vidas de Helen y Anne durante tres décadas. Hasta que en 1934 fue la propia Anne quien se quedó definitivamente ciega (un problema que arrastraba desde su infancia) y la dedicación de Helen tuvo que centrarse en cuidar a su antaño maestra, del mismo modo que ésta había cuidado de su pupila durante más de cuarenta años. Anne Sullivan murió dos años después, y Helen continuó su misión sin desmayo año tras año, década tras década, hasta su muerte, en 1968. Tenía 87 años.


Poco antes de su muerte, Helen Keller confesó a un amigo: «En estos oscuros y silenciosos años, Dios ha estado utilizando mi vida para un propósito que no conozco, pero un día lo entenderé y entonces estaré satisfecha». Para todos los que hemos conocido su historia y la de Anne, hemos admirado su tesón, su fe, y hemos aprendido la gran lección de su entrega incondicional a los demás, ese propósito divino es tan nítido y cristalino como aquella primera palabra que Helen comprendió muchos años atrás, y  dio la vuelta a su destino: «agua».



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