viernes, 30 de octubre de 2015

Apoyar el deporte minoritario. Una causa justa y necesaria.



Hace unas semanas tuve la gran fortuna de ser invitado a un evento de apoyo a los deportes minoritarios. Estaba organizado por Marca y MasterCard, dentro del programa “Patrocínalos”, que es una iniciativa tan romántica como desgraciadamente necesaria. Y digo desgraciadamente porque no es bueno que deportistas de élite como Jonathan, Anna, Amber, Leticia o David, o cientos más, que han cosechado importantes éxitos a nivel nacional, internacional e incluso olímpico, no es bueno, digo, que tengan que depender del crowdfunding para poder alcanzar sus metas, para poder cumplir sus sueños, que también son los nuestros. Desgraciadamente –insisto- en España no existe esta cultura de apoyo al deporte de base, o al deporte minoritario, o emergente, que sí se da en otros países (y no sólo EEUU). Ni por parte de las administraciones, ni por parte de los colegios y universidades, ni por parte de los patrocinadores, ni por parte de los medios de comunicación. Sobre todo, los medios de comunicación. Salvo excepciones puntuales, parece que más allá del fútbol, del omnipresente y sobrevalorado fútbol, no hay sino un enorme vacío de ignorancia en nuestras televisiones, radios y diarios. Incluso los deportivos.

Viene a mi mente, como un oportuno flashazo, aquella portada de El País Semanal de verano de 1988, justo antes de los Juegos de Seúl, en la que aparecían todas nuestras medallas de oro olímpicas: Seis en total. Seis. José Alvarez de las Asturias Bohorques (mi abuelo, de ahí que guarde esa portada como un verdadero tesoro), que la ganó en hípica por equipos, junto a García y Navarro, en Amsterdam 1928; Paco Fernández Ochoa, en Sapporo 1972; Abascal y Noguer en Moscú 1980; y Doreste y Molina en Los Angeles 1984. Punto. En 84 años de Olimpismo moderno. Luego llegó Barcelona ’92 y el Plan ADO demostró que sí, que si contamos con medios podemos dar mucho más. Pero fue un sueño breve. 
Con ADO o sin ADO, lo cierto es que nuestros deportistas sí dan mucho más. En la Olimpiada o fuera de ella: trial, kitesurf, windsurf, badmington, kárate, patinaje, piragüismo, triatlón… Disciplinas todas ellas en las que podemos presumir de campeones del mundo, aunque no lo apreciemos -incluso lo ignoremos- en nuestro propio país. Campeones anónimos que viven del esfuerzo, de la ilusión, de la pasión, del sacrificio sin límites… y casi siempre de la generosidad y la fe inquebrantable de sus familias. Y poco más.

Es la historia común de cientos de deportistas en España, que no pueden ser profesionales porque no tienen el apoyo necesario. Y de ahí que la iniciativa de Marca y Mastercard sea tan bienvenida para Jonathan, Anna, Amber, Leticia o David.

Es la historia de Jonathan “Maravilla” Alonso, que hace un año dio el salto al boxeo profesional después de una carrera amateur plagada de éxitos (y ante la incomprensión de su abuela: “¿Vas a pagar 35 euros a un gimnasio para que te peguen?"). Gran defensor de los valores del boxeo (“Te enseña respeto, disciplina, constancia y sacrificio; además, es el único deporte en el que dos rivales comienzan golpeándose y acaban abrazándose"), envidia a países como Estados Unidos, donde un cadete con futuro ya tiene un patrocinador; él, que tuvo dificultades hasta para comprarse unos guantes o viajar para poder entrenar con sparrings de su nivel.

También la historia de Anna Sanchís, cinco veces campeona de España de ciclismo, a quien los desplazamientos para competir tenía que patrocinárselos su padre; y que no pudo asistir a los JJOO de Londres por falta de recursos, aunque tenía nivel incluso para haber luchado por una medalla. Con esfuerzo, dedicación y sacrificio ha llegado a disputar grandes carreras como el Giro de Italia, donde en 2008 quedó séptima. Ahora, su meta es hacer historia en el Campeonato Mundial de Ciclismo en Ruta, que se disputará en Richmond a finales de septiembre.


Y la historia de Amber Mirambell, un pionero, un valiente. Fue el primero, y casi el único, en un país sin tradición por el skeleton (y también sin  instalaciones, sin material, sin federación), que tuvo que enfrentarse a innumerables problemas para cumplir su sueño. En 2005, por ejemplo, antes de viajar a los JJOO de Innsbruck tuvo que fabricarse sus propias zapatillas clavando unos ralladores de queso y una lija en sus viejas bambas de atletismo. Hoy, tras cuatro temporadas viajando por el mundo, ha logrado consolidarse en la élite de este deporte. Participó en los Juegos de Invierno de Sochi 2014 y su nuevo sueño es llegar a Pyeongchang en 2018.

El sueño de Leticia Canales, su pasión, su motor, es el surf. Desde que se subió a una tabla casi antes de empezar a andar, su vida fueron las olas. El agua de mar se metió en sus venas y lo que empezó como un entretenimiento (apasionante, eso sí), no tardó en convertirse en entrenamiento para la competición. Tenía 10 años. Hoy, 9 años después, la actual campeona de España tiene muy clara su meta: primero Europa, y luego el mundo. Seguir progresando y aprendiendo y entrar en el top 17 de la WSL (World Surf League). Seguro que lo consigue. Ahí tiene el ejemplo de su paisano Aritz Aramburu, primer español en entrar en el top 30 del surf mundial, enfrentándose a leyendas como Kelly Slater. Una lucha, la de Leticia, doblemente meritoria, en un país de escasa tradición profesional (mucha afición, eso sí; en la que me incluyo) y en un deporte tradicionalmente masculino.



David Casinos, además de atleta español, es ciego. Lo que supone un doble hándicap en cuanto a recursos se refiere. O triple, porque David está obligado a llevar consigo en todo momento y lugar una persona de apoyo. Luchador nato, no se resignó a su suerte y decidió sacarle todo el jugo a la vida. Y al deporte. Ha sido campeón de Europa de lanzamiento de peso en cuatro ocasiones, campeón del mundo en otras tantas y acumula tres medallas de oro en los Juegos Paralímpicos (en los que, por cierto, España sí es una potencia mundial). Es, además, un ejemplo de motivación, positivismo y buen humor.

Aquella mañana, tras haber escuchado los impactantes e inspiradores testimonios de estos cinco deportistas excepcionales (y llevarme también un regalo inesperado: la licra firmada de Leticia Canales) uno sólo podía pensar en una cosa: a ejemplos como estos hay que darles visibilidad, mucha visibilidad; hay que darles minutos en prime time, retransmisiones, reportajes; hay que darles portadas, columnas, artículos; y presencia en las conversaciones de bar. Tenemos, sobre todo, que apoyarlos, subvencionarlos, valorarlos. Es lo menos que podemos hacer para agradecerles todo su trabajo, su ilusión y sus logros. De verdad que se lo merecen.





domingo, 18 de octubre de 2015

Amar hasta que duela. La lucha del misionero Christopher Hartley Sartorius


“Todo lo que no se da, se pierde”. Son las palabras que abren el último libro de Dominique Lapierre, India mon amour; ocho palabras que encierran en cada letra todo el alma generosa y espiritual de ese misterio gigantesco y extremo que es la India. “Todo lo que no se da, se pierde”. ¿Se lo imaginan, aplicado a nuestro día a día; al de todos y cada uno de nosotros en todas y cada una de nuestras acciones? Imposible, ¿verdad? Inalcanzable. Lejanísimo. Ajeno, cuando menos. “Que den los otros -justificaremos- que bastante tengo con lo mío”. Y será verdad. El libro de Lapierre continúa con una anécdota implacable, que desmorona nuestra vaga excusa como un castillo de naipes bajo los efectos de un terremoto grado 9 en la escala de Richter. Una niña que vuelve de la escuela, cargada de libros y cuadernos, probablemente sin haber probado bocado desde la mañana; y no mucho, tampoco, el día anterior. El escritor le ofrece una galleta que ella agradece “como si le hubiera puesto la luna en la mano” y sigue su camino. A los pocos pasos, la niña se cruza con un perro famélico, sin pensárselo un segundo parte la galleta en dos y le da la mitad al pobre animal. “La India me acababa de dar la lección más bella de todas acerca de lo que significa compartir”, remata Dominique Lapierre.


“Todo lo que no se da, se pierde” dice el proverbio indio. “Ama hasta que te duela. Si te duele, es buena señal” decía la Madre Teresa de Calcuta. Amar, dar, darse... Vivimos en un mundo que parece venerar justo el extremo opuesto de lo que aquella niña india o la Madre Teresa nos quisieron enseñar. Afortunadamente, algunos seres humanos –muy humanos- nivelan la balanza hacia el lado de lo extraordinario. El misionero español Christopher Hartley Sartorius, por ejemplo, que lleva dándose a los demás desde que se ordenó sacerdote. Eligió el camino espinoso, antes que el purpurado. Primero, en el Bronx; durante 13 años sirvió a los más pobres y marginados de la comunidad hispana en este barrio neoyorquino; allí se ganó el respeto y el cariño de todos sus feligreses y también de los que no lo eran. El secreto es que a unos y otros el padre Christopher los amaba por igual, y a unos y otros se daba por igual.

“Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal”. Una lección que el misionero aprendió (y practicó) sobradamente al lado de Madre Teresa, en los años que compartió con ella en Calcuta. Allí conoció la más profunda miseria, y también el más profundo amor; y lo aprendió directamente de quien mejor lo conocía y quien mejor lo ejercía. “Ella para mí fue, sobre todo, madre; madre de mi vocación. Me enseñó a amar con un amor que yo jamás había conocido. Me enseñó que el amor es terco y tenaz. Me enseñó a reconocer el rostro del Crucificado en cada pobre. Que la vida es don y por eso sólo tiene sentido cuando se entrega. Me enseñó que la vida es una maravillosa aventura y que sólo de nosotros depende vivirla apasionadamente o conformarnos con existencias irrelevantes.”

Vida de bestias
El padre Christopher siempre ha elegido vivir su vida apasionadamente y, desde luego, su existencia no ha sido irrelevante. Ni para los habitantes del Bronx, ni para los pobres de Calcuta ni, sobre todo, para los trabajadores del azúcar en los bateyes dominicanos. El 5 de septiembre de 1997, justo el día en que murió la Madre Teresa, él llegaba a un nuevo rincón de miseria: San José de los Llanos, en la República Dominicana. Allí, los emigrantes haitianos que acudían a los cañaverales –a menudo engañados o directamente forzados-, malvivían en condiciones de semi esclavitud, explotados como animales, trabajando jornadas de catorce horas por unos céntimos, hacinados en barracones sin luz ni agua ni camas; ni dignidad. “Viviendo vida de bestias”. El padre Christopher luchó por ellos y por sus derechos, se enfrentó a los señores de las plantaciones (la familia Vicini y otras) y logró llevar luz y agua a 60 poblados, crear comedores para los niños y, por primera vez en la historia, un contrato que establecía un día de descanso a la semana, una cama por trabajador y un sueldo por jornada, mísero pero en metálico (hasta entonces cobraban su miseria en vales canjeables únicamente en los economatos de los campamentos). Además, levantó un centro educativo, un taller de costura, una unidad de atención primaria y un hospital de 100 camas especializado en atención materno-infantil. Y también les llevó a Dios. Siguiendo a rajatabla la Doctrina Social de la Iglesia y las palabras que el propio Juan Pablo II pronunció en su ordenación (“Comprometeos en todas las causas justas de los trabajadores”), recorrió cada día los campamentos clandestinos en su maltrecha furgoneta, para recordarles que Él está siempre con los más pobres.

Su recompensa, el amor inquebrantable de su gente… y el odio cobarde de los magnates del azúcar, que vieron en él una amenaza para su negocio y su poder. En 2006, tras recibir numerosas amenazas de muerte (“Díganle a ese reverendo que un día va a parecer en un carril de lodo con la boca llena de moscas”) la propia Iglesia lo apartó de los bateyes y del peligro y lo llevó de vuelta a Europa, desde donde continuó su lucha contra la injusticia y la miseria, a través de documentales, exposiciones fotográficas, reportajes... 

“Dar hasta que duela y cuando duela dar todavía más”. Después de su batalla dominicana, el padre Christopher buscó el rincón más pobre, miserable y peligroso de África en el que pudiera continuar su labor misionera, y lo encontró en Gode, Etiopía, hace siete años. Terrorismo, guerras, niños soldados, hambre, enfermedades, desierto, olvido… el lugar perfecto para comenzar de cero una nueva misión al servicio de los desfavorecidos. Una oportunidad de llevar un mensaje de esperanza –que se traduce en educación, asistencia sanitaria, higiene, agricultura- en medio de la desolación. Pero aun allí, a millones de kilómetros de ninguna parte, mientras observa el polvoriento anochecer a orillas del Wabe Shebele, el corazón del padre Christopher permanece en San José de los Llanos, junto a la doctora Noemí Méndez (su sucesora en la lucha y en la vida amenazada), junto a Bubona, Fefa, Pedro, Roberta, Rafelina, Santiago, Toni, Lidia y todos los demás trabajadores de la caña en los campos y bateyes dominicanos y sus hijos, hoy un poco menos esclavos, un poco más personas gracias al amor, a la entrega y al coraje de quien lleva dándose toda una vida.

Su historia, su lucha, su misión es un ejemplo para todos, creyentes y no creyentes. Es uno de los capítulos más intensos de mi libro "La muerte del egoísmo". Hay que leerla. Y atesorarla. Es la mejor manera de que no olvidemos a quienes no tienen la suerte de estar en nuestro lugar.