Hasta que Anne llegó a su
vida, Helen no era más que un ser con apariencia de niña incapaz de comunicarse
con el mundo exterior, de sentir, de entender. Ciega y sordomuda, asilvestrada
e impredecible, consentida por su madre y repudiada por su padre, sólo en Anne
halló Helen sentido a su existencia. Anne no se compadeció de ella, luchó por
ella (y a veces contra ella) con tesón, paciencia y generosidad más allá de
cualquier límite. Y, sobre todo, con fe inquebrantable. El ángel guardián y el
alma perdida que trata de abrirse al mundo; la puerta serán las palabras, y el
amor. "El milagro de Ana Sullivan" es una película dura y hermosa sobre el
aprendizaje, la soledad compartida y la ceguera, no sólo física. La historia
real de Anne y Helen va todavía más allá. Mucho más allá.
La historia empieza en 1882,
pocos meses después del nacimiento de Helen Keller. Postrada en su cuna, víctima de
una infección febril, el bebé no reacciona a los estímulos de su madre. Es
cuando ésta se da cuenta, horrorizada, de que su hija no es normal. Su grito
desgarrador no será sino el preludio de una vida presidida por la culpa, el
infortunio y la desesperanza.
Helen crece
y se convierte en una niña asilvestrada, aparentemente incapaz de relacionarse
con el mundo que la rodea; caprichosa y tiránica con su madre, que no puede
soportar que sufra y cae en la trampa de la sobreprotección (probablemente
motivada por un doloroso sentimiento de culpa); para su padre (el ‘Capitán’),
sin embargo, es un ser salvaje que debería vivir con las gallinas.
Pero la niña sí quiere
comunicarse con el mundo, siente una necesidad casi dolorosa de entender la
realidad, de conocer, de contactar; y siente también la rabia de la impotencia,
quizá no tanto por no poder hacerse entender sino, sobre todo, por no ser
comprendida por su propia familia. En una escena de la película absolutamente
conmovedora y reveladora, Helen, en plena pataleta, arranca violentamente un
botón de la camisa de su tía; nadie sabe por qué (nadie se pregunta siquiera para qué), hasta que su madre comprende
lo que le ocurre: simplemente necesita
los botones para coserlos en el rostro de su muñeca, ¡porque quiere que tenga
ojos!
“El mayor consuelo en la
desgracia es encontrar corazones compasivos”, sentenció el comediógrafo griego
Menandro. Pero Helen no necesita compasión, ni sobreprotección, ni la vida
consentida y vacía (ciega) que le ofrece su familia; y a ello está condenada de
por vida, pues todos han tirado la toalla. No, lo que Helen necesita no es un
corazón compasivo, sino un corazón luchador; un corazón valeroso que no se
rinda, que no la abandone, que la saque de ese pozo de silencio y
oscuridad, de incomunicación e
incomprensión en que la ha sumido la desgracia… y en el que la mantienen sus
propios padres. Un corazón abnegado que crea en ella, luche por ella, dé su
vida por ella. “A veces creemos que lo que necesitamos es compasión, cuando lo
único que nos hace falta es fe”.
Y es cuando llega a su vida Anne
Sullivan. Un alma curtida por el sufrimiento (ella también perdió la visión de
niña, fue abandonada por su madre y aún no se ha recuperado de la muerte
dolorosa de su hermano), que va en busca de su propia redención. Y la encuentra
a través de Helen. Aunque la niña no la acepta desde el primer momento, incluso
la rechaza con violencia (sabe que ha venido a alterar su vida
consentida), Anne no se arredra: sabe
perfectamente lo que tiene enfrente y sabe también lo que tiene que hacer. El
aprendizaje es duro, para ambas. Requiere gigantescas dosis de paciencia,
tesón, coraje; y también de fuerza, física y moral; y de cariño, y de
convencimiento, y de compromiso. Y, por encima de todo, de amor.
Las batallas
entre Anne y Helen se suceden una tras otra. Crucial es la que tienen lugar en
el comedor. Helen no se sienta a la mesa, ni utiliza los cubiertos para comer,
se pasea libremente y coge lo que quiere con las manos. Anne no lo puede
aceptar y echa a la familia del comedor. A solas con la niña malcriada,
comienza una lucha titánica (y violenta) entre la desobediencia y la paciencia,
entre el despotismo y el amor. Al final, la maestra vence: «¡Ha comido de su propio plato! Y además con
cuchara. Ella sola. Y ha doblado su servilleta. El comedor está en ruinas pero
ha doblado su servilleta». Es sólo una pequeña victoria. La guerra no ha hecho
más que empezar.
Lo
importante, sin embargo, es que Helen y Anne han encontrado un camino para
comunicarse, a través del contacto físico: el lenguaje de los signos sobre la
palma de su mano. Poco a poco ambas se van acercando, venciendo la desconfianza
de la familia; Anne sabe que lo puede conseguir, aunque Helen parezca no querer
(«Esa cabecita se está muriendo por
saber. Y tengo que aprovechar ese afán de saber»); sus padres y su
hermano dudan, se compadecen, menoscaban sus logros. Anne les recuerda que «la obediencia sin comprensión también
es ceguera». Pero se acaba el tiempo y la familia de Helen finalmente decide
prescindir de la maestra. Y es en ese preciso momento, en el instante de la
despedida, cuando se produce el milagro: por primera vez Helen descubre la
conexión entre los objetos y los signos; eufórica, corretea por el jardín
tocándolo todo, conociendo sus nombres, maravillada ante una realidad que antes
se le negaba y ahora por fin entiende: el agua que emana de la fuente, la tierra,
el árbol, el escalón, la campana… madre… papá… maestra.
Hasta aquí la película. Una maravillosa obra maestra que Arthur Penn
dirigió en 1962 con pulso dramático, gran belleza y un realismo nada
edulcorado; y en la que Anne Bancroft y la desconocida Patty Duke, soberbias,
inmensas, llevaron a sus personajes más allá de la mera interpretación (ambas
ganaron el Oscar). Pero la realidad de la historia entre Anne y Helen no
terminó con el The End de “El milagro de Ana Sullivan” (The Miracle Worker). Fue, más bien, el
principio de una hermosa relación de amistad, solidaridad y generosidad que
duró más de tres décadas.
En los años siguientes Helen continuó sus estudios
en diferentes instituciones para sordos, siempre acompañada por su amiga y
maestra. Aprendió a hablar, a leer y a escribir, llegó a la universidad y, tras
cuatro años de duro trabajo (por parte de ambas), en 1904 se graduó con mención
cum laude en Radcliffe College, siendo la primera persona sorda y ciega
en conseguirlo. Y aún le dio tiempo a escribir en braille su primer libro: “La
historia de mi vida”.
Siguiendo su vocación pedagógica y la necesidad de compartir sus
experiencias para ayudar a personas con problemas similares, Anne y Helen
comenzaron a recorrer el país contando su historia en charlas y conferencias,
mostrando los logros que el tesón, la fe y el cariño podían conseguir; al mismo
tiempo Helen continuaba escribiendo libros y recaudando fondos para la
Fundación Americana de Ciegos y se involucraba en campañas para mejorar las
condiciones de vida de las personas ciegas, que en aquellos tiempos oscuros
eran rechazadas por la sociedad —y por sus propias familias— y abandonadas a su
suerte en asilos poco recomendables.
Entregadas a la causa de los ciegos y los
sordomudos, como educadoras y defensoras,
transcurrieron las vidas de Helen y Anne durante tres décadas. Hasta que
en 1934 fue la propia Anne quien se quedó definitivamente ciega (un problema
que arrastraba desde su infancia) y la dedicación de Helen tuvo que centrarse
en cuidar a su antaño maestra, del mismo modo que ésta había cuidado de su
pupila durante más de cuarenta años. Anne Sullivan murió dos años después, y
Helen continuó su misión sin desmayo año tras año, década tras década, hasta su
muerte, en 1968. Tenía 87 años.
Poco antes de su muerte, Helen Keller confesó a un amigo: «En
estos oscuros y silenciosos años, Dios ha estado utilizando mi vida para un
propósito que no conozco, pero un día lo entenderé y entonces estaré
satisfecha». Para
todos los que hemos conocido su historia y la de Anne, hemos admirado su tesón,
su fe, y hemos aprendido la gran lección de su entrega incondicional a los
demás, ese propósito divino es tan nítido y cristalino como aquella primera
palabra que Helen comprendió muchos años atrás, y dio la vuelta a su destino: «agua».
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