jueves, 12 de enero de 2017

Dalí y Disney: unidos por el Destino


El 14 de enero de 1946, Salvador Dalí firmó un contrato con Disney Studios para trabajar en un corto de siete minutos de dibujos animados. Su título, Destino. Durante meses, Dalí acudió cada mañana a trabajar al estudio de animación de la Avenida Dopey, en Burbank, como un empleado más. Pero su intenso trabajo (unas 15 pinturas, 135 bocetos y numerosos dibujos) permanecieron décadas en el olvido, ya que el gran proyecto Disney-Dalí nunca llegó a ser realidad (o surrealidad). Hasta hoy.


La historia de este Destino que unió a los dos genios para la eternidad comienza, sin embargo, diez años antes, en el verano de 1936. Por aquellos días, el más anárquico de los Hermanos Marx, Harpo, andaba de visita por Europa. Un ferviente admirador de la obra “marxista” llamado Salvador Dalí (que consideraba su película El conflicto de los Marx el culmen de la evolución del cine cómico) viajó expresamente a París para encontrarse con el genial mudo en una fiesta; el encuentro fue un verdadero flechazo artístico. Unos meses después, Dalí envió a Harpo un peculiar regalo de Navidad: una estrambótica arpa con alambres de espino y clavijas-tenedor, toda envuelta en celofán. La amistad creció con el tiempo y con las ocurrencias de ambos, y cierto día comenzaron a colaborar en una idea para una película surrealista, Giraffes on a Horseback Salad (algo así como “Jirafas en una ensalada montada a caballo”); Dalí escribió el guión, pero la obra nunca se llegó a filmar: en opinión de la Metro Goldwin Mayer era demasiado surrealista incluso para los hermanos más surrealistas de Hollywood. Al igual que los bocetos de Destino, durante casi 60 años se pensó que el material se había perdido, pero en 1996 algunas de las imágenes que el pintor bocetó para Giraffes fueron halladas entre sus papeles; hace unos años pudieron admirarse en la exposición Dalí & Film en la Tate Modern de Londres.


Un encuentro de pesadilla

Dalí amaba Hollywood. En ningún otro lugar era tan atrevidamente difusa la línea que separaba, o que unía, fantasía y realidad. “Estoy en Hollywood, donde he contactado con los tres mayores surrealistas americanos: Harpo Marx, Disney y Cecil B. DeMille. Creo que los he contagiado suficientemente y espero que aquí el Surrealismo se convierta en una realidad”, escribió en 1937 a su colega André Breton. Desde luego, Dalí se encontraba en Hollywood como reloj derretido en sus cuadros. Era admirado por su arte y por sus excentricidades, le invitaban a fiestas y eventos, realizó exposiciones, salía habitualmente en los periódicos y hasta fue portada de las revistas Life y Time. En 1941 la Twentieth Century Fox le contrató para diseñar la secuencia de una pesadilla en la película Moontide, de Fritz Lang; Dalí realizó numerosos bocetos y pinturas, pero justo el día después de comenzar el rodaje, el 7 de diciembre, la Armada Imperial Japonesa atacó Pearl Harbor y, además de 13 buques americanos, hundió Moontide.

Unos años después, en 1944, Dalí regresaba a Hollywood para crear una nueva pesadilla a las órdenes de otro genio, esta vez Alfred Hitchcock. La película en cuestión era Recuerda, protagonizada por Gregory Peck e Ingrid Bergman, y el orondo director tenía muy claro por qué quería a Dalí: “todos los sueños en las películas son borrosos. No son verdad. Dalí diseñaba los sueños tal y como deberían ser... negras sombras, larguísimas perspectivas, todo muy definido; muy real”. Hitchcok y Dalí trabajaron casi un mes en la famosa secuencia onírica, y el resultado forma ya parte de la historia del Cine. La escena es, sin duda, la más recordada de Recuerda.


Destino

Dalí y Disney se habían conocido unos años antes, en 1940, en el transcurso de una cena en casa del productor Jack Warner en Hollywood. Ambos ya se admiraban mutuamente, Dalí pensaba que las animaciones de Disney eran una ampliación del surrealismo, y éste pensaba que él era un verdadero genio, rebosante de imaginación. El mítico y extraño delirio etílico de Dumbo (1941) tiene mucho de Dalí, pero Disney quería más. Quería un proyecto genuinamente daliniano, basado íntegramente en los diseños del pintor. Un proyecto que finalmente comenzó a gestarse en enero de 1946, cuando Dalí empezó a crear oficialmente para Disney en el corto Destino. El trabajo se prolongó durante ocho meses y Dalí diseñó escenarios, personajes, paisajes y objetos en un collage de imágenes oníricas que narran la transformación de una princesa-bailarina y sus avatares por un mundo desértico de sombras alargadas, relojes derretidos, ojos misteriosos, hormigas y tortugas gigantes en busca de su príncipe (“una sencilla historia de amor, donde el chico encuentra a la chica”, en palabras del propio Disney). Pura poesía gráfica, rebosante de romanticismo, lirismo y surrealismo a partes iguales.


Por razones presupuestarias, el visionario proyecto nunca llegó a realizarse, hasta que en 2003 Roy E. Disney (sobrino de Walt) lo resucitó y, partiendo del guión, la música, los dibujos y los story boards originales, logró hacerlo realidad. Desde hace unos años, estos seis minutos y medio nacidos de la magia de dos de los más grandes genios del siglo XX, y que han permanecido olvidados en un oscuro cajón durante seis décadas, pueden ser finalmente admirados por el mundo entero, en la nueva edición en DVD de Fantasía y Fantasía 2000… y en Internet

La espera, sin duda, ha merecido la pena.


martes, 10 de enero de 2017

Tintín y el secreto de Hergé


Afirmar que Tintín es un icono universal que ha trascendido a su tiempo y a su generación no es discutible; como tampoco lo es que detrás de cada historia, de cada viñeta, de cada personaje hay un mundo mucho más profundo, rico, complejo, misterioso, comprometido y real de lo que parece asomar en sus planos dibujos. Las aventuras de Tintín rebosan de guiños, referencias, personajes, críticas, posiciones, ideología, curiosidades. Unos, obvios; otros, no tanto. Aquí intentaremos desentrañar alguno de sus secretos.

Tintín nació el 10 de enero de 1929, en el recién creado suplemento infantil y juvenil Le Petit Vingtième, de la mano y el genio del belga Georges Remi, Hergé (alias que resulta de pronunciar sus iniciales a la inversa, R.G.), y desde entonces ha cosechado, década a década, un éxito inconmensurable. Veinticuatro tomos de 1929 a 1976 (el último, Tintín y el Arte-Alfa, no llegó a terminarse debido al fallecimiento del autor) de los que se han vendido, se calcula, más de 200 millones de ejemplares en más de 60 idiomas, y se han convertido en objeto de culto y coleccionismo en todo el mundo. No está mal para un joven boyscout que empezó a dibujar historietas en los márgenes de sus cuadernos escolares a la temprana edad de 7 años. Pero no estamos aquí para hablar de genios precoces, ni de cifras asombrosas, sino de curiosidades sorprendentes. Por ejemplo, las numerosas influencias del cine, la sociedad, la política, la ciencia, el arte o la amistad que hacen de sus historietas verdaderas crónicas de la historia. Una costumbre que, por cierto, le ha valido a Hergé continuas críticas por sus supuestas posiciones ideológicas (racista, colonialista, machista, nazi, colaboracionista… incluso misógino. ¿Pero es que acaso tenía tiempo el pobre Tintín de buscar novia?).

Ya desde su primera aventura, Tintín en el País de los Soviets, a través de su intrépido reportero Hergé realiza una dura crítica del régimen soviético (elecciones a punta de pistola, opresión, miseria…), siguiendo el espíritu belga de la época. "De esta magnífica ciudad que era Moscú he aquí lo que los Soviets han hecho, un suburbio infecto" denuncia Tintín mientras camina por una calle devastada. Ello le colgó a Hergé la etiqueta de “derechista”, aunque criticó con idéntica dureza los regímenes fascistas en El Cetro de Ottokar, donde además de la estética nazi, la mentalidad bélica y la obsesión anexionista de Borduria frente al pacífico reino de Syldavia, hay una clarísima alusión en el personaje de Müsstler (Mussolini + Hitler). Y tampoco se libran las dictaduras latinoamericanas, encarnadas por las repúblicas de San Theodoros y Nuevo Rico en La oreja rota, una aventura inspirada directamente en el conflicto de la Guerra del Chaco, que entre 1932 y 1935 enfrentó a Bolivia y Paraguay por el control del Chaco Boreal.  
El asunto del colonialismo paternalista, muy belga en aquellos años 30, se deja entrever en historias como Tintín en el Congo, por el que fue (y aún hoy es) tildado de racista, aunque en ediciones posteriores se suavizó la apología colonialista. Y también toma posiciones Hergé en otros temas polémicos, como la ocupación japonesa en China en El Loto Azul (influido por su amigo Tchang Tchong-Jen, que introdujo a Hergé en la cultura china), la situación de los judíos y los palestinos en Tintín en el país del Oro Negro, la guerra fría en El Asunto Tornasol (incluyendo un extraño “culto al bigotismo”, al más puro estilo Lenin) o la mafia del Chicago gansteril en Tintín en América, donde, por cierto, encontramos al único personaje basado en la realidad que aparece con su nombre sin modificar: Al Capone.

Pero no todo es política y polémica en las aventuras de Tintín y en las desventuras de Hergé. También hay marxismo. El de los Hermanos Marx, claro. Un humor absurdo que se plasma literalmente en algunas viñetas, como las cáscaras de plátano que Harpo lanza bajo los pies de sus rivales en Plumas de Caballo (1932) y que Tintín repite en Los cigarros del Faraón; o la guerra entre Fridonia y Silvania en Sopa de Ganso y su escena de la explosión en el depósito de municiones, que Tintín repite en El País del Oro Negro. El gran Chaplin también tiene su hueco en Tintín: las visiones delirantes de Charlot creyendo ver a su compañero convertido en un pollo, en  La Quimera del Oro, inspiran la escena en la que el capitán Haddock, bajo el sol asfixiante del desierto, imagina a Tintín como una refrescante botella de Burdeos, en El Cangrejo de las Pinzas de Oro.

Otra de las principales influencias de Hergé a la hora de buscar inspiración para documentar sus historias fueron la prensa y las revistas, especialmente National Geographic. Los paisajes y personajes incas de El Templo del Sol están sacados de las acuarelas que el dibujante H. M. Herget publicó en el número de febrero de 1938. También los buzos que aparecen en El Tesoro de Rackham el Rojo, o Abdallah, el hijo del emir en El País del Oro Negro, que en realidad era el pequeño rey de Iraq, Feisal II. Otras apariciones curiosas está extraídas de la propia vida de Hergé: colaboradores convertidos en momias (Edgar P. Jacobs en Los Cigarros del Faraón), traficantes de armas de la época (Basil Bazaroff, representante de la Vicking Arms C.Ltd., que en la vida real era Basil Zaharoff, dueño de Vickers Amstrong Ltd., quien contribuyó a provocar  varios conflictos en la I Guerra Mundial para potenciar su negocio); el propio Hergé y sus amigos Jacobs y Melkebeke (en la recepción del Rey Muskar II en El Cetro de Ottokar), los ruidosos rallyes que el autor sufría en su mismísimo hogar (en Stock de Coque), un fiel y afortunado lector de Talence, llamado Jean Tauré (que aparece como periodista en Las joyas de la Castafiore) y, unidos en una misma viñeta, los héroes de Hergé versión carnaval: Mickey, Donald, Asterix, Snoopy y Groucho Marx. Y, como curiosidad final, después de atravesar una profunda depresión debido a su divorcio, Hergé dibujó su obra más personal y la única en la que no había “malos”: Tintín en el Tíbet.

El dibujante belga poseía un impresionante archivo personal con cientos de fotos y recortes de prensa de donde sacaba buena parte de sus ideas a la hora de crear personajes, situaciones, paisajes o ingenios. Por ejemplo, el entrañable y despistado profesor Tornasol está basado en el inventor y aventurero suizo Auguste Piccard, célebre por su pionera ascensión a la estratosfera en una cápsula presurizada colgada de un globo, con la que llegó a alcanzar los 15.971 metros de altura en 1932; en 1937 inventó un batiscafo y en 1953 descendió a más de 3.000 metros de profundidad. Para la creación de los agentes Hernández y Fernández (Dupond et Dupont en el original), que no son ni gemelos ni hermanos, Hergé se inspiró en una foto del diario francés Le Miroir, donde aparecen dos agentes de la policía, con bombín y bigote, deteniendo a un peligroso delincuente. Otros personajes secundarios, como el periodista André, los hombres leopardo, marineros o maquinistas; y también motores, piezas de museo o prototipos de submarinos, literas espaciales y trajes de astronauta están extraídos directamente de fotografías reales, dando cuenta del nivel de detalle y perfeccionismo del genial Hergé. Como la mismísima mansión del Capitán Haddock, Moulinsart, que no es sino una versión ‘abreviada’ del Castillo de Cheverny. Y hasta su marca de whisky escocés, Haig’s Gold Label, tan real como “¡mil millares de mil millones de rayos y truenos!, ¡ectoplasma, rocambole, especie de calabacín diplomado!”

Gran maestro e inspirador de Hergé fue también Julio Verne, al que siguió sus pasos como precursor de los viajes espaciales. Entre 1950 y 1953 se publicaron Objetivo: la Luna y Aterrizaje en la Luna en cuya documentación el perfeccionista dibujante trabajó hasta el agotamiento. El resultado fue sorprendentemente parecido a la realidad… ¡quince años antes del alunizaje del Apolo XI! Hasta tal punto que la revista Paris Match encargó a Hergé, después de que Neil Armstrong dejara su mítica huella en la superficie lunar, una historieta-reportaje narrando la siguiente misión espacial, la del Apolo XII. Y no sólo eso, en 1982 la Sociedad Belga de Astronomía bautizó con su nombre el planeta descubierto en 1953 por el astrónomo Silvain Arend. El planeta Hergé está situado entre Marte y Júpiter.


Como todos los genios, Hergé tiene su legión de necios conjurados; pero su legión de rendidos fans -muchos verdaderos tintinólogos- sobrepasa con creces la de los envidiosos, y probablemente la de cualquier dibujante de comics. Aunque Hergé fue mucho más. Fue un gran conocedor de la fauna humana, un creador de personajes únicos, vivos, ricos en matices, y un inteligente cronista de los aconteceres de su época. Hoy, 84 años después de su nacimiento, su obra sigue siendo patrimonio de millones de personas; y dentro de 84 años aún continuará siéndolo.

martes, 3 de enero de 2017

Leonardo da Vinci: genio de muchas almas



Leonardo Da Vinci fue un “hombre de muchas almas”, según expresión de la época. Fue, en efecto, muchas cosas y en todas puso el alma. Pintor, escultor, músico, arquitecto, urbanista, ingeniero militar, científico, anatomista, matemático, naturalista. Y también inventor fecundo y polifacético, precursor del automóvil, la bicicleta, el tanque, las cadenas articuladas, el batiscafo, la ametralladora y la aviación. Fue genio y hombre, perfeccionista y caótico, apasionado y curioso. Siempre artista. Y, ante todo, un enamorado de la vida.

Tal vez suene a tópico afirmar que Leonardo Da Vinci nació en el lugar adecuado y en la época propicia para desarrollar su infinita capacidad creadora. Pero así es. En el año 1452 Italia era un mosaico de ciudades-estado, pequeñas repúblicas y feudos bajo el poder de los príncipes o el papa. Todos ellos amaban dos cosas: la guerra y el arte. Así que hacían la guerra para conquistar poder y riquezas; y con éstas compraban el arte que hacía resplandecer aquél. El abono ideal para un genio renacentista. Un talento inusual, el de Leonardo, que su padre le descubrió de niño (cuando se topó con un dibujo de Medusa tan realista que casi le derriba del susto) y que potenció enviándole, a los 14 años, al taller de Andrea del Verocchio en calidad de aprendiz.
            A lo largo de seis años, aprendió del maestro todo lo que éste le pudo enseñar sobre pintura, escultura, técnicas y mecánicas de la creación artística. Cuando Leonardo abandonó el taller para comenzar su carrera como artista libre, el discípulo ya había superado al maestro. Tras unos años desarrollando sus habilidades en Florencia, en 1482 se presentó ante el poderoso Ludovico Sforza, dueño y señor de Milán, para quien trabajaría durante diecisiete años como “pictor et ingenierius ducalis”. Y aunque oficialmente su principal ocupación era la de ingeniero militar, sus proyectos abarcaron la hidráulica, la arquitectura, la mecánica, además de la pintura y la escultura.

Es en esta época cuando su verdadero talento artístico comienza a deslumbrar. Lo que él consigue, está más allá de su tiempo. Leonardo funde magia y técnica, razón y arte en una nueva y revolucionaria técnica: el sfumato. Difumina sombras y luz, disolviendo los contornos de los objetos con la atmósfera que los rodea. Esta alquimia prodigiosa de la luz nos descubre una realidad más poética, rebosante de sensibilidad, de vida y ciencia. Porque para él la belleza no se limita al arte. Como describe Dimitri Merezhkovski en su novela biográfica El romance de Leonardo, “Veía con el mismo goce la fuerza desarrollada por las máquinas, ruedas, palancas, resortes, correas, cilindros de hierro o engranajes, que la fuerza del Espíritu por la que se mueven los mundos”.
            Esta mezcla obsesiva de arte y ciencia lleva a Leonardo constantemente de un extremo a otro, sin orden aparente. Acaba de dibujar el rostro de la Virgen María en el momento de escuchar la anunciación del arcángel -su cabeza sutilmente coronada, la encantadora belleza de sus rizos, el misterio de sus ojos- y de pronto entra un criado gritando con excitado entusiasmo “¡Monstruos, meser Leonardo, os traigo monstruos!”. Y aparece con una pléyade de horribles mendigos que posarán a cambio de cena y vino. Y Leonardo deja de lado el bello rostro y se sienta con los monstruos, los observa con profunda y ávida curiosidad y, cuando ya borrachos muestran su peor expresión, toma papel y dibuja sus caras con el mismo lápiz que unos minutos antes acababa de retratar la divina sonrisa de la Virgen María. Y es que, para Leonardo, belleza y fealdad son las caras de una misma moneda: el arte, la ciencia. “Una gran fealdad es tan rara entre los hombres como una gran belleza; lo mediocre es lo frecuente.”

Leonardo es, ante todo, gran observador. (“Mira, instrúyete, observa para conocer la expresión de todos los sentimientos humanos” aconseja a sus discípulos). Con curiosidad casi matemática busca expresiones, reacciones, rostros, modelos; anota sus observaciones, dibuja, analiza. Llena cientos de cuadernos (códices) con bocetos, ideas y escritos que siglos más tarde nos acercarán a la verdadera dimensión de su genio. Pero su trabajo es caótico, de tan prolífico. Lo quiere abarcar todo y la mayoría de lo que empieza queda sin terminar. Se puede pasar días trabajando en la cabeza del apóstol San Juan, en La última cena, y cuando le queda el toque final se queda en casa estudiando el vuelo de los abejorros o las moscas; y examina la estructura de sus alas tan profundamente que descubre que las patas traseras les sirven de timón: un hallazgo que aplicará a su máquina voladora. De seguido, se olvida de la mosca y se vuelca en un escudo para la Academia Milanesa de pintura. A veces, durante días observa y dibuja gatos, sus posturas y costumbres; o contempla con idéntica curiosidad los peces y otros animales acuáticos en una pecera. O el vuelo de un halcón cayendo en picado sobre su presa, movimiento que rápidamente dibuja en su cuaderno. Es diverso e inconstante (“genio del desorden”); y se asombra de todo, alegre y ávidamente, como un niño.

Sabe de todo y todo le atrae. Es capaz de planificar una ciudad para 35.000 habitantes con calles de dos alturas o proyectar un canal que une el río Ticinio con el Sesia para regar las praderas de Lomellina; puede diseñar un carro de combate con imposibles cuchillas o un ingenio mecánico que mide los segundos con asombrosa precisión; y también mostrar las proporciones del hombre perfecto o escudriñar sus músculos y huesos previa disección.

Pero su verdadera obsesión (y frustración) es volar. Y al diseño de una máquina voladora dedica largas horas de investigación y meditación. Curvado sobre su mesa de trabajo, hundido en sus pensamientos, acariciándose con sus finos dedos y gesto lento su larga barba ondulada, observa a través de la ventana el vuelo de una golondrina: “¡qué fácil, qué sencillo!” se maravilla, acompañándola con la mirada, envidioso y triste; luego contempla en su cuaderno el gigantesco esqueleto de murciélago de su último intento y se pregunta si lo logrará algún día. Su ayudante ejerce de piloto de pruebas; sube al tejado, se coloca alrededor del cuerpo vejigas de buey y cerdo para no romperse los huesos, levanta las alas y, empujado por el viento, vuela escasos metros, agita los pies en el aire y cae verticalmente sobre un montón de estiércol, reventando todas las vejigas con gran estrépito. “¡Esta máquina nos conducirá a todos a la ruina!” exclama, cuando logra sacar la cabeza del pestilente montículo.

Hacia 1499 su protector, Ludovico, pierde el poder y Leonardo regresa a Florencia tras 20 años de ausencia. Allí entabla amistad con Maquiavelo y trabaja para César Borgia y su desmesura guerrera. Continúa pintando, por libre y por encargo, y continúa también dejando obras inconclusas (La batalla de Angheri). No es el caso de su pintura más sublime, perfecta y querida. A lo largo de tres años, en las tardes brumosas de luz tenue, el maestro prepara con desacostumbrado mimo pinceles y pinturas en espera de la hora (“hoy la luz y las sombras parecen hechas para su rostro”); invita al estudio a los mejores músicos, cantantes y poetas para distraer y evitar el aburrimiento de la dama, una mujer de unos 30 años, vestida con un traje sencillo y oscuro, un ligero velo transparente que baja hasta la mitad de la frente. Es monna Lisa, la Gioconda; hija de Antonio Gerardini y esposa de Francesco di Giocondo.
Leonardo ha pasado ya la cincuentena, pero se impacienta como un niño en espera de su premio del día. Cuando llega, piensa que la viviente monna Lisa le parece menos real que la retratada en el lienzo. Tal es el grado de perfección que ha logrado otorgar a la pintura. Lo esencial del parecido reside menos en los rasgos del rostro que en la expresión de los ojos y la sonrisa. Una sonrisa que ya había reflejado en su Eva, y en el ángel de la Virgen de las Rocas, y en Leda y en muchos otros rostros femeninos antes de conocer a la Gioconda; como si toda su vida, en todas sus creaciones, hubiera buscado el reflejo de su propio encanto y lo hubiese encontrado al fin en el rostro de la monna Lisa. Una sonrisa llena de misterio, serena, semejante a un agua tranquila y transparente; y al mismo tiempo irreal, lejana, extraña. Una sonrisa que se refleja en el alma del propio Leonardo. Igual que su mirada.

Sus años finales los pasa Leonardo en Amboise como “pintor, ingeniero y arquitecto oficial” del rey francés Francisco I. Se lamenta de la dispersión de su obra, de la multitud de proyectos inacabados. Trata de concluir sus estudios para construir una máquina voladora, con la esperanza de que la creación de las alas humanas salvaría y justificaría toda la labor de su vida. Se entrega a la tarea con tenacidad, sin pensar en la muerte, dominando la enfermedad; olvidándose de comer y dormir, pasa noches enteras haciendo cálculos y dibujos. Pero el agotamiento acaba por minar sus fuerzas. El 23 de abril de 1519, sábado de Pasión, manda llamar a un confesor y a un notario, para quedar en paz con Dios y con el mundo.
Escasos días después, en la mañana del 2 de mayo, ante Fray Guillermo y su discípulo Francesco Melzi, su corazón deja de latir. Su rostro conserva esa expresión de serena y profunda atención que Leonardo mostraba con tanta frecuencia. Recibe sepultura en el convento de San Florentino, aunque pronto su tumba –y su memoria- fue quedando olvidada en el tiempo. Su fiel Francesco escribió: “Creo que todos deben afligirse por la pérdida de un hombre tan extraordinario como no volverá a haber jamás. ¡Dios mío, concédele eterno reposo!”