jueves, 21 de mayo de 2015

Relatos perplejos (III): El hombre muerto


Toda su vida cabía en una maleta. Su nombre, hacía años que se le había olvidado, porque hacía años que nadie lo pronunciaba. Hacía años que lo había perdido todo. Su fortuna, su salud, sus sueños, su dignidad, su esperanza. Incluso su autocompasión. Ni siquiera sabía cuándo ni por qué lo había perdido todo. Sus recuerdos estaban tan borrados en su memoria como borrada estaba su vida en este mundo. Estaba muerto, aunque le quedara vida. Y eso era lo que le mataba.
   Pero un día, sin saber por qué, después de tanto tiempo viviendo muerto, decidió resucitar. Así, por las buenas. Decidió tirar su maldita enfermedad incurable por la ventana y recuperar su dignidad, su esperanza, sus sueños. Decidió volver a la vida, con un único objetivo: encontrar la Muerte. La buena, la verdadera, la definitiva. La liberadora. Y así, por las buenas, una mañana cualquiera de un mes cualquiera, el hombre sin nombre metió lo que le quedaba de vida en su maleta, se despidió de su yerto mundo y partió en busca de la Muerte.

No habría de ser difícil, se dijo. Después de meses cavilando su viaje, lo tenía todo preparado. Y sabía exactamente dónde se encontraba su parada final. Día tras día había mascullado una y otra vez aquellos versos malditos, que encerraban la clave de su destino:

Reina el Silencio en los oscuros bosques de Vaal.
Y los árboles no balancean sus angostas ramas,
Sus ramas abatidas, vacías, sus ramas muertas.
Y sus hojas yacen secas y apagadas ¡muertas!
Sobre el frío suelo de los bosques perdidos de Vaal,
En los oscuros, fríos y yertos bosques de Vaal.

Reina la Muerte en los oscuros bosques de Vaal
Y una forma se yergue, poderosa, en el vacío;
Y trepan sus majestuosas torres hacia el cielo infinito
Y se extienden sus muros de fuego hacia el espacio infinito.
Y la forma que se yergue en el vacío es la morada de la Muerte.
Y se alza, silenciosa, en los oscuros bosques de Vaal,
En el mismo centro de los tristes bosques de Vaal.

Y reina el Silencio en los oscuros bosques de Vaal
Pues reina la Muerte en los oscuros bosques de Vaal.

¡Ah, los bosques de Vaal! Allí le esperaba su querida y anhelada Muerte. Allí le esperaba su liberación final. El silencio imperturbable, el reposo absoluto, el descanso eterno, por los siglos de los siglos. AMÉN.

No tardó mucho en llegar, pues cuando vas en busca de la Muerte el viaje siempre se hace corto. Y no sentía ningún temor, tan sólo una profunda —aunque esperanzada— resignación. Y una cierta melancolía. En silencio, atravesó los tristes bosques de yertas ramas, sumido en sus lóbregos pensamientos, en sus vivos deseos de encontrar a la Muerte liberadora.

Mas cuando por fin llegó a las puertas de Su morada, en el mismo centro de los oscuros bosques de Vaal, después de tanto tiempo deseándolo, anhelándolo tan intensamente, tan desesperadamente, ni siquiera él estaba preparado para lo que allí encontró. 
    Gritó. Pataleó. Golpeó. Gimió. Maldijo. Lloró. Se desmoronó. No, no se esperaba tan miserable crueldad, ni siquiera de Ella. Pero allí estaba, ante sus ojos incrédulos, como una burla infame y maldita grabada a fuego sobre el acero, en la negra y fría puerta de la morada de la Muerte:

“CERRADO POR VACACIONES”.


miércoles, 13 de mayo de 2015

Relatos perplejos (II): Ella



Como todas las mañanas, a la misma hora, Ángel estaba esperando el autobús. Pero no el suyo. Ya no. Ahora sólo esperaba el de ELLA. Como todas las mañanas desde hacía ya 6 días, no podía pensar en otra cosa. Y aquella noche, como todas las noches desde entonces, tampoco había soñado con nada que no fuera ELLA. Ángel estaba expectante y muy nervioso. Sólo quería volver a verla. Nada más. Saber que estaba bien, que no le había pasado nada malo. Sólo eso y nada más. Faltaba aún un minuto para las 6. ¡Una eternidad! ELLA había aparecido cada día invariablemente a las 6 en punto de la mañana, sentada en el mismo asiento, mirando por la misma ventana, apoyado su rostro contrito sobre el mismo frío cristal, iluminados sus ojos tristes por la pálida luz de la misma triste farola. Emanando de su alma herida la misma persistente melancolía. Todos los días, a las 6 en punto.

Medio minuto todavía. ¡Ah, qué insoportable espera! Ángel temblaba de pura ansiedad. ELLA se estaba convirtiendo en una droga enloquecedora. Su dosis, cada día a las 6 en punto de la mañana. No necesitaba nada más. Hasta ese momento.

Ángel tomó una determinación. Peligrosa, pero irremediable. Necesitaba aumentar su dosis de ELLA. Se arriesgaría. Sí. Esa mañana, subiría al autobús. Se sentaría junto a ELLA. Le diría lo que sentía por ELLA, lo mucho que necesitaba conocerla, quererla, tenerla. Le cogería sus frías y frágiles manos y las calentaría entre las suyas; miraría a sus tristes ojos y les daría un poco de luz, un poco de consuelo, de paz. ¡La amaría eternamente! ¡Sí, eso haría! Amarla por toda la eternidad.

Las 6 en punto. Y ahí estaba su autobús. La línea 6. Se detuvo pesadamente y abrió sus puertas con un potente suspiro, invitándole a entrar. Ángel tragó saliva y subió sin mirar siquiera al conductor. Sólo la buscaba a ELLA. Estaba sola, como siempre, en el autobús inmensamente vacío. Ángel se sentó a su lado, en el asiento número 6, y la miró complaciente. ELLA volvió sus tristes ojos hacia él, sonrió casi imperceptiblemente y le dijo «Gracias». Y en ese mismo instante, ELLA desapareció.

Como todas las mañanas, a la misma hora, Rosa está esperando el autobús. Pero no el suyo. Ya no. Ahora sólo espera el de ÉL. Ayer lo vio por primera vez y ya no pudo pensar en otra cosa. Parecía tan triste…


Relatos perplejos (I): Feliciano


Se llamaba Feliciano Buenaventura, pero no era feliz. Desde muy pequeño había creído que si su padre le hubiera bautizado Felicísimo, como el santo confesor, tal vez sí hubiera sido feliz. Pero estaba equivocado. Había nacido en San Felices de Buelna, y eso tampoco le hacía feliz. Quizás porque la casona familiar donde vio la luz estaba en el barrio Sopenillas, y eso, pensó, anulaba de alguna manera la supuesta felicidad adquirida de nacimiento. Su esposa, Fortunata, era la rica del pueblo. Buena, guapa y muy rica. Aunque eso tampoco hacía feliz a Feliciano. Nada le hacía feliz. Y a sus cincuenta años, pensó, se merecía al menos atisbar, siquiera de refilón, eso de la felicidad. Sólo por saber de qué iba la cosa.

   —¡Mujer! —convocó a su esposa un día— Me voy.
   —¿Adónde?
   —A buscar la felicidad
   —¿Volverás para la cena?
   —No lo creo
   —Te la mantendré caliente, por si acaso.

Y Feliciano partió en busca de la felicidad. Buscó primero en otros San Felices, que le cogían más o menos de paso: San Felices de Odra Pisuerga, San Felices de los Gallegos, San Felices del Bilibio, San Felices de Solana, hasta en San Felices de Guarga, que ya ni sale en los mapas. Pero no.
   Consultó a videntes, a echadoras de cartas, a futurólogos licenciados, a brujas de magia blanca y de magia negra, a vuduistas… pero ni pagando.
   Se leyó todos los libros sobre la felicidad que encontró en bibliotecas y librerías, incluidos los 3.000 estudios científicos del Archivo Mundial de la Felicidad y “El Viaje de la Felicidad”, donde el eminente y sabio científico E. Punset revelaba al mundo la fórmula más buscada desde la noche de los tiempos (Felicidad = E [M+B+P]/R+C), que Feliciano se aplicó sin resultado ninguno.
   Nada de nada. Ni un atisbo.

Recorrió el mundo, conoció decenas de religiones y filosofías que hablaban de la felicidad, que ofrecían la felicidad, que prometían la felicidad, que aseguraban la felicidad. Pero ninguna daba la felicidad. Al menos a Feliciano.
   Viajó a Bután, “El Reino de la Felicidad”, en lo más recóndito del Himalaya, por si era más fácil hallar la felicidad por la senda de la espiritualidad. Pero sólo encontró frío.
   Se aventuró entonces a Chongqing, llamada la “Ciudad de la Doble Felicidad”, pero —pensó— debieron equivocarse en la traducción.
  Siguió buscando, incansable. Fue primero paria y luego misionero en Calcuta, desbancó un casino en Las Vegas, practicó el Feng Shui con los maestros más sabios y fue amante de la más bella bailarina balinesa, a quien poseyó sobre la dorada arena de la playa escondida de Dreamland, al norte de Ulu-Watu.
   Vivió infinitas experiencias maravillosas, increíbles, fascinantes, excitantes, prodigiosas; pero de la felicidad, ni asomo.

Transcurridas cuarenta semanas de infructuosa búsqueda, Feliciano se rindió. Llegó a su casa justo el 8 de marzo a la hora de cenar. El cocido estaba caliente. Miró a su mujer. Sonreía. Miró a la criatura que dormía plácidamente en su regazo, y él también sonrió.

—Nació ayer. Se llama Felicidad, Felicidad Perpetua.