lunes, 1 de septiembre de 2025

Javier Sartorius: de la raqueta a la Cruz

 



Tres de la mañana. Una noche lluviosa y lúgubre de julio. Después de más de dos horas subiendo el abrupto camino, en plena oscuridad, un peregrino se detiene ante la imponente puerta de madera del milenario Santuario de la Virgen de Lord, a 1.180 metros de altitud, en el prepirineo leridano. El peregrino golpea la pesada aldaba una y otra vez hasta que los sorprendidos habitantes de la Comunidad abren la puerta. «¿Cómo te llamas?» pregunta uno de ellos. «Javier» contesta el peregrino. «¿Javier qué?» insiste el monje. «Sólo Javier». Sin apellidos, sin pasado. Esa noche, después de toda una vida de búsqueda e inquietudes, Javier dio el paso definitivo hacia sí mismo, hacia el silencio, hacia el vacío material. Hacia Dios.

 

Sol, playas, chicas y tenis

Javier Sartorius Milans del Bosch era un joven extrovertido, apuesto, de noble cuna, carismático y deportista. El ‘zurdo de oro’. Legendarios eran sus partidos de tenis con su hermano Fernando, como pareja o adversario, en Zarauz y Madrid; y el día que ambos arrebataron dos juegos al tándem Casal-Sánchez Vicario, el Tenis de San Sebastián rebosó de pancartas y vociferantes ‘hooligans’ (todos familiares y amigos) rendidos ante la hazaña de sus héroes. Juntos, Javier y Fernando, marcharon a Estados Unidos a estudiar Administración de Empresas, carrera que abandonaron casi al empezar para dedicarse a surfear las olas de California, ganar campeonatos de pádel, entrenar a las estrellas de Hollywood y, de paso, ingresar unos dólares vendiendo aspiradoras a domicilio o cuidando jardines. Sol, playas, diversión, chicas, deporte. Javier lo tenía todo. O no.

Fue precisamente en Los Angeles donde Javier comenzó a sentir una creciente inquietud por la vida espiritual, un poco confusa al principio (llegó a pasar por el Hare Krisna). En 1989 fue Campeón de Estados Unidos de pádel; el año siguiente, misionero en Cuzco con Los Siervos de los Pobres del Tercer Mundo. Fue tal el shock espiritual que provocó la vida de pobreza y sacrificio absolutos, que decidió entrar en el seminario, en Toledo. Pero Javier no estaba hecho para estudiar («ni siquiera se puede copiar», decía) y tampoco para el sacerdocio. A él le iba más la vida contemplativa, la oración, la sencillez, incluso la soledad, a pesar de su personalidad extrovertida. Un compañero de seminario le habla entonces de la Comunidad de Lord y es allí donde encamina su vida, dejando todo su pasado atrás. Sólo quiere encontrarse a sí mismo.

 


Entre Agassi y San Francisco de Asís

«Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas», escribió Pablo Neruda. Ese día resultó ser una lluviosa noche de julio de 1992; cualquier lugar, el Santuario de Lord. Y no fue la más amarga, sino la más feliz de sus horas. Y aunque dejó su pasado al otro lado de la milenaria puerta, su personalidad entró con él. Incluyendo, por supuesto, su simpatía y su sentido del humor, que nunca dejaron de ser parte de su carácter. Lo mismo que el deporte y la sencillez (una perfecta combinación entre André Agassi, su tenista favorito, y San Francisco de Asís, su santo favorito), o su afición por la música, aunque ahora en lugar de escuchar ACDC, Eagles o los Beach Boys, sus gustos se inclinaban más por La Misión y los cantos gregorianos.

Javier revolucionó, a su manera, la tranquila y silenciosa vida de los monjes. «Tenéis el cuerpo abandonado» sentenció, y montó un gimnasio; bastante primitivo, pero que mantuvo en forma incluso al padre Jordana, a sus 90 años. Hasta llegó a conquistar a las monjas de clausura, cuyas puertas se abrieron por primera vez a un varón en mil años de historia; «Vamos a hablar con ‘Sor Javier’», decían en el recreo, a pesar del estricto silencio impuesto.

Pero lo más importante es que Javier también revolucionó su vida: de la raqueta a la azada; de las fiestas playeras al estricto régimen de oración y estudio de la Biblia; de entrenar a las estrellas de Hollywood, junto a su inseparable hermano Fernando, a pastorear un rebaño con más de 100 ovejas, a las que había puesto nombre una a una; del cálido sol californiano a los diez grados bajo cero de su celda a los pies de los Pirineos.

Él era feliz así, viendo a Dios en lo cotidiano, con su trabajo, su oración, su soledad, su Cruz desnuda, como la de Cristo. No necesitaba nada más («había una persona tan pobre, tan pobre, tan pobre que sólo tenía dinero», le encantaba decir). Su familia al completo lo apoyó devotamente; salvo su padre, Mauricio, que no llegó a entender que se recluyera en el Santuario de Lord. Entregándose a todos, robusteciendo su fe, Javier pasó los siguientes años en Lord. Disciplinado y perfeccionista, aceptó volver al seminario en Barcelona, que esta vez superaba el curso con brillantes calificaciones, incluido el latín, aunque sin pretender en ningún momento abandonar su vida monástica cuando recibiera las sagradas órdenes (una vez más rompiendo normas).

 


«Ahora lo entiendo todo»

Ya en 2006, una dolencia gástrica acabó convirtiéndose en su verdadera cruz, primero de dolor y finalmente de muerte. El 21 de junio moría en el monasterio cisterciense de San Miguel de Dueñas, donde era tratado de su enfermedad. Tenía 44 años. En el silencio del Monasterio, sólo mitigado por el tenue cántico de los monjes, ante el cuerpo inerte de su hijo, el padre de Javier sollozó de pena y de remordimiento; «Maurilón -le susurró a su hijo mayor en el funeral-, ahora lo entiendo todo». Apenas un año después, se reunió con Javier en cuerpo y alma; compartiendo con su hijo sepulcro en Lord y vida eterna en un santuario aún más alto.

«Puedes ser tenista de fin de semana. Pero para jugar en primera, hay que entrenar duro todos los días, y muchas horas. Sólo así se gana», solía decir Javier. Él fue un campeón en todo cuanto hizo, en el deporte, en el trabajo físico, en la oración, en el estudio, en la caridad, en la simpatía, en el cariño hacia su familia, en amigos, en carisma…

Es curioso, pero a pesar de su juventud y de haber elegido la vida monacal, solitaria, de espaldas al mundo, Javier dejó su impronta grabada en las almas de miles de personas a lo largo de su vida, y después de su muerte. Tenía una energía especial, contagiosa y benefactora, que legó a todos los que le conocieron y quisieron. Y que aún hoy llega con fuerza a todos los que le rezan. O a los cientos de peregrinos de toda procedencia que llegan cada año al Santuario de Lord, a dejarse llenar por el alma de aquel visitante sin pasado que una noche tormentosa atravesó la pesada puerta… y se quedó para siempre.

Unos años después, la madre de Javier, su más devota admiradora, su más rendida fan, abandonó este mundo después de quince años de dolorosa enfermedad… y seis de penosa ausencia. Javier era su tabla, su sostén, su muleta, su hombro, su paño; y su sonrisa. Sin él, todo se hizo más doloroso. Más insoportable. Más desesperanzador. Desde aquel día de 2013, el cáncer ya no está. El dolor tampoco. Ni la ausencia. Desde ese día, el cuerpo de Myriam (la tía Memé) descansa también con su hijo, en Lord; y su alma estará abrazando a Javier, besando a Javier, riendo con Javier, jugando al tenis con Javier.

 


Un documental y una causa de beatificación

La de Javier es una vida que tiene mucho que decir a la sociedad actual, a los jóvenes, a los mayores, a los líderes, a los desamparados, a los perdidos. Esta es la razón por la que nace la idea de revivirla en un documental, realmente extraordinario, que narra su periplo vital y espiritual; desde su zona de confort, su vida privilegiada en Madrid y California, hasta su entrega total a su fe y su posterior calvario. En estos momentos el rodaje de “La verdadera riqueza” sigue su curso y avanza imparable conforme van llegando las donaciones. Si quieres profundizar un poco más, entra en www.javiersartorius.org/. Un vistazo quizá baste para hacerte una primera idea de quién fue Javier, cuál fue su proceso de transformación interior y qué significó para la Comunidad de Lord y para miles de personas que veneran su memoria.

Y mientras avanza el documental sobre su vida, en paralelo se ha abierto la causa para nombrar Siervo de Dios al seminarista Javier Sartorius. Un proceso que nace de un revelador testimonio de Mn Norbert Miracle (rector del Seminario Mayor Interdiocesano de 2005 a 2018), quien vio en Javier un ejemplo de santidad importante para darse a conocer, especialmente, a los seminaristas y a los jóvenes. Un “santo de la puerta de al lado”, como define acertadamente el papa Francisco. El primer paso, quizá en octubre, ser nombrado “Siervo de Dios”. A partir de ahí, Dios dirá.  

Por mi parte, espero poder ampliar pronto información sobre el documental y la causa de Javier Sartorius, mi primo, que justo hoy cumple 18 años desde que partió, con su raqueta y su cruz, a la Casa del Padre.

Puedes ver el teaser de la “La verdadera riqueza”, sobre la vida de Javier, en este link






miércoles, 16 de julio de 2025

Salve, Estrella de los Mares. Mi homenaje a las gentes del mar.




𝗛𝗼𝘆 𝗲𝘀 𝗲𝗹 𝗴𝗿𝗮𝗻 𝗱í𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗼𝘀 𝗺𝗮𝗿𝗶𝗻𝗲𝗿𝗼𝘀, 𝗹𝗼𝘀 𝗽𝗲𝘀𝗰𝗮𝗱𝗼𝗿𝗲𝘀 𝘆 𝘁𝗼𝗱𝗮𝘀 𝗹𝗮𝘀 𝗴𝗲𝗻𝘁𝗲𝘀 𝗱𝗲𝗹 𝗺𝗮𝗿.

El día de la Patrona querida y venerada, de la Estrella del Mar que los guía y portege en sus viajes y faenas, enfrentándose a diario a las tempestades (del mar y de la vida), a las ausencias (prolongadas y permanentes) y a todo tipo de dragones (la mayoría al amparo de las sombras en sus cuevas con forma de despacho).

Hoy, día de la 𝗩𝗶𝗿𝗴𝗲𝗻 𝗱𝗲𝗹 𝗖𝗮𝗿𝗺𝗲𝗻, 𝗦𝘁𝗲𝗹𝗹𝗮 𝗠𝗮𝗿𝗶𝘀, me he despertado con dos pensamientos en la cabeza y un himno en el corazón.

El primer pensamiento está bañado de recuerdos. De veranos de mar y de olas; de paseos por el malecón de mi Zarauz del alma; del impresionante 𝗗𝗲𝘀𝗲𝗺𝗯𝗮𝗿𝗰𝗼 𝗱𝗲 𝗘𝗹𝗰𝗮𝗻𝗼 𝗲𝗻 𝗚𝘂𝗲𝘁𝗮𝗿𝗶𝗮, que cada cuatro años rendía tributo a la llegada del puñado de supervivientes -harapientos, exhaustos, famélicos- de la expedición de la nao Victoria al puerto del pequeño pueblo pesquero, que vi con mi abuelo siendo un niño y me dejó marcado de por vida.

También el recuerdo, ya más mayor, de compartir con mis hijos, con los pescadores y con el pueblo de Comillas la procesión marinera y el homenaje floral a los muertos en el mar, que cada año se celebra el 16 de julio en esta villa marinera, mi segunda casa después de Zarauz. ¡Qué buenos y bonitos momentos!

El segundo pensamiento de esta mañana ha sido para uno de mis cuadros favoritos de hashtagSorolla y todo lo que representa. Lo bueno, lo malo y lo peor del trabajo en el mar. El peligro, el sufrimiento, el sacrificio, la dureza, la muerte; y también el compromiso, el coraje, la fortaleza, el compañerismo, el sentido del deber. La llamada -ineludible- del mar y la respuesta siempre afirmativa del hombre, a pesar de todo.
Ahí queda esa obra maestra de la pintura y de la denuncia social que es "¡𝗔ú𝗻 𝗱𝗶𝗰𝗲𝗻 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗹 𝗽𝗲𝘀𝗰𝗮𝗱𝗼 𝗲𝘀 𝗰𝗮𝗿𝗼!" (y es cierto, aún lo decimos).

Por último, el himno. Por supuesto, 𝗘𝘀𝘁𝗿𝗲𝗹𝗹𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗼𝘀 𝗠𝗮𝗿𝗲𝘀, 𝗹𝗮 𝗦𝗮𝗹𝘃𝗲 𝗠𝗮𝗿𝗶𝗻𝗲𝗿𝗮. Mi mujer se ha levantado tarareándola en recuerdo de su madre, Carmen (nos dejó hace pocos años), y aún no he podido -ni he querido- quitármela de la cabeza. O mejor dicho, del corazón.

Ahí permanecerá anclada durante todo el día. En homenaje a mi suegra. En homenaje a las gentes del mar. En homenaje a mis recuerdos de infancia. En homenaje, sobre todo, a la Virgen del Carmen, Stella Maris.

Salve, Estrella de los Mares,
de los mares iris de eterna ventura,
salve Fénix de Hermosura
madre del Divino Amor...

https://lnkd.in/d-XN_sWE
(Salve Marinera interpretada por los marinos del buque escuela Juan Sebastián de Elcano en la iglesia de San Salvador de Guetaria, el 16 de julio de 2019).

lunes, 26 de mayo de 2025

El milagro de Lourdes existe. Se llama DAR

 



Dice Jorge Font, el más poeta de los héroes de Lo Que De Verdad Importa, que si no vas a un congreso de LQDVI no te pasa nada; pero si vas, te pasa algo seguro. Por lo menos un buen revolcón a tus ideas / prioridades / sueños / realidades (llámalo como quieras). Y tiene razón, Jorge. Yo lo he visto año tras año y también lo he experimentado en mi propia carne. Así que lo puedo confirmar con conocimiento de Causa (con mayúscula).

Lo mismo sucede con la peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Lourdes, esa pequeña ciudad a los pies de los Pirineos que se ha convertido en uno de los más importantes destinos del cristianismo desde 1858. Y muy especialmente si acudes como hospitalario, acompañando a enfermos de todo tipo, condición y gravedad. Una experiencia religiosa –y luminosa- para millones de peregrinos de todos los rincones del planeta, pero sobre todo una experiencia humana. Muy humana. Y, como suele pasar con estas cosas, también incomprensible para muchos, que lo ven desde fuera con ignorancia, con agnosticismo o incluso con burla. Nada nuevo.

Y esa es precisamente la clave, que lo ven desde fuera. Porque lo de Lourdes hay que vivirlo, hay que palparlo, hay que sentirlo. Sólo desde dentro, desde muy dentro, puedes entender mínimamente lo que allí ocurre. Que es mucho. Y todo es cierto. Y todo es bueno.

 


La Caravana de la Esperanza

Sólo desde dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya enfermos con graves dolencias, con males incurables, con discapacidades extremas, que quieran sufrir un incómodo y agotador viaje en autobús con la improbabilísima esperanza de una curación milagrosa, que saben que no les va a tocar esa lotería, pero van a pesar de todo. Y no se cabrean con la Virgen de Lourdes, ni reniegan de su fe, ni se ciscan en los santos ni en los curas ni en el mismísimo Dios. Muy al contrario. Regresan renovados y felices. Contando los días para volver, porque muchos de ellos repiten año tras año. La Caravana de la Esperanza.

Sólo desde dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya voluntarios y voluntarias (los hospitalarios) capaces de entregarse de tal manera que hacen cosas que no creerías (como diría el replicante Roy Batty); que no creerían ni ellos mismos antes de salir de Madrid. Cosas que en su otra vida, su vida “normal”, son demasiado duras, demasiado penosas, demasiado desagradables, demasiado insoportables y que aquí, en esta pequeña ciudad del sur de Francia, por alguna misteriosa (¿milagrosa?) razón, en lugar de provocar lágrimas o arcadas, provocan sonrisas, complicidad, miradas limpias y un amor a prueba de terremotos. Porque aquí, en la Hospitalidad de Madrid (y especialmente en el Equipo Rosa), sólo hay “personas bonitas”, que diría mi amigo Cake Minuesa.

Sólo desde dentro, desde muy dentro, se puede sentir la devoción, la gratitud, la fe. El silencio. La humildad extrema. La DIGNIDAD. Y la oración sincera y profunda, sin postureos, sin golpes de pecho. Sólo allí, en esa gruta nacida de una simple roca, aparentemente nada, se puede sentir el respeto más universal que se pueda sentir en esta Tierra nuestra. El respeto entre naciones, el respeto entre enfermos y sanos, el respeto a todas las creencias y no-creencias; el respeto a lo sagrado, a los símbolos, a lo incomprensible, a lo inconcebible. El respeto a la esperanza, vana o no, de los millones de personas que peregrinan a Lourdes desde hace 167 años.

Enfermos o sanos, todos buscando algo, y no necesariamente lo mismo. Unos curación física, otros curación espiritual; unos perdón, otros compañía; unos llenar su vacío, otros vaciar su mochila, o su ego; o cumplir una promesa, o hacer feliz a su padre, o reencontrarse con viejos amigos, o volver a sentir el abrazo de su otra Madre… Cualquier excusa vale. Y vale mucho.



Sólo desde dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya personas con una vida cómoda y fácil que decidan dejarlo todo –todo- durante unos días para abrazar un cambio tan radical, tan valiente y hermoso, año tras año durante décadas. Sin fallar ni uno. Algo que debería hacerte pensar, al menos, que eso no es un voluntariado normal. Que hay algo más. Algo que engancha más poderosamente que cualquier droga. Una bofetada descomunal que te descoloca (o te recoloca); un cambio de mirada al mundo y a las personas, a ti mismo, a tu entorno, a tu burbuja de cómoda seguridad, a tus principios y prioridades. Algo que te hace plantearte: ¿y si fuera yo el de la silla de ruedas, o el de la parálisis cerebral, o ese niño ciego y autista? ¿Cómo me lo tomaría? ¿Sería capaz de reírme, como ellos? ¿De cantar, de dar gracias a Dios, de rezar con el corazón? ¿Sería capaz de amar? ¿De querer vivir?

Son preguntas que sólo se pueden responder desde dentro, desde muy dentro. Mirando con el corazón. Descubriendo el valor de un abrazo. O de un beso con ruido, de los de abuela. O de una confidencia. O simplemente escuchando. O dando de comer a alguien que apenas sabe abrir la boca; o sumergiendo un cuerpo terriblemente deforme en esa agua milagrosa –helada- que ha curado a muchos y aún no ha hecho enfermar a nadie. O sintiéndote curado, aliviado, agradecido, incluso feliz, aunque no te haya tocado el gordo/milagro. Sí, hay que vivirlo para entenderlo. Como todo lo que lleva implícito el concepto de Amor, no se puede explicar. Es imposible de explicar.

Por eso, también es imposible convencer a nadie con palabras de dar ese salto al vacío, de probar su capacidad de entrega a los demás, su fuerza y su aguante frente al asco y el dolor y el agotamiento (lo único infernal en nuestra peregrinación son los horarios). Sólo vale rebuscar en tu conciencia ese gramito de generosidad que sabes que tienes, y lanzarte. Sólo tu corazón puede impulsarte a plantearte hacer ese profundo viaje interior que, seguro, va a obligarte a replantearte muchas cosas. Y eso es bueno. Y necesario.

 



Un regalo para el alma

Para los que no conozcan lo que supone ir al Santuario de Nuestra Señora de Lourdes con enfermos (de todo tipo: parálisis cerebral, ELA, síndrome de Down, tetraplejia, ceguera, autismo, cáncer, discapacidad intelectual…), la idea básica es que durante cinco días te olvidas de quién eres, de lo que eres, y te dedicas en cuerpo y alma a otras personas que, por la razón que sea, han tenido peor suerte que tú. Personas que tienen una vida bastante más dura y complicada que la tuya y que, durante unos días, se olvidan un poco de su día a día y viven el sueño esperanzador del milagro de Lourdes; o, simplemente, la alegría de estar ahí, en presencia de su segunda Madre, dejándose querer y abrazar. Y esa es tu prioridad como hospitalario, que durante esos cinco días se olviden también de lo que son, de lo que sufren. Tu responsabilidad es cuidarlos, atenderlos, escucharlos, entenderlos, aliviarlos; es reír con ellos, rezar con ellos, cantar y jugar con ellos; es abrazarlos y mimarlos, quererlos; es hacer que se sientan especiales (lo son), protagonistas de una experiencia que va más allá, mucho más allá, de un simple voluntariado. Para ellos y para ti.

Pero tú, que vas a darlo todo, y que de hecho lo das todo, eres quien más recibes. Porque la lección de dignidad, de gratitud, de generosidad, de alegría profunda y honesta, de limpieza de corazón, de simple y puro amor a la vida (a pesar de su durísima vida) es un verdadero regalo para el alma. Es un abrazo que te llevas puesto para siempre. Es un beso que se te queda marcado en la mejilla de por vida. Es una sonrisa –o una carcajada- que te ilumina el corazón con una luz que sólo es comparable a la Luz de la mismísima Virgen de Lourdes. Una luz que te alumbra sobre todo en los momentos oscuros de tu día a día, en los apagones sobrevenidos en tu pequeño mundo de quejas, de ombligos y de vacíos. Y ese es un regalo que no tiene precio, pero tiene un valor infinito.

 


El milagro Lourdes

¿Milagro? ¡Claro que hay milagro! El milagro de que todo aquel que va a Lourdes, sea cual sea su condición y creencias, se entrega en cuerpo y alma a los enfermos durante esos intensos días de peregrinaje (y algunas, como mi “prima” Tere, durante todo el año). Dar y darse, ese es el único misterio. Y el milagro de que todos, enfermos y hospitalarios, médicos y sacerdotes, volvemos a casa mucho más sanos (algunos, también, milagrosamente curados).

Dice un proverbio indio que lo que no se da, se pierde. Yo puedo asegurar que aquí, en Lourdes, no se pierde ni un miligramo de generosidad, de entrega, de puro amor al prójimo. Algo de lo que estamos tan necesitados en estos tiempos convulsos, ingratos y narcisistas. El milagro de dar sin medida, de darse en cuerpo y alma, de acoger y de aprender, y de recibir con los brazos y el corazón abiertos de par en par. Es a lo que hemos venido. Es lo que nos llevamos todos, sin excepción. Es la razón por la que muchos repiten año tras año. La razón por la que otros volvimos a comenzar el año pasado –con convencimiento, con ilusión renovada- donde lo dejamos cuatro décadas atrás. Con la promesa firme de que esto ya no puede quedarse aquí. Que el año que viene –y el siguiente, y el siguiente- volveremos Rocío y yo a curarnos de la vida en este pequeño rincón de los Pirineos. Volveremos a contagiarnos de todo lo bueno que emana de esa Luz y de ese manantial de agua milagrosa. Volveremos a vivir la experiencia de darnos como si no hubiera un mañana a una causa mucho más grande, mucho más gratificante y mucho más valiosa que nosotros mismos: los demás.

 





sábado, 8 de febrero de 2025

Mar afuera. Tengo alas que no puedes ver


Mi prólogo para el libro Mar afuera. Un viaje lleno de vidade Marimar García Garrido. 


Yo sé que a Marimar le gustan mucho las citas inspiradoras (y las de quedar, pero esa es otra cuestión). Sé también que le gusta mucho El Principito (de hecho, creo que está enamorada en secreto de ese pequeño idealista). Así que, aprovechando que el libro que tienes en tus manos abre cada capítulo con un par de citas inspiradoras, viene muy a cuento empezar este prólogo con un par de citas del inmortal personaje de Saint-Exupéry. Dos pensamientos que parecen escritos expresamente para Marimar. Uno es: «A veces no sabes lo que puedes hacer hasta que lo intentas como si supieras que lo vas a hacer»; y el otro, «El hombre se descubre cuando se mide con un obstáculo». Y podría añadir un tercero, «Sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos».

Quien tenga la suerte de conocer a Marimar sabe perfectamente que se ha dedicado toda la vida a hacer cosas que no podía hacer, a vencer (fulminar) todo tipo de obstáculos y a mirar con el corazón más que con los ojos (que es también como debemos mirarla nosotros). Los que no tengan la suerte de haberla conocido descubrirán en este libro a una verdadera fuerza de la naturaleza, a una mujer incombustible e inquebrantable, a una soñadora capaz de hacer realidad la mayoría de sus sueños, a un alma generosa y entregada («darte a los demás te ayuda a dar sentido a tu vida»), a un ser que lleva el optimismo de serie, no importa cuánto o cómo la castigue su enfermedad; o la vida. Lo que vas a leer aquí es una historia, la de Marimar, que es una fuente de inspiración tan potente como El Principito. La diferencia es que nuestra protagonista es real.



«No me veo como una superwoman ni como una heroína. Tan solo soy una chica que vive unas circunstancias distintas» nos soltó en aquel congreso de Lo Que De Verdad Importa, cuando fue ponente de lujo hace unos años. Esas “circunstancias distintas” son que tiene el noventa por ciento de su cuerpo paralizado, únicamente puede mover los músculos del cuello y de la cara. Lo cual no le impide vivir y disfrutar la vida plenamente; ni mucho menos le impide ser feliz. Porque, para empezar, la cabeza la tiene muy bien armada Marimar, desbordante de actitud e inteligencia (¡es lista y rápida, la tía!); es culta e inquieta también, muy lectora y viajera; y posee un envidiable sentido común.

Pero lo que de verdad define y distingue a Marimar son dos cualidades que están más allá de la cabeza; bastante más allá. La primera, su extraordinario vitalismo. Ama la vida de una manera tan intensa, tan insaciable, con una fuerza tal que es casi un superpoder (aunque ella lo niegue); irradia unas ganas de vivir y de disfrutar cada momento, cada minuto, de las que es muy difícil no contagiarse por mero contacto. Un contagio muy beneficioso, por cierto.


La segunda cualidad typical Marimar es su sentido del humor, su inagotable capacidad de reírse –o carcajearse- de todo, con todos. Algo que es muy de agradecer para los que no tenemos el don de saber contar buenos chistes. Porque Marimar es de risa fácil. Se ríe con cualquier guiño, con cualquier tontería, con cualquier gracieta que pase por ahí. A veces con tal entusiasmo que, si no la conoces bien, piensas que se está ahogando. Literalmente. Puede parecer exagerado, pero lo cierto es que está todo el día deseando que la hagas reír. Y si echas un vistazo al álbum de su vida, te das cuenta de que en la mayoría de las fotos está riéndose, cuando no partiéndose de risa. Incluidos momentos muy duros. Marimar conoce perfectamente el poder sanador de la risa.

Ambas cualidades son un ejemplo mayúsculo para todos los que caminamos (sí, caminamos) por la vida arrastrando los pies, con la queja siempre acoplada sobre los hombros. Un peso ab-so-lu-ta-men-te insoportable que formamos acumulando nuestras pequeñas frustraciones, nuestros exagerados miedos y una rica variedad de problemas minúsculos que ––nos decimos con convicción- nos impiden volar. Marimar nos demuestra que ese peso ab-so-lu-ta-men-te insoportable es en realidad ab-so-lu-ta-men-te nada. Excusas. Miedo. Lo decía Jaume Sanllorente, fundador de Sonrisas de Bombay y muy querido amigo de Marimar: «el miedo te paraliza; es una cárcel que no te deja volar hacia tus sueños, pero cada uno de nosotros tiene la llave». Marimar, desde luego, tiene la suya bien a mano. Lo lleva demostrando desde los seis años, cuando comenzó su enfermedad. Nunca, nunca se ha dejado atrapar en esa cárcel de miedos; jamás ha dejado de volar hacia la vida, hacia sus sueños. Como canta Jimmy Buffett en aquella vieja canción, Wings (que también parece escrita para Marimar), «Tengo alas que no puedes ver / Tengo ruedas en mis pies /  Allí arriba me siento libre / En esas alas que no puedes ver».



Quizá quien no conozca a Marimar y no consiga ver esas alas no acabe de creerse del todo cuán alto es capaz de volar. Y es que esa silla de ruedas motorizada no pesa tanto cuando tienes unas alas como las suyas, que se alimentan de fuerzas muy poderosas: su fe, sus padres (Loli y Toni, dos fenómenos), sus hermanos, sus amigos, su viaje anual a Lourdes, su optimismo a prueba de frustraciones, su risa, su tenacidad, el cariño que recibe a espuertas allá por donde va; y esa frase que alguien le enseñó cuando era pequeña y que lleva grabada a fuego desde entonces: «No pienses en lo perdido, piensa en lo que te queda por hacer». Y así lleva toda su vida, volando con esas alas de libertad y tachando “cosas por hacer” de su interminable lista. La última, por el momento, escribir un libro. La siguiente, volar en globo.

«Creo que seguir adelante no es una opción, es algo obligatorio», nos recalca Marimar. Esta es la gran lección que descubrirás en las páginas de “Mar Afuera”. Un libro que, como diría Jorge Font (otro crack de la vida y gran admirador de Marimar), si no lo lees no te pasará nada; pero si lo lees, te pasa algo seguro.


Y por terminar con otra de esas citas inspiradoras que tanto le gustan a Marimar: «Aprovecha el día.  No dejes que termine sin haber crecido un poco, sin haber sido un poco más feliz, sin haber alimentado tus sueños». Nos lo recuerda Walt Whitman a ti y a mí. A Marimar, te lo puedo asegurar, no le hace ninguna falta. 


Un libro, en fin, para regalar y para regalarseEscrito a lo largo de estos años con mucho esfuerzo, cariño e ilusión por parte de Marimar (y con la inestimable ayuda y buen hacer de Mamen Sánchez). Inspirador como pocos. Sorprendente y entretenido, muy entretenido. Que está destinado a hacer mucho, mucho bien. Ese es su único objetivo. Casi nada...