miércoles, 25 de noviembre de 2015

Lo Que De Verdad Importa: mucha gente buena (y contagiosa)




“La vida no son los momentos vividos sino las personas que has ido conociendo por el camino”. No recuerdo cuándo ni cómo ni a través de qué o quién me llegó esta frase. Sólo sé que fue hace relativamente poco y que la adopté como propia al instante. Como propia y como cierta, al menos estos últimos años. Porque desde que asistí a mi primer congreso de Lo Que De Verdad Importa, allá por el año 2009, no he hecho más que conocer gente excepcional. Gente buena, generosa, entregada, bondadosa, valiente, tenaz, inspiradora; y con una capacidad inconmensurable de darse a los demás, sin pedir nada a cambio más allá de una sonrisa, un abrazo o un ‘gracias’.


Hablo, por supuesto, de los ponentes que han pasado por los congresos, extraordinarios ejemplos de lo que de verdad importa, y cuyas historias he tenido el inmenso privilegio de escribir. A muchos de ellos, además, he tenido la suerte de conocer en persona: Pablo Pineda, Nando Parrado, Irene Villa (y su madre, Mariaje, un fenómeno), Lucía Lantero, Pedro García Aguado, Marimar García, Jorge Font, Shane O’Doherty, Kyle Maynard, la familia De Villota, Bosco Gutiérrez Cortina, Antonio Rodríguez "Toñejo", Anne Dauphine Juliand, Miriam Fernández… Con todos ellos he compartido charlas, abrazos, canapés, confidencias, canciones, anécdotas, risas… Y de todos ellos he aprendido lecciones de vida valiosísimas, de esas que no se aprenden en los libros, de esas que sólo se aprenden por contacto, por conexión, por contagio.


Pero lo excepcional de esta gran familia que es la Fundación Lo Que De Verdad Importa no está sólo encima del escenario. Está, sobre todo, detrás. Y delante. Son María Franco, Pilar Cánovas y Carolina Barrantes, y todo su equipo de locas maravillosas, que han conseguido imposibles durante estos 9 años; y lo que les queda. Son los patronos y los patrocinadores y el presidente y los colaboradores y los voluntarios. Son los fans incondicionales, que siempre están ahí, que siempre estarán ahí, para lo que haga falta. Son los miles de jóvenes que han pasado por los congresos, que abarrotan cada auditorio edición tras edición y que se van a casa con la lección bien aprendida; y que nos van a dar mil vueltas cuando lleguen a nuestra edad, porque ellos han sabido mucho antes que nosotros lo que de verdad importa.

Mucha gente buena como la que abarrotó ayer en el Palacio de Congresos de la Comunidad de Madrid. Más de 2.000 jóvenes y no tan jóvenes predispuestos al contagio. Que bailaron y corearon ese himno inmortal a la solidaridad que es Stand By Me, y que nos regaló el gran Clarence Bekker, voz y alma de la Fundación Playing For Change, para abrir el Congreso. Un comienzo perfecto para ir ambientando la jornada.


Gente buena como Alexia Vieira, una “adolescente normal” –rebelde, mala estudiante, tenaz y valiente, muy valiente, eso sí- que se reinventó en alma de la Fundación Khanimambo (‘gracias’), y que lleva 9 años dando esperanza, futuro y alegría a miles de niños en Mozambique. Alexia nos dio una valiosa lección de coraje, de confianza, de amor; de lo que es dar y recibir; de magia, de sonrisas y sueños cumplidos, por muy imposibles que parezcan. Nos enseñó que tenemos que abrir más nuestro corazón, a todos, a todo. Y que hay que dar las gracias cada día, cada minuto, por la suerte que tenemos. Y que hay que sonreír. Sonreír todo el tiempo. Una enseñanza que ellos, los niños de Khanimambo, tienen perfectamente aprendida.

Gente buena como Jennifer Teege, que tuvo el coraje de compartir abiertamente su escalofriante historia. Una historia que comenzó a sus 38 años, el día que descubrió por casualidad que era nieta de un monstruo, uno de los nazis más despiadados que dirigieron los campos de exterminio: Amon Goeth. Una verdad cruel y escalofriante a la que tuvo que enfrentarse, con la que tuvo que luchar (depresiones, contradicciones, miedo, asco…), con la que tiene que vivir. Jennifer, a quien su propio abuelo habría matado por el solo hecho de ser negra, nos recordó que aprender del pasado es la única fórmula para no repetirlo; y no hemos estado tan lejos de hacerlo en las últimas décadas.

Gente buena como Enhamed Enhamed, a quien perder la vista a los ocho años no le ha impedido coleccionar records y medallas de oro en la piscina olímpica (“No perdí la vista, gané la ceguera”). Ni le han quitado un ápice de ese sentido del humor, desbordante y contagioso, que inundó el escenario y se llevó al público de calle (un verdadero crack). Y que nos enseñó el valor del esfuerzo y de la ilusión, que todo lo que sea fácil es enemigo de lo bueno; que el miedo hiere más que aquello a lo que temes; y que los éxitos sólo merecen la pena si se comparten. Y, sobre todo, a través de su inseparable perrita Adele, nos enseñó el inestimable valor de la confianza ciega; no sólo para quien no puede ver.

Gente buena como Pedro García Aguado, que forma parte de la familia de LQDVI casi desde el principio. Un gran tipo, en todos los sentidos. Otro valiente, que superó su adicción al alcohol y a las drogas -a las máscaras, a la falsedad, al oropel- a base de echarle valor y valores a su vida rota. Un tipo que ha visto cosas que no creeríamos, y que se ha enfrentado a ellas a cara descubierta; que ha hecho de su debilidad pasada su causa presente, por y para los jóvenes, que son el futuro de todo. Una vida nada fácil, la de Pedro, ni en el éxito (el esfuerzo, el sacrificio, la presión) ni en el fracaso (la adicción, la familia, la pérdida), que ha sabido convertir en una lección impactante y necesaria, de las que no se pueden ni se deben olvidar.

Y una lección extra e inesperada. Andrés Marcio. Un fenómeno de apenas 13 años que nos dio a todos una lección magistral de madurez, de sentido del humor, de inteligencia emocional, de valentía, de alegría de vivir. Un niño pegado a una silla de ruedas por culpa de una enfermedad degenerativa y cruel (que ha paralizado su cuerpo casi por completo), y pegado también a una sonrisa perenne y luminosa. Andrés nos dio, quizá, la lección más potente y contagiosa del día. Gracias, Marta Barroso, por traérnoslo.

Mucha gente buena, sí, la que se junta alrededor de Lo Que De Verdad Importa. De esa que te pega sólo cosas buenas, valiosas, importantes. De esa que, sencillamente, te hace mejor persona. Por puro contagio. Y ahí estamos desde hace años, a ver si se nos contagia algo. O mucho.




martes, 3 de noviembre de 2015

Bethany Hamilton: alma de surfer

Bethany Hamilton estaba predestinada a las olas desde que llegó a este mundo. Nació en la cuna del surf, Hawaii, de padres surferos, y desde niña se rodeó de hermanos, amigos y vecinos surferos. A los ocho años ya competía -y ganaba- en las salvajes olas de Oahu; luego siguieron decenas de campeonatos y de trofeos. Cuando cumplió trece, un tiburón envidioso reclamó su propio trofeo: el brazo izquierdo de Bethany. Sólo tres meses después estaba compitiendo de nuevo. Con un brazo menos, pero con una fe, un coraje y un espíritu que han conmovido al mundo entero, dentro y fuera del mar.


La noche era clara y tranquila en la playa de la costa norte de Kauai aquel 31 de octubre de 2003; las olas rompían sin saña, limpia y suavemente. Un grupo de amigos celebraba la noche de Halloween en la blanca arena. Todo iba bien, hasta que el mar, siempre el mar, lanzó esa poderosa llamada de la que ningún surfer puede librarse si realmente tiene agua salada en las venas. Bethany escuchó el canto de sirenas y entró al agua, como cualquier otro día. No había motivo alguno de preocupación, no se percibía ni el menor rastro de peligro en el horizonte. Las olas eran pequeñas e inconsistentes y Bethany aguardaba la serie recostada sobre su tabla, relajada, con su brazo izquierdo buceando dentro de las oscuras aguas. 

Lo que sucedió después duró apenas un segundo. Sintió una enorme presión en el brazo y un par de rápidos tirones; luego, el mar teñido de rojo brillante a su alrededor. Sorprendentemente, Bethany mantuvo la calma. Su brazo izquierdo había desaparecido, arrancado casi hasta la axila, junto con un buen pedazo -rojo, blanco y azul- de su tabla de surf. No recuerda con claridad cómo llegó hasta la playa, pero sí lo que el enfermero le susurró al oído en la ambulancia, con voz suave y tranquilizadora: “Dios nunca te va a abandonar”. Estaba en lo cierto, porque ya desde los cinco años aceptó a Jesús en su corazón y nunca, ni antes ni después del tiburón tigre, la había abandonado.

Esta ayuda extra, además de una inconmensurable dosis de coraje, determinación, sacrificio, corazón y agallas -desde luego impropias en una niña de trece años-, obró el milagro. Después de haber perdido el brazo y un 60% de su sangre, y tras haber superado varias operaciones sin infección alguna, Bethany salió del hospital con la firme determinación de volver al agua, a sus olas, con urgencia. Nada de traumas, nada de depresión, nada de excusas. Una fuerza de espíritu que dejó absolutamente descolocados a los médicos y socorristas, que sólo encontraron una explicación: su pasión por el surf y su fe en Dios.



Un mes después del ataque, el 26 de noviembre, Bethany regresó a las olas, a su sueño de convertirse en surfer profesional. Tuvo que entrenar muy duro, aprender a remar con un solo brazo, encontrar un nuevo equilibrio sobre la tabla, redefinir su estilo. Su ejemplo de superación trascendió a la prensa y a la televisión y su nombre comenzó a resonar dentro y fuera del agua. En enero volvió a la competición, y en plena forma: quedó quinta en aquel primer campeonato. Continuó la temporada escalando puestos en el ranking, siguiendo un camino que ya tenía trazado antes del tiburón y que éste no logró desviar ni un milímetro. Si acaso le proporcionó aún más fuerza y determinación para alcanzar su meta, su sueño. Un año después de aquel fatídico 31 de octubre, Bethany ganó su primer título nacional.

Entre competición y competición, entre ola y ola, Bethany tenía todavía tiempo para aparecer en los principales programas de la televisión (del mítico Good Morning America a la MTV o al Show de Oprah Whinfrey), recibir multitud de galardones y homenajes (del mundo del surf, del deporte y de toda la sociedad), escribir su –incompleta- autobiografía (Alma de Surfer, en la que se ha basado la película Soul Surfer), visitar Tailandia para echar un cable tras el tsunami y dar incontables charlas motivadoras en universidades, comunidades e iglesias. 


En 2007 cumplió su sueño de hacerse surfer profesional, carrera que hoy continúa compaginando con su condición de luchadora ejemplar e inspiradora para libros (algunos escritos por ella misma), documentales y películas sobre su vida. Por supuesto, sigue viajando por todas las playas del mundo, en competición o en busca de buenas olas y mejores causas (en misión de ayuda a las comunidades necesitadas, a través de su propia fundación Friends Of Bethany). Ahora, desde hace apenas unos meses, Bethany tiene una nueva causa que añadir a su lista: su hijo Tobias. Con toda seguridad, aprenderá a surfear las olas de Hawaii antes incluso de aprender a andar.


La historia de Bethany Hamilton está incluida en mi libro "La muerte del egoísmo".